El mito es en ella lo que ella a El Pavo, un algo inexorable, una sonrisa inefable que los hombres aceptan con cierta alegría.
Cuando la noche avanza en su manto de tristeza, viejas amistades se van encontrando en la confidencia de los tragos, amores envejecidos que se desencuentran en la rancia taberna de amores estudiantiles, y oxidadas compañías que se encuentran en la naturalidad de la vida que acaece, en suerte, por suerte, con ellos, o a pesar de ellos.
El Pavo ha sido testimonio de la misma noche, que se repite noche tras noche, hace más de 30 años, en el que sus clientes, por una suerte de devenir maldito, sus viejos clientes, aburguesados, con vidas armadas hasta los dientes: mujeres trofeo, hombres papeleta, carros a cuesta con sus gasolinas, varadas y miserias… vuelven a los viejos sitios en donde se puede uno dar el alegre gusto de perder el tiempo y la noción del espacio.
Ese es un derecho que sólo se permite cierta finura, de esa despreocupada por la realidad del mundo, incapaz de absorberse a la lógica del mercado, los pañales, los arriendos y las obligaciones sociales.
Puede estar en todo el centro de la ciudad, pero El Pavo permite desembarazarse de la realidad.
Ayuda a profundizar su esencia la curiosa fauna humana que uno se encuentra allí: mujeres tatuadas encantadoras, viejos abogados que cobran fortunas afuera y allí dan cátedra gratis a sus eventuales contertulios; brillantes maestros ensimismados en la cobardía de sus mesas, con un pavo guerrillero que debe ser liberal, porque le cuida las espaldas a todos los que se encuentran allí: libertinos, librepensadores, o simplemente libres.
La noche cabildea.
Entre tangos de inmarcesible comprensión y rubias despatarradas, los alegres asistentes sientan posturas políticas, filosóficas, éticas y cívicas que acurrucan la noche con su dejo de azar.
Llegan vendedores de todos los colores y sabores, personajes atípicos, esperados, memorables, jocosos, con una sonrisa en la boca, con dientes flojos, partidos, o en su defecto ausentes.
Vistas alegres, bigotes enchochados, ropas peculiares, curiosos ademanes, cuerpos especiales, cabellos despeinados… llega el negro de las cucas, el joven de las empanadas, de las papas sonrientes, alegre muchacho que llena de alegría, grasa y empanada los estómagos de los caballeros desesperados, y de las damas, que, pese a los tragos encima, se niegan a perder el dejo mujeril de los buenos gestos y de las servilletas bien dispuestas.
Pero hace falta el humo que engalanaba la sutil decadencia del espacio de hace años. La noche avanza en su bocanada salvaje.
Aparece ella, con la fuerza vital que inspira su pequeño entorno.
Es dueña en suerte de una chaza a las afueras del local donde los embriagados de la noche se suspenden al suspirar de cigarrillos. Tiene los dientes que le quedan en sitios precisos, una gorra querida que la identifica en la distancia con sus colores escandalosos, se acomoda entre las piernas de los asistentes, está llena de miradas pícaras a los notables caballeros que desangran su existencia en alcohol, sucumbe al soplo del cigarrillo que toma con descarada finura, cada noche tiene una ropa precisa, rigurosa, insistente.
La gorra de dos colores, azul y rosado, el saco rosado, el blue jean y los tenis.
Los hombres salen en fila para comprar una menta o el cigarrillo, espacio precioso que ella aprovecha para apalabrar el mundo al calor de la candela. Habla de todo, pero no habla de nada, nunca cuenta de sí misma más que lo requerido para pasar a temas diversos. En sí misma es un mito, una mitología: a su alrededor se cuenta la historia de un marido al que maltrataba y finalmente mató, aunque otra versión cuenta que murió de un pálido y simple tumor cerebral.
No importa.
El mito es en ella lo que ella a El Pavo, un algo inexorable, una sonrisa inefable que los hombres aceptan con cierta alegría. Coquetea con cada uno a su manera, con las palabras, los eufemismos, con la sonrisa pícara, con el cabello y sus gestos, con el cuerpo que se acerca, mientras los hombres, sutilmente, le alejan a su modo, con una sonrisa que se aleja, con un cuerpo que se retira, con un abrazo amistoso que anuncia la amigable partida.
Ella no sucumbe a la batalla, cada borracho representa una guerra distinta, una forma de amor diferente, un entramado de seducciones diferenciables. El pavo sigue, no muere, la imagen guerrillera del fondo sigue cuidando a los asistentes al aquelarre de la noche diaria, los asistentes siguen llegando y yendo, volviendo pese a los años, regresando pese a la alcurnia.
La mujer seguirá allí, siendo mito, escalofrío y consuelo de los que apenas descansan en el sueño etílico después de las seis.