Los pueblos de la sierra, amasados con agua, viento y arena

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La Serranía de la Macuira, ubicada en el costado derecho del ala más norte de la Alta Guajira, es un lugar mágico.

No solamente el camino hacia ella, que se orienta con el objetivo inicial de ganar la población de Nazareth, en el que el paisaje comienza a cambiar, como una transición que se va sintiendo apenas, y que permite dejar atrás los terrenos desérticos hasta encontrar pequeños arbustos, primero alejados unos de otros, y luego más densos.

También lo es su configuración hecha de bosques bajos y terreno seco, en la que ya se siente la influencia de un régimen de lluvias más copioso y del agua que se deja escurrir desde la cima.

Llamar población a la Nazareth de la Guajira es mucho decir. El poblado es como un reguero de casas dispersas, disparadas por alguna fuerza desconocida hacia los alrededores de un centro que no puede ubicarse de manera evidente; y dejadas así, en perpetuo estado de esparcimiento, como una simiente caída en desgracia.

Pero la serranía es otra cosa. Se alza en sus reflejos de verde escaso pero presente, como una fuerza poderosa.

Imagino que por esa razón, de su territorio se deslizan sigilosos, varios relatos fundantes de las culturas de estas tierras, que mezclan etnias como las Wayuú y los Arhuacos.

Guardo varias impresiones de la Serranía de la Macuira. Primero, ese chorrear permanente de tierra, agua -aunque escasa-, narraciones, piedras, y una humedad misteriosa, hecha de vapores de líquido condensado que apenas si se recrean en los azares del viento.

Constatar el cauce seco de lo que en temporadas de lluvia es el gran río, fue como estar en presencia del vientre yerto de una tierra envejecida o transitar las vertientes interiores de una mujer todavía joven pero arruinada por un peso enorme.

El lecho está ahí, y uno puede imaginar la corriente, sentirla inclusive, en su torrencial potencia que desciende arrastrándolo todo desde las alturas brumosas de la sierra. Pero hace ya varios años que no viene, el manantial no se copa y las poblaciones raizales acostumbradas a vivir sus vidas al ritmo de estas avenidas, han sucumbido entre la desolación y la inanición derivada de la pérdida de periodicidad del acto fecundo del agua que se escurre.

Caminamos unas dos horas por entre bosques de arbustos; algunos no tan bajos alcanzaban la altura de un hombre promedio.  Nuestro guía nos iba narrando, con su voz nacida de las arcillas acuosas de la montaña profunda.

De repente, arribamos a un prodigio de la naturaleza. Son las dunas de Arewaro que, ubicadas en medio de los bosques seco tropical, de galería, y bajo de niebla (similar a los bosques andinos), hacen pensar en un desvarío de la naturaleza.

Según la narración que nos hizo nuestro guía, un hombre de baja estatura, oriundo de la región, moreno de tez, grueso de tronco, fuerte de músculos, suave de voz y lleno de historias que se le iban saliendo, de su etnia, de su mitología, las dunas están allí por un mandato de la Diosa Pulowi, la deidad femenina de los Wayuú asociada a los territorios áridos, quién ordenó a los Arhuacos transportar de la playa arena fina para que sus hijos, los vientos, pudieran tener allí, en la mitad de la Serranía, un lugar de recreo.

Dice la leyenda que los Arhuacos transportaron la arena en tinajas hasta las comunidades ancestrales de la Macuira.

Cuentan que en un período determinado las dunas se convirtieron en cementerio de los Arhuacos, y pasado el tiempo ellos recibieron otra orden a través de sueños: la de desplazarse de La Macuira hasta la Sierra Nevada de Santa Marta, legando esta zona a los Wayuú para su protección y consagración.

Para los Wayuú está claro que las dunas fueron creadas para que allí jueguen los vientos, hijos inquietos de su diosa que, en su constante bullicio, van arrastrando las arenas hacia la montaña dando forma a las dunas.

Desde lo alto de aquella montaña de arena, rodeada de los bosques de baja altura que forman la serranía, se divisa el mar. Es una visión de infinita belleza, una imagen que inspira poderío, dominio de los elementos naturales, y también armonía con ellos. Un momento de plenitud, arropado por la singular manera en que soplan las corrientes, particularmente traviesas en aquel lugar.

Relato contado por el guía

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