Vendo, luego existo

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Tanto el hombre como la mujer lucen sendos escudos en las solapas del saco. Como bien sabemos la heráldica lo soporta todo. En este caso el emblema está formado por un maletín de ejecutivo dotado de alas. El mensaje es inequívoco: los negocios nos dan herramientas para volar sobre las ataduras terrenales. Es decir, la vieja propuesta de las religiones trascendentes traducida en este caso al lenguaje de las finanzas. Primer punto a favor. El improbable mundo de las recompensas en el más allá goza así de una expresión más prosaica y por lo tanto susceptible de ser alcanzada aquí y ahora.

Conclusión: el ejecutivo y el vendedor le ganan por nocaut al sacerdote o al chamán.

Foto por formulario PxHere

Como mandan los manuales, los dos miran fijamente y aprietan con firmeza la mano del interlocutor. Cuando se les pregunta cómo están responden al unísono con una curiosa forma adverbial aprendida en talleres de auto superación: excelentemente  bien. De inmediato uno piensa en el sentido de un viejo proverbio oriental: “Dime de qué presumes y te diré qué te hace  falta”. Pero hay más: su identidad individual parece haber sido suplantada por una abstracción corporativa, pues siempre se  presentan amparados bajo una de estas variantes: somos una multinacional. Somos una empresa de ventas por catálogo, somos una aseguradora y mil equivalentes más.

Ya pueden ustedes imaginar lo que serán o dejarán de ser cuando los despidan del trabajo.

En ese punto uno empieza a sospechar. Tanta seguridad y arrogancia deben ocultar una gran fragilidad y por lo tanto una  insondable dosis de temor. Los expertos en la conducta lo explican con precisión: casi siempre la agresividad es hija del miedo. Por eso las masas idolatran a los caudillos y a los bravucones. Tampoco es casual que las clases medias sean el soporte de los regímenes totalitarios: siempre están dispuestos a ofrecer seguridad frente el carácter impredecible de la existencia.

Pero eso es otra cosa. A lo mejor en un nuevo artículo volveremos sobre ella.

La escena tuvo lugar cinco meses atrás, justo antes del comienzo de la cuarentena. Guiado por el hombre y la mujer de los escudos alados ingreso a un teatro repleto de feligreses. Son las siete de la noche y a pesar de llevar doce horas de ajetreo en diferentes oficios, este puñado de profesionales y oficinistas luce expectante y poseído de un inusitado entusiasmo,  bastante parecido al de los prosélitos de las sectas religiosas que se multiplican por el mundo al ritmo de las angustias individuales y colectivas.

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Cuando el guía, líder y gurú sube al escenario, un silencio reverencial desciende sobre la sala. Segundos después, un  creciente murmullo envidioso se instala en cada una de las sillas. La explicación no tarda en llegar: todos quieren ser como él y ocupar su sitio. Las razones les sobran: llegó al lugar en el asiento trasero de un auto importado, conducido por un chofer  bien trajeado. Por lo menos en seis de sus dedos luce anillos que relampaguean bajo las luces artificiales.

Además, dice una mujer bronceada entrada en la treintena, es tan, pero tan encantador.

Como ustedes ya lo concluyeron, estamos ante una de los siempre cambiantes y sorprendentes avatares del Homo ¿Sapiens?: la religión empresarial, cuya manifestación mundana, o hipóstasis que llaman los estudiosos, son las ventas y lo que ellas representan en términos de la conquista de un estatus en el cuerpo social. Algo así como el boleto de entrada al paraíso terrenal. La puesta en escena se revela entonces en toda su dimensión. Reducidas a la parte formal, las antiguas religiones poco o nada les ofrecen a unos ciudadanos cada vez más insatisfechos.

Para completar el cuadro, todas esas invitaciones a la austeridad y el sacrificio riñen con el facilismo y la búsqueda de placeres rápidos y sin compromisos tan característicos de los tiempos. Si a eso le sumamos el mal ejemplo de unos jerarcas religiosos empeñados en exigir humildad y sencillez mientras viven en la soberbia y la opulencia tenemos un panorama nada  alentador. Los signos del consumo y la posición social que éste conlleva devienen entonces única forma de inventarle algún sentido a la existencia.

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De allí la expresión arrobada de los trescientos asistentes al teatro. En su ritual, si se atienden a pie juntillas las recomendaciones del oficiante de la ceremonia, el verbo se hace dinero en efectivo o plástico: da lo mismo, si en últimas se trata de revalidar cada semana, en una suerte de parodia de la misa, esa siempre renovada religión cuyo mandato único es: vendo, luego existo.

Contador de historias. Escritor y docente universitario.

2 COMENTARIOS

  1. Es cierto, el éxito es el moderno becerro de oro, o el trasero de Kim Kardashian, si ustedes prefieren. Tus reflexiones me hicieron recordar una frase de Marcelo Bielsa, adorado por un millón de loiners (así llaman en Yorkshire a los habitantes de Leeds, según me apunta un amigo de por allí), quien dijo, entre esos interminables circunloquios tan suyos, “Yo nunca renuncio a mis principios… esto no es una virtud, es un defecto mío”. Vean ustedes, el hombre sabe que la integridad no está bien mirada en el mundo moderno, pero no renuncia a ella. Esta paradoja, esta aparenta paradoja, ha cautivado al resto de los ingleses amantes del fútbol, que son unos cuantos. Ahora, cuando el éxito, ese corruptor, lo ha tocado, en Inglaterra lo consideran un santo laico. Vamos a ver qué pasa cuando cambie la suerte. Lo que quedará, sin duda, es la integridad del personaje. Como escribió recientemente Jorge Valdano:
    “La lucha de Bielsa contra un sistema que consagra a los ganadores y condena a los perdedores es tan épica, que le sienta mejor perder que ganar. (…) Para Bielsa, el triunfo solo tiene sentido como recompensa por la acumulación de méritos. Solo disfruta si se lo merece. Bielsa es, en sí mismo, la rama futbolística de la filosofía moral. Rama extravagante y hasta heroica, porque al fútbol actual no le interesa ni la filosofía ni la moral. El que gana tiene razón y a otra cosa mariposa.“

    • Que imagen brutal y certera esa, mi querido don Lalo: el mundo entero postrado en reverencia ante el culo de Kim Kardashian. Tal como usted lo cita, es la vieja idea del becerro de oro renovada una y otra vez a lo largo de los siglos.
      Y fíjese usted que no por casualidad a Marcelo Bielsa lo apodan ” El loco”: es el único lúcido en medio de toda esa caterva de mercachifles sin principios que se apoderó del fútbol, ese jogo bonito al que le cantaron poetas como Vinicius de Moraes, Joaquín Sabina o Joan Manuel Serrat.
      Principios: ahí está la clave. En este reinado del fraude y la vileza, es la primera renuncia exigida para jugar en ese “tráfico de piernas” mencionado una vez por Eduardo Galeano.
      En un mundo donde los padres matriculan a sus hijos en escuelas de fútbol con la ilusión de venderlos a los grandes clubes , debe sonar rarísimo eso de los principios y valores
      El grande Valdano lo resume muy bien : si hemos de ganar al costo de vender el alma siempre será mejor perder.

      Ah, a propósito del asunto, aquí mismo en La cebra que habla, acabamos de reproducir un texto tomado de Página12 y titulado: Los millonarios de la verguenza. Vale la pena echarle un vistazo.
      Como siempre, mil gracias por enriquecer el diálogo.
      Un abrazo y hablamos,
      Gustavo

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