Gildardo Cordero tiene ochenta años. Conoce a la perfección el sentido de dos verbos: el infinitivo trabajar y el participio pasado de desplazar.
En la década del cuarenta del siglo pasado llegó en compañía de sus padres, entonces una pareja de jóvenes colonos santandereanos, a desbrozar monte en las inmediaciones de Quinchía y Riosucio. Menos de un lustro después, cuando la tierra estaba produciendo maíz, frijol, yucas y plátanos, además de albergar media docena de cabezas de ganado, los amos del mundo, representados por un reducido grupo de propietarios, decidieron que ya era suficiente con tanto advenedizo y desataron una de las periódicas carnicerías que en la Historia de Colombia han tenido y siguen teniendo un fin único: apropiarse de la tierra labrada y valorizada con el trabajo de otros.
El pretexto, ya lo sabemos, fueron las disputas entre liberales y conservadores, que tras su ropaje ideológico escondían en realidad un propósito que los hermanaba: por un lado extender los límites de los latifundios, sin importar si había que hacerlo a sangre y fuego o con la complicidad de notarios y funcionarios venales que autenticaban documentos fraudulentos. Por el otro, la necesidad de proporcionar mano de obra joven y barata a la naciente industria que se insinuaba en ciudades como Bogotá, Cali, Medellín y Barranquilla. Negocio redondo por donde se le mirara.
Durante diez años fueron protagonistas de un éxodo que los condujo hasta las inmediaciones del municipio vallecaucano de Sevilla hasta que, dos años después de la llegada del dictador Gustavo Rojas Pinilla al poder, animados por las noticias de parientes y amigos que se habían adentrado en el sur del país, viajaron al Caquetá donde, una vez más, reemprendieron la tarea iniciada quince años atrás. Cuando cumplió veinte años Gildardo se casó con Hermelinda Impatá, una muchacha de origen indígena que también había llegado con sus mayores huyendo de las matanzas en el occidente de Caldas.
A dos horas de Cartagena del Chairá se dedicaron a cultivar la tierra y a engendrar hijos con un fervor bíblico: siete hombres y cuatro mujeres, más veinte cuadras de tierra fueron el resultado de ese empecinamiento. Cuatro décadas transcurrieron viendo crecer a los niños y parir a las vacas, mientras lejos, muy lejos de casa, otros construían por ellos eso que se ha dado en llamar “el destino nacional”, un engendro fabricado con la codicia de unos cuantos y amasado con la miseria y el dolor de muchos.
En esas andaban cuando oyeron hablar por primera vez de la palmicultura y la producción de insumos para los biocombustibles: ellos, que todavía se movilizaban a lomo de caballo y mula.
El resto sucedió tan rápido como el ataque de una serpiente. Ofertas de compra, amenazas veladas y ataques directos que, medio siglo después los pusieron otra vez en camino sin otro patrimonio que la ropa que llevaban puesta. Hoy, hacinados en una habitación de la pomposamente llamada “Ciudadela Tokio” en la ciudad de Pereira, Gildardo Cordero y su familia son la prueba viviente de la perversa eficacia de unas políticas agrarias dirigidas a acorralar a los campesinos, para que no tengan una salida distinta a la de vender al mejor postor y dejar la tierra a disposición de toda suerte de mafias ilegales y legales.
Al fin y al cabo ya no se necesita producir alimentos, pues en su defecto los importamos por millones de toneladas desde que la apertura económica llegó para quedarse. Entre tanto, a miles de personas como Gildardo no les queda otra opción que mirar a su pareja, y con el desconsuelo instalado en el corazón pronunciar una vez más la vieja frase aquella: mija, apague la luz y vámonos.