El plano inclinado
El barrio se llama San Luis, aunque la gente le dice “el tobogán” por su pendiente larga y pronunciada. En carro toca recorrerlo de subida por lo que es común escuchar los motores luchando contra la física más elemental. Lo que se pueda rodar, se va a rodar. En muchos barrios de Pereira se juega a las banquitas, pero hacerlo en la vía principal de este lugar, sería un despropósito.
Las fachadas de algunas casas limitan con la carretera. Cuando los andenes no brillan por su ausencia, son angostos, accidentados o llenos de baches. A muchos hogares se ingresa por escaleras o rampas. El relieve del barrio es el mismo de algunos pesebres colombianos que al ser construidos sobre canastas de gaseosa exige que los reyes magos sean alpinistas profesionales.
Una niña enjabona a su perrita que se deja bañar resignada. Lo que resulta de la operación es agua con espuma que avanza presurosa falda abajo. En sentido contrario a la mezcla jabonosa, camina, o mejor, escala, un señor que aprovecha los pocos espacios sin pendiente que ofrece el recorrido para reponer energías. El plano inclinado que llama la atención de los visitantes parece pasar desapercibido para los moradores.
Una casa verde loro
En la mitad de la falda perpetua, una vivienda color verde loro, de dos plantas, opaca todo lo demás. La pinta un señor con una sola mano mientras en la otra sostiene un tinto. Su maestría en el oficio es evidente. Sale a nuestro encuentro la dueña de la casa, una mujer alegre y conversadora.
Luce una bata blanca, larga y de flores rosadas. Nos conduce al segundo piso de su casa. Un hombre indiferente nos saluda desde un sillón desde donde sigue con atención un partido de fútbol. Nos lleva hasta una sala pequeña pero bien distribuida en cuya esquina hay un sofá negro. La señora se llama Nelly.
-Esto aquí antes era un patio y al frente había un barranco. Eso de allá era un rancho (señala hacia el piso, pero sabemos que su dedo apunta hacia un recuerdo) y había unas ratas así de grandes (posa el dedo índice de la mano izquierda sobre el antebrazo derecho para que no quede duda del tamaño de los animales) en fin, esto era una cochinada. Estaba el terreno no más.
– ¿Y por qué eligieron el color verde loro para pintar la casa?
Fue idea de él, señala a su esposo. Entre susurros nos dice, él está medio corrido y le dio por ese color. ¿qué dirá la gente? Que esa casa de uno como un payaso, pero es que uno ¿por qué vive por la gente? ¡que bobada! Y a él le dio por ahí, y entonces pintamos la casa de verde.
– ¿De qué color era la casa entonces?
– ¡Verde!
Sísifo
A ambos lados de la vía principal nos topamos con un camino interminable de escaleras. Estas llevan al portón de algunas casas. Son tan largas, que quien las suba seguramente se sentirá reconfortado de haber vuelto a sus dominios.
Murales alegres y coloridos, compensan el hecho de que el barrio desafíe casi todas las normas de urbanismo. Hay quienes cuelgan la ropa, aprovechando los abismos que se forman entre una fachada y otra. San Luis es silencioso y cada tanto, el motor exigido de los carros rompe la calma.
Un parque en la desembocadura de San Luis tiene en su entrada un aviso en el que se regaña a todos aquellos que lo profanan e impiden que los niños lo disfruten. Hay una cancha de cemento y algunas máquinas para hacer ejercicio recién pintadas. Alrededor del parque puede verse una casa a la que la tapa un cultivo, al parecer de maíz. Es como una finca en la mitad de la ciudad.
Una vez abajo, no nos queda más remedio que volver al punto de arriba, donde comenzamos nuestra travesía. Sabemos que ahora que la temperatura ha subido un par de grados, nuestras piernas sentirán la inclemencia de la pendiente.
Si Sísifo hubiese nacido en Pereira, sin duda los dioses lo hubieran enviado a purgar su castigo a San Luis. Su roca rodaría una y otra vez, desde el barrio los Álamos, hasta la vía que conduce a Armenia. Sin embargo, su pena hubiera sido más llevadera, pues entre subida y bajada, la señora de la casa verde loro, doña Nelly, lo hubiera invitado a pasar para que se comiera la natilla y los buñuelos, que muy amablemente nos ofreció.
En imágenes: