Es el viejo temor de los poderosos ante los libros, como lo recrea Ray Bradbury en su novela Farenheit 451.
En Berlín se concentra buena parte de la historia del Occidente moderno.
No sólo por sus grandes autores en filosofía, literatura, psicología, ensayo, periodismo y otros campos del saber, sino por los sucesos políticos y sociales que desencadenaron la sentencia de muerte para la idea de progreso, imaginario que había impulsado el ascenso de la modernidad, de la mano del capitalismo y su propensión por el desarrollo.
Goethe vislumbró con su genio y dibujó con su prosa la tragedia del progreso como dogma, caracterizado por el desarrollismo, ese mal que no consulta los efectos indeseados de sus propósitos. Inmortalizado en su Fausto, aquel anhelo desenfrenado de transformación que no se detiene en miramientos y arrasa en la búsqueda ciega de sus propósitos, consistió en algo más que el objeto de una crítica prematura a un sistema en ascenso: la obra de arte fue más bien una premonición.
En la Babelplatz de Berlín, un bellísimo espacio público rodeado por edificios imponentes, como el de la Opera o la sede de la Universidad Humboldt, sucedió en la primavera de 1933 un episodio que marcó, como otros, el rumbo de esa forma de concebir la existencia advertida por Goethe en los albores del siglo XVIII: la noche del 10 de mayo, estudiantes pro nazis realizaron una masiva quema de libros prohibidos o, como los denominaron, contrarios al espíritu alemán.
Es el viejo temor de los poderosos ante los libros, como lo recrea Ray Bradbury en su novela Fahrenheit 451.
Entre los autores señalados de comunistas u opositores al régimen, se contaban dos pensadores de origen prusiano, uno de ellos judío: Karl Marx. El otro era su amigo Friedrich Engels.
La lista era extensa, muchos de los grandes intelectuales alemanes de los siglos XVIII y XIX, y hasta comienzos del siglo XX, consignaron en sus escritos lo que podría considerarse la contraparte del ideario desarrollista de la modernidad: el humanismo. Como a los dioses les gusta el infortunio de los pocos esclarecidos que habitan el mundo terrenal, otra circunstancia vino a aumentar el sufrimiento natural producto de su lucidez y sensibilidad: la gran mayoría de ellos eran judíos.
Debido a la persecución que se desató a partir del decreto del Incendio del edificio del Reichstag, y se intensificó en los años posteriores, que tuvo en la quema de libros un acto “culminante” (al mejor estilo del histriónico Goebbels, el temible ministro para la instrucción pública y la propaganda del Tercer Reich), la mayoría de esos intelectuales se vieron obligados a huir de Alemania. Algunos hacia la muerte, como el gran autor judío-alemán Joseph Roth (incluido en la lista de los autores vedados), quien, decepcionado y alcoholizado, encontró su final en el exilio, en la Paris de 1939.
No sin antes escribir textos tan importantes como La Tela de Araña, o Crónicas Berlinesas, en donde condensa una serie de hechos aparentemente dispersos que, de la mano de su particular intuición y en sus prosa elaborada y precisa, se convierten en anuncios del inminente desastre.
¿Cómo figurarse entonces aquella pila de libros humeantes, abrasados por el fuego que transformó las letras que contenían toda la concepción del hombre de la modernidad, aquel que al fin había alcanzado su “mayoría de edad” -como la llamó Immanuel Kant-, en un magma ilegible que ya no podía transmitir un sentido, tan solo arrasar o ser arrasado?
La plaza que hoy se abre a los visitantes no muestra ninguna señal evidente sobre aquel fuego pretendidamente purificador. Solo un observador muy perspicaz, o aquel que haya sido previamente informado, podrá notar una pequeña porción de su piso adoquinado que ha sido reemplazada en sección de vidrio, a través de la cual puede entreverse, al fondo en el subterráneo, una estantería vacía.
Es el memorial subterráneo, la denominada “Bibliotek”, obra alegórica hecha por el artista Micha Ullman, israelí, hijo de alemanes judíos que emigraron en 1933 debido a la persecución nazi. Las secciones vacías están concebidas por el artista como la representación de los libros incinerados y están acompañadas de la profética sentencia de Heinrich Heine (otro de los autores prohibidos, alemán y judío): “Allí donde se queman libros, se terminan quemando también personas”.
En otro lugar, no muy lejano del anterior, se encuentra el visitante con el Marx-Engels Fórum. En tiempos de la posguerra, cuando el humo de los cadáveres calcinados en los hornos de la infamia nazi quizás no se había extinguido, Berlin fue brutalmente dividida. La zona arrebata para sí por el régimen soviético fue la porción oriental. Allí, en el barrio central (Berlín-Mitte), en el costado este del río Spree, existió un barrio densamente poblado que fue destruido completamente durante la Segunda Guerra, y que lindaba con la Alexanderplatz y el Palacio de Berlín.
Donde antes se erguía un suntuoso edificio, el Palacio Real de Berlín (que hoy se reconstruye en su forma original), sede y habitación de la dinastía de los Hohenzollern, y centro del gobierno Prusiano, la Alemania democrática decidió construir el Palacio de La República (levantado entre 1973 y 1976 y que sirvió de sede de la “Cámara del Pueblo” –Parlamento de la RDA-, fue demolido en el 2008).
Entre este edificio y la antena de telecomunicaciones de Berlín, en tiempos de la Berlín oriental, había quedado el terreno vacío en donde antes estuvieron los poblados barrios, y las autoridades quisieron transformar el testimonio sordo de la destrucción en un espacio verde. Para ello encargaron a Ludwig Engelhardt, aquel escultor que, como soldado del ejército nazi, fue a parar a un campo de prisioneros en el Cáucaso soviético. Él, como líder del proyecto, concibió y fabricó un monumento conmemorativo de Marx y Engels, ideólogos del comunismo, que ubicó a la entrada del gran parque.
El muro cayó y la ciudad volvió a unirse. El debate sobre el destino de este espacio público y su monumento, rasgo representativo de la capital alemana, sobrevino sobre la conveniencia de preservar el Marx-Engels Fórum, por considerarlo un ícono de una ideología caduca, y de la porción perdedora entre las dos facciones berlinesas. Sin embargo, muchos alegaron su valor histórico, y, por ahora, las esculturas sobreviven a la reunificación y al cambio de rumbo de la nación alemana.
Actualmente, las figuras de estos dos intelectuales alemanes, Marx sentado y Engels de pie, se han convertido en un animado destino turístico.
La Bebelplatz y el Marx-Engels Forum, están separados por un terreno no muy extenso alrededor de los dos lazos a través de los cuales circula el Spree en ese sector, y que configuran la denominada Isla de los Museos. No obstante, se ubican sobre el mismo eje lineal, en dirección oriente occidente.
¿Se comprenderá aquello que une a la Bebelplatz, y su triste episodio de la quema de libros, con las esculturas de Engels y Marx? ¿Qué de las aguas del sector oriental, se escurrió hacia la vertiente occidental, y viceversa? ¿Qué se escurre todavía de uno a otro espacio público, y prepara subterráneamente los nuevos acontecimientos de la historia?
¿Es la estantería vacía de la Bibliotek apenas una metáfora de los libros quemados, los ausentes, o siguen desaparecidas, también, de la realidad social y política de Alemania, las ideas que ellos quisieron transmitir? ¿Cuáles serán los nuevos volúmenes que arderán en tribales hogueras, cuáles las ideas proscritas en cuántos lugares de la tierra? ¿Pueden incinerarse las ideas de los grandes pensadores, pretendiendo con ello exterminar su simiente? ¿Se leen hoy los libros de los autores proscritos en aquel lejano 1933?
¿Es posible tomar símbolos, monumentos, hechos históricos, construcciones, espacios públicos, y derivar de allí un sentido del pasado, e intuir la orientación que habrán de tomar los vientos en el futuro?
Todas estas preguntas sobrevienen a un observador desprevenido mientras se sorprende contemplando la figurada paciencia de la representación escultórica de Marx, pues éste en su versión pétrea cotidianamente se ve obligado a prestar asiento en sus rodillas a improvisados admiradores que quieren llevarse un recuerdo de la capital alemana. Tal vez en eso haya terminado el legado del viejo Marx: ¡de asiento para simpáticas instantáneas!
O tal vez no.
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