Una advertencia

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Por, Guillermo Ramírez Cattaneo*

Doug Mills/The New York Times

Durante los últimos días, los titulares de prensa internacionales abundan en referencias a Trump y a su porfiada negación de los resultados electorales. Solamente durante la semana pasada, el presidente Trump publicó o volvió a publicar unos 145 mensajes en Twitter arremetiendo contra los resultados de una elección que perdió. Cuatro veces mencionó que la pandemia de coronavirus ahora alcanza sus horas más oscuras, y esto solo para afirmar que tenía razón sobre el brote y que los expertos estaban equivocados.

Como bien lo menciona Peter Baker en el New York Times, su foco actual está en recompensar a los amigos, depurar a los desleales y castigar a una lista cada vez mayor de enemigos que ahora incluye a gobernadores republicanos, su propio fiscal general e incluso a Fox News. Según Baker, los últimos días de la presidencia de Trump han adquirido los elementos tormentosos de un drama más común en la historia o la literatura que en una Casa Blanca moderna. Su rabia y su rechazo a admitir la derrota, desligado de la realidad, evocan imágenes de un señor asediado en una tierra lejana que se aferra desafiante al poder en lugar de exiliarse, o un monarca inglés errático que impone su versión de la situación en su corte acobardada.

Podría uno sentirse tentado a aventurar trastornos psicológicos subyacentes, basados en los innumerables libros y artículos sobre su personalidad; a manera de ejemplo, la propia percepción de su entorno familiar cercano (su hermana y sobrina, por ejemplo), entre muchos otros. Podría uno utilizar términos habituales en los mentirosos compulsivos o patológicos como son el miedo al rechazo o a la crítica, la elevada necesidad de aprobación externa, baja autoestima o inseguridad personal, intolerancia emocional (elevada sensibilidad a emociones displacenteras). Podrían usarse términos especializados como son el trastorno límite de personalidad (la mentira es una conducta impulsada por la emoción) o el trastorno narcisista de personalidad (se miente para conseguir admiración por parte de lo demás).

Asimismo, sería seductor descartar la afirmación irracional de Trump de que la elección fue “amañada” como una última convulsión ridícula de su reinado, o como un intento cínico de aumentar su valor de mercado pensando en un futuro televisivo.

Todo lo anterior configura un escenario muy común de posibilidades sobre su comportamiento y exageradamente recurrente en las noticias y redes sociales. Demasiado habitual para mi gusto. Considero que sería un grave error basarse únicamente en este escenario para describir lo que está sucediendo.

Algo más de cien años atrás, en el otoño de 1918, el final de la Primera Guerra Mundial se acercaba rápidamente. Mientras que la guerra en el frente oriental ya había terminado en enero del mismo año, cuando se firmó el tratado de paz de Brest-Litovsk,  quedó claro que Alemania y sus aliados estaban indefensos ante una creciente supremacía aliada en el frente occidental. En ese momento, Alemania todavía era formalmente un Imperio dirigido por el Kaiser Wilhelm II y el canciller del Reich, Theobald von Bethmann Hollweg. Sin embargo, durante la guerra, Alemania se había convertido de facto en una dictadura militar: los mariscales de campo Paul von Hindenburg y Erich Ludendorff se habían transformado en jefes de estado.

Cuando advirtieron que la guerra terminaría pronto, estos mariscales establecieron una estrategia: había que instalar un gobierno civil. Las razones para esto fueron dos. Por un lado, la posibilidad de una paz favorable sería más probable si los aliados pudieran negociar con un gobierno civil (esta afirmación fue apoyada por el presidente de Estados Unidos Woodrow Wilson). Por otro lado, este gobierno civil probablemente sería responsabilizado por la población alemana por la pérdida de la guerra y las consecuencias resultantes. De esta manera, los mariscales de campo podrían trasferir su propia responsabilidad a este nuevo gobierno y, en consecuencia, purificarse de cualquier culpa.

Siguiendo con la estrategia, el 3 de octubre de 1918, el príncipe Max von Baden fue nombrado canciller y comenzó, como jefe del gobierno civil recién instalado, las negociaciones de paz con los aliados. Esto resultó en una tregua que se firmó el 11 de noviembre de 1918. Mientras tanto, Hindenburg y Ludendorff habían convencido al Kaiser Wilhelm II de abdicar. Como resultado, el 9 de noviembre de 1918, el socialdemócrata Philipp Scheidemann proclamó la República en Berlín y, a su vez, Friedrich Ebert se convirtió en su nuevo canciller. Y así se fundó la República de Weimar. Estos eventos de noviembre de 1918 se denominarían más tarde la “Revolución de noviembre”.

Una de las primeras tareas de este gobierno civil fue convertir la tregua del 11 de noviembre en un tratado de paz definitivo. Esto dio lugar al Tratado de Versalles que entró en vigor el 10 de enero de 1920. Este Tratado fue odiado por la mayoría de la población de Alemania, considerado como una paz impuesta y cínicamente llamado “el diktat de Versalles”.

Ahora bien, esta maniobra astutamente concebida por los mariscales se apoyaba en la necesidad de generar una ficción. Y esta última se convirtió en el afamado Dolchstosslegende más conocido como el “mito de la puñalada en la espalda”. Gracias a este mito, y como ya habían predicho los estrategas Hindenburg y Ludendorff, los líderes del gobierno democrático fueron responsabilizados por los humillantes términos del acuerdo de paz. Esto reforzó la invención de que Alemania había sido traicionada y que su honor se había visto afectado solo porque los revolucionarios democráticos de izquierda obstruyeron la victoria de la guerra al ordenar la retirada de las tropas. Claramente, esto no era cierto. Sin embargo, la combinación del mito de la puñalada en la espalda y los términos del Tratado de Versalles les dio a los oponentes de la República de Weimar un arma poderosa para atacarla desde su nacimiento y en el futuro subsiguiente.

Una ilustración de una postal austríaca de 1919 que muestra un judío caricaturizado apuñalando al ejército alemán en la espalda con una daga

La principal aserción de esta ficción fue que la Alemania imperial nunca perdió la Primera Guerra Mundial. La derrota, dijeron sus mariscales, fue declarada pero no justificada. Fue una conspiración, una estafa, una capitulación, una grave traición que manchó para siempre a la nación. No importaba que la afirmación fuera palpablemente falsa. Entre un número considerable de alemanes, provocó resentimiento, humillación e ira. Y la figura que mejor supo cómo explotar más adelante la frustración del pueblo alemán fue Adolf Hitler.

El aspecto sorprendente del mito Dolchstosslegende es que no se debilitó después de 1918, sino que se fortaleció. Ante la humillación, incapaces o no dispuestos a hacer frente a la verdad, muchos alemanes se embarcaron en un autoengaño funesto: la nación había sido traicionada, pero su honor y grandeza nunca se podían perder. La izquierda, e incluso el gobierno electo de la nueva República, jamás podrían ser los custodios legítimos del país. La clave del éxito de Hitler fue que, en 1933, una parte considerable del electorado alemán había puesto las ideas encarnadas en el mito – honor, grandeza, orgullo nacional – por encima de la democracia.

Volviendo a Trump, no debemos ver su esfuerzo por anular los resultados de las elecciones como una mera fantasía producto de la mente de un mentiroso patológico. El punto principal de la estrategia ya no es (no sabemos si alguna vez lo fue) encontrar un juez, gobernador u otro instrumento flexible para negarle a Biden la presidencia. La estrategia sería más bien negar la legitimidad de la presidencia de Biden, del sistema electoral que le dio el cargo, y de los sistemas federal y judicial que dejaron de lado los desafíos legales de Trump.

La campaña debe verse como lo que es: un intento de elevar el nuevo mito They stole it” (Ellos se la robaron (la elección)) al nivel de leyenda, abonando para la futura polarización social y división a una escala que Estados Unidos nunca ha visto. La naturaleza del mito no es que sea creíble. Es que hay que creerlo. Un asombroso 88 % de los votantes de Trump cree que el resultado de la elección es ilegítimo, según una encuesta de YouGov.

Ah, me olvidaba de un trastorno no mencionado antes. El de la personalidad antisocial, en el que se puede utilizar la mentira como estrategia de manipulación.

(Traducción y adaptación libre de las fuentes consultadas: Jochen Bittner del periódico Die Zeit, Bret Stephens del The Times, y la investigadora Raisa Blommestijn de la Universidad de Leiden)

(*) Guillermo Ramírez Cattaneo: Magister en Filosofía de la Universidad Tecnológica de Pereira. Máster en Ingeniería de la Universidad de la Florida (Gainesville, E.U.A). B.S en Ingeniería Civil de la misma Universidad.

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