Las alarmas suenan y rememoran los tiempos en los que se sembraron las semillas del descontento que dieron lugar a los acontecimientos encadenados del régimen nacionalsocialista, la segunda guerra mundial, la repartición del mundo entre dos superpotencias, la cortina de hierro, la guerra fría, y el fin del orden mundial que conocimos.
“El diablo está en los detalles”, reza el dicho que sirve de marco para entender cómo se abrió la grieta que terminó con la caída del muro de Berlín.
El desliz de un vocero durante una rueda de prensa televisada permitió que la decisión de abrir la frontera entre las dos mitades de Berlín se pusiera en marcha en ese mismo instante.
La diosa Fortuna selló así la llamada Revolución Pacífica, y de un plumazo tumbó la cortina de hierro. Esa línea que se trazó a finales de la Segunda Guerra Mundial, y que se materializó a través de la construcción del muro de Berlín el 13 de agosto de 1961. Una marca indeleble que dividió a las naciones en dos patios paralelos y contrarios. Un lado del mundo comenzaba en Alemania Occidental y se extendía a Europa hasta llegar a los Estados Unidos. Los valores del libre mercado, de la democracia, de la libertad de expresión eran los denominadores comunes de este grupo de países.
Al otro lado de la cortina, que iniciaba en Alemania Oriental, se daba espacio a un experimento social de libertades restringidas, partidos únicos y economías basadas en planes quinquenales.
El muro se erigió como una barrera de contención para evitar que continuara la fuga de cerebros y mano de obra. Según los cálculos, hasta el verano de 1961 más de tres millones y medio de personas habían abandonado la llamada República Democrática Alemana. La construcción del muro de Berlín fue la medida desesperada de una élite política más demagoga que pragmática.
Pero también, hay una segunda lectura al respecto: el muro contuvo los anhelos bélicos de dos sistemas contrarios, que de otra manera se hubieran ido a las armas antes que ceder a las pretensiones del otro.
Los muros buscan siempre proteger a unos de la otredad. Y ese otro siempre es un algo violento y rabioso, contrario. Pero ya lo decía la Canciller Merkel en las celebraciones del XXX aniversario de la caída del muro de Berlín: “el muro de Berlín, señores y señoras, es historia… Y esto nos enseña que no hay muro que pueda segregar a las personas ni limitar la libertad. Ni nunca será tan alto ni tan ancho que no se pueda romper.”
Pero a pesar de que el muro ya no esté físicamente y que las instituciones estén reunificadas y que frente al mundo la historia de Alemania sea un triunfo de la libertad sobre la opresión, lo cierto es que los trabajos de memoria histórica no avanzan al mismo ritmo de las obras de infraestructura.
Tres décadas después, aquellos que habitamos la ciudad, incluso los tardíos moradores como yo, notamos las diferencias entre los alemanes. Para algunos es la conquista de occidente sobre oriente. Para otros es la pérdida de la identidad. Tres décadas de negar definiciones, de entender o explicar que los del Este no fueron los perdedores de la historia. Que si no hubiese sido por esa valentía y el coraje civil de tantos para exigir la garantía de sus derechos, ese muro seguiría de pie.
Pero también hay a quienes Fortuna no les sonrío en ese preciso instante y con el derrumbe del muro se fueron machacados sus sueños entre los escombros. Ahora ellos son alemanes con carnet, pero se sienten extranjeros en su propio país. Recuerdo las palabras de Simone, cuando llegué como migrante a Berlín: “Tú siempre tendrás a donde volver, Juliana. Pero yo ¿a dónde me voy?” Y en efecto… su país no existe más. El papel de su sociedad es la del antagonista.
En el trabajo de la memoria histórica se olvidaron de recopilar la diversidad de voces. Se recogió un relato único: el de un júbilo homogéneo y anhelado por todos de la misma manera. Pero en estos procesos ha costado mucho entender que miles de biografías quedaron cruzadas por la caída del muro. De repente, algunas profesiones se volvieron superfluas como ser macroeconomista del socialismo o politólogo del comunismo, o ser abogado, o ser bilingüe en ruso o en alguna otra lengua del Este europeo. Facultades fueron cerradas y catedráticos encontraron que de la noche a la mañana sus conocimientos caducaron. Plantas que fueron trasladadas al occidente, donde había mejor infraestructura.
Ser alemán, definirse como tal es aún una tarea en suspenso. Recuerdo por ejemplo a Konstantin, mi primer jefe de prácticas en el Parlamento. Él siempre me decía que era europeo antes que alemán. Y cuándo le increpaba las razones me respondía: “¿Tú qué entiendes por ser alemán?” Y él mismo se respondía: “yo por lo menos no creo que haya una identidad. No hay nada de lo que me sienta orgulloso. Es mejor ser europeo”.
Hay que decirlo, desde el lado occidental hay una cierta superioridad moral que hace de sus pares del Este una especie de ciudadanos de segunda clase. Desde el lado oriental hay una mezcla de orgullo, nostalgia y desencanto. Y así vemos que justamente en estos antiguos estados del Este, hoy llamados los nuevos estados federados, es donde florecen los partidos ultranacionalistas, antisistema y anti euro.
Las alarmas suenan y rememoran los tiempos en los que se sembraron las semillas del descontento que dieron lugar a los acontecimientos encadenados del régimen nacionalsocialista, la segunda guerra mundial, la repartición del mundo entre dos superpotencias, la cortina de hierro, la guerra fría, y el fin del orden mundial que conocimos.
Todo esto en cuestión de medio siglo. Hoy vivimos esos tiempos del ruido. Hoy nos vemos abocados a ser vigilantes con los procesos de memoria histórica, para no borrar de un tajo a nadie en el camino. Para recoger también las voces de otros.