La crónica de la ciudad moderna: los hijos de Saturno

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Un célebre cuadro de don Francisco de Goya nos muestra a Saturno (el equivalente romano de la divinidad griega Cronos, que maneja los hilos del tiempo) dedicado a la tarea interminable de devorar uno a uno a sus hijos, que son los días, y con ellos al destino de los hombres.

Saturno devorando a su hijo, Francisco de Goya (España,1823). Imagen tomada de hitsoria-arte.com

A esa imagen del hombre sometido al poder de la divinidad, los poetas de todos los tiempos han intentado oponerse con el conjuro de las palabras que en todas las cosmovisiones son elemento fundacional, en la medida en que los seres y las cosas existen a partir del momento en que son nombrados.

En ese sentido, uno no puede menos que admirar la obstinación de los habitantes de Macondo, entregados a la paciente tarea de rotular las cosas con su nombre y sus usos, como una manera de no sucumbir a la peste del insomnio, una de cuyas manifestaciones es el olvido.

En los albores de la  literatura (¿O del periodismo?) el viejo Homero, ciego y memorioso, se consagra al trabajo de tejer una minuciosa red o si se quiere, de  ensayar un  fresco en el cual quedarán consignados los pasos de la criatura humana sobre la tierra. Dioses y demonios, príncipes y guerreros, adivinos y rapsodas, amantes y criminales nos hablan de los momentos  primordiales de unos seres en cuya sangre ya alentaban los temores, las pasiones, la ambición y la grandeza, que son la sustancia con la cual los humanos amasan su destino.

En esa medida el poeta griego, o quienes se ocultaron detrás de su nombre, lo que hacen en últimas es trenzar un detallado relato personificado de las fuerzas que muchos siglos después siguen gobernando las acciones humanas. Más allá de lo que sus relatos tengan para decirles a los estudiosos del mito, de la religión o la sicología, la saga de Heracles y Leda, de Jasón y Ulises, de Helena y los Argonautas, es un auténtico Hilo de Ariadna que nos ayuda por igual a interrogar los oráculos de la historia y a desentrañar las claves de ese laberinto que es el propio corazón.

Baco y Ariadna, Tiziano (Italia, 1523). Imagen tomada de historia-arte.com

Más adelante, el mundo será testigo de la irrupción de unos hombres que dedican su vida a una lucha tenaz y acaso inútil contra el olvido, pero que en todo caso intentarán apropiarse de las palabras, de lo más sutil y certero de su condición, para relatarles a sus contemporáneos y legarles a los hombres por venir, la esencia misma de la materia con la que se construye la historia.

Ellos nos describirán los trabajos y los días, las obras, los milagros y los horrores que son el rastro dejado por los hijos de los dioses en su afán de hacerse un lugar en el mundo. Por ellos nos enteramos de los sueños de hombres que una vez quisieron elevar una torre que llegara hasta el cielo para mirar por fin de frente el insondable rostro de Dios. De su puño y letra supimos de las intuiciones de un ser mitad mito y mitad hombre, autor de una suerte de código ético que al juntarse con las leyendas del Asia Menor y más tarde con la filosofía griega dio lugar a una de las grandes religiones de la historia.

Gracias a sus palabras fuimos testigos del asombro y del terror mutuos que experimentaron los hombres de Hernán Cortés y del emperador azteca cuando una mañana remota se asomaron al abismo de sus mundos desconocidos.

Una irreprimible inclinación hacia la taxonomía llevó a que los expertos en historia o en literatura, los clasificaran un día bajo la etiqueta de cronistas, es decir, en un sentido literal, los que toman nota de lo que acontece en el tiempo, aunque sería mejor decir que los cronistas son los que recogen las briznas de lo que deja el tiempo en su ir y venir sin tregua ni remedio.

La literalidad de esa acepción pasa por encima del hecho, constatado tantas veces, de que el cronista dista mucho de ser un notario, un amanuense que registra los asuntos de la existencia en una especie de debe y haber, aunque ese fue el papel que les adjudicó durante mucho tiempo la soberbia de los poderosos: al haber iban a parar los sueños, los dioses, así como las pequeñas y grandes obras de los derrotados, mientras en el debe quedaban registradas las propias hazañas. No por casualidad los cronistas formaban parte del equipo de viaje de los conquistadores. Sin esa figura era casi seguro que las gestas – las reales y las inventadas- fueran presa fácil de esa peste del olvido que es una de las señas de identidad de la condición humana.

Bernal Díaz del Castillo. Conquistador y cronista español (Medina del Campo, Valladolid, 1492 – Guatemala, 1585). Formó parte de la expedición de Hernán Cortés y participó en la conquista del imperio mexica. | Imagen de
D.R. Instituto Nacional de Antropología e Historia, México

La lista se hace extensa. De Flavio Josefo a Heródoto. De Marco Polo a Antonio Pigafetta. De los juglares medievales a los cronistas de Indias, todos ellos se convierten en fuente necesaria e ineludible, cuando el historiador deja de ser un aficionado, un relator más o menos espontáneo y se convierte en un profesional. ¿Cómo si no, podríamos entender el complejo universo social, económico, político y cultural en el que tuvo que adentrarse Marco Polo hasta llegar a los confines de la ruta de la seda? ¿De qué otra manera podríamos aproximarnos a las turbulentas empresas que acometía el Imperio Romano en el momento de la irrupción del cristianismo? ¿Con qué herramientas habríamos de asomarnos a lo que fue la llegada de los europeos a América, si los cronistas no hubieran descrito al detalle la esencia de instituciones tan contradictorias como la encomienda y la inquisición?

Tenemos entonces que la crónica no es sólo un regodearse en el relato como un fin en si mismo.

Es, sobre todo, la posibilidad de comprender el mundo.

Y sólo comprendiendo la naturaleza de ese universo en el que le ha sido dado en suerte vivir, puede el ser humano emprender alguna clase de transformación, así en lo individual, como en lo colectivo. Recordemos, de pasada, que fue por los relatos de los periodistas enviados a cubrir la guerra de Vietnam como los ciudadanos norteamericanos tuvieron noción del genocidio que se estaba perpetrando, ayer igual que hoy, en nombre de la democracia y de la libertad. Fue gracias al testimonio de un hombre de la dimensión del escritor y periodista polaco Riczard Kapuscinski, como los habitantes del mundo nos acercamos al carácter demencial y sanguinario de las fuerzas políticas y financieras que se disputaban el botín en el África post colonial.

Más cercanos en el espacio y en el tiempo, autores Alfredo Molano, Germán Castro Caicedo, Juan José Hoyos, Alberto Salcedo Ramos, Carlos Sánchez Ocampo o Juanita León han hecho de sus relatos una puerta de entrada a ese universo doloroso y  admirable a la vez que es el otro rostro de una Colombia que no aparece nunca en los medios de comunicación, a no ser para caricaturizarla en los realities o distorsionarla en los titulares de los noticieros.

Si la crónica pretende ayudarnos a comprender y comprendernos, es evidente que no puede ser mero dato. Fría estadística. Registro monográfico de la realidad. Inventario de próceres. Contabilidad de víctimas y victimarios. Tiene además, la obligación de conducirnos de alguna manera a lo más esencial de esos seres de carne y hueso que hacen la Historia. En esa tarea, además de todas las disciplinas que se ocupan de los diferentes aspectos que afectan a la sociedad y los individuos, este género que gravitó durante años entre la historia y el periodismo, encontró en el camino un aliado que habría de conducirlo hacia territorios no imaginados: La literatura.

Alberto Salcedo. Imagen tomada de https://eldigitalpreneur.com/

Con sus técnicas narrativas, su manejo del lenguaje, su aptitud para crear personajes y ante todo con la intuición poética, los diversos géneros literarios, vale decir, la novela, el cuento, la poesía y a veces el ensayo, entraron a formar parte, de una vez y para siempre de una manera de contar el mundo que, sin perder de vista el hecho de que tenía que vérselas con acontecimientos reales- con todas las dudas y ambigüedades que pueda acarrear esa expresión- supo entender que toda mirada perdurable del mundo debe estar soportada en un acto de creación. Es allí, en ese espacio de conjunción donde parece un género que algunos se apresuraron a bautizar con el nombre de “Nuevo Periodismo” y otros, más osados, no dudaron en llamar “Periodismo Literario”.

La  definición de caracteres, la descripción de atmósferas, los saltos en el tiempo, los datos prestados de otros campos del saber, serán puestos al servicio de un intento por ahondar en las fuerzas y misterios que gravitan sobre lo que es, para muchos, el resumen del proyecto de civilización: la ciudad moderna con sus conflictos de intereses, con sus prodigios tecnológicos, la rapidez de las comunicaciones, sus ofertas de bienestar sin límites, pero también con su irremediable dosis de indolencia, de competencia feroz, de soledad y de miserias sin cuento.

Vistas así las cosas no es casual que el siglo XX sea a la vez el de la consolidación de esas megalópolis admirables y terribles intuidas por Fritz Lang en su película Metrópolis y el del renacimiento de ese género capaz a la vez de resumir los elementos básicos del recuento histórico y de indagar en la naturaleza y los móviles de sus protagonistas. Un género que con Gay Tálese nos permite asomarnos al alma de esos seres atrapados en el vértigo de una obsesión urbanizadora que el pensador Marshall Berman fustigó una y otra vez en sus ensayos. O que en la palabra de Alma Guillermoprieto nos dejó ver, como al descuido, el infranqueable abismo que separa a Latinoamérica de los paraísos del consumo, todo ello contado desde el corazón de los pepenadores de Ciudad de México, los brujos de Rio de Janeiro o los sicarios colombianos.

En esa misma dirección, y aproximándonos al caso nacional, son las voces de nuestros mejores cronistas la que nos han mostrado la posibilidad siempre revalidada de mirarnos de otra manera en el espejo de nuestras dichas y desventuras. En las esperanzas aplazadas de los desplazados del campo a la ciudad. En las glorias inciertas de nuestros deportistas. En la desfachatez e impudicia de los gobernantes, en el juego de abalorios de las estrellas del espectáculo y en la  inalcanzable burbuja del consumo que titila como una estrella de mentiras sobre las cabezas de los excluidos. También están, por supuesto, las historias que nos hablan de nuestra capacidad inagotable para afrontar el infortunio. De los sueños pequeños pero inapelables del tendero de la esquina. De los miedos y fantasías de la modista. De la capacidad renovada de la vida para ganarle el pulso a la muerte. Porque ellos, los cronistas de ayer y de hoy, de vez en cuando dan en el clavo y armados del poder vivificante de las palabras encuentran la manera de hacerles pistola a los dioses y se van por el atajo donde todavía es posible impedir que Saturno se regodee devorando a sus hijos.

Contador de historias. Escritor y docente universitario.

5 COMENTARIOS

  1. Guau… Gustavo… Chapeau. En la eterna pugna entre razón y fantasía, todos ensayamos nuestro precario equilibrio. Y la memoria puede salvarnos, esa memoria que en Macondo postergaba el olvido. En un mundo semejante a Macondo, Alejandro olvidó la prédica de su maestro Aristóteles y quiso hacer realidad el mundo de Homero. Lo consiguió, casi… Desde entonces, entre esos dos sueños, no sabemos muy bien en cual ladera del monte estamos atrapados.

    • Contamos historias con la vana esperanza de que el tiempo no nos devore, mi querido don Lalo. Pero, como bien sabemos, nada le importamos a ese viejo marrullero. Y esa indiferencia es lo que nos empuja a seguir contando historias.
      Pasa como con esas mujeres veleidosas que nos desdeñan en nuestra temprana juventud: cuanto más nos ignoran, más nos cascamos la cabeza contra el muro.
      Ya lo definió con precisión Julio Cortázar : “La esperanza, esa puta de vestido verde”.

      Un abrazo y mil gracias por el diálogo.
      Gustavo

  2. De nuevo aqui a tu lado lado yo quiero decirte-como el bolero aquel-, que cada vez que te leo Gustavo Colorado Grisales,mas me atrapas. Y me agrada.Grato saluo,Javier.

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