Desde 1978 la vida económica de Balboa transcurre entre azúcar y café
Caminos de piedra
Dicen que por aquí pasó “El invencible”, el caballo del explorador Jean- Baptiste Boussingault, el agricultor, científico y químico francés que llegó a Venezuela en 1922, en compañía del geólogo peruano Mariano Rivero durante las guerras de independencia.
Buscaba una ruta hacia Santafé de Bogotá cuando se adentró en estas tierras de riscos donde solo los caballos muy audaces podían afirmar sus cascos.
Tan empinadas son sus laderas que en tiempos recientes los ingenieros tuvieron que hacer una intervención para construir la plaza principal de Balboa.
Hubo quien dijo, al contemplar el pueblo desde la cima donde se asienta Belálcazar, que el caserío escalonado sobre la loma parecía una máquina de escribir.
Mucho antes del nunca probado paso de Boussingault, los indígenas Chápatas, pertenecientes al pueblo de los ansermas, a su vez ligados a la familia Caribe, ocuparon las tierras que el cronista Pedro Cieza de León definiera como ubicadas a mitad del camino rocoso que conducía de Caramanta al río La Vieja. Añade el cronista que el algodón, el oro y la sal eran la fuente de subsistencia de esos pueblos.
Las tumbas encontradas por los primeros colonizadores antioqueños dan cuenta de esos días de prosperidad.
Y de las guerras por apropiarse de esas riquezas.
Igual que los indígenas, después de cruzar el río Cañaveral, Boussingault acampó en El Alto del Rey, sorteó las corrientes de los ríos Totuí y Sopinga, después bautizado como Risaralda.
Era duro transitar esos caminos de piedra. Por eso durante al menos tres siglos los aventureros prefirieron ensayar otras rutas.
Sólo los fugitivos de las guerras civiles se atrevían a escalar las lomas. Lo agreste del terreno las convertía en refugio seguro.
El hilo de la memoria
El profesor Diego León Franco es descendiente de Leonidas, un hombre que, hastiado del fragor de las balas, escapó de los campos de batalla de Santander, durante la Guerra de los Mil días.
Seducido por el verbo del general Rafael Uribe Uribe se enroló en uno de sus escuadrones. Muy pronto vio caer, uno a uno a sus compañeros de aventura, un grupo de casi niños que habían convertido los machetes, hasta ese momento sus herramientas de trabajo, en armas mortíferas.
A sus cincuenta y ocho años Diego León es catedrático en la Universidad de Caldas. Estudió sociología en un intento por entender el empeño de sus compatriotas en destruirse mutuamente.
Año tras año. Siglo tras siglo.
Contemplando el paisaje desde una de las bancas del barrio Chipre en Manizales, el hombre va atando los hilos de su memoria, que no tardan en conducirlo a los tiempos de la fundación de Balboa, en un relato escuchado de los labios de su abuelo Ramón, que a su vez lo había escuchado en boca de Leonidas Franco.
“Fue la pura necesidad lo que llevó a los primeros colonos antioqueños a arriesgarse en esas laderas. Fue allá por el siglo XIX, en uno de los picos altos de la oleada colonizadora que alcanzó la parte montañosa del Valle del Cauca y el Tolima.
“Dicen las crónicas que un pacoreño llamado Miguel Ceballos abrió una fonda a la que bautizó con el nombre de San Roque, el santo de su devoción.
Corría el año 1903, cuando todavía se sentían los ecos de última guerra. La posada funcionó junto al Alto del Rey, uno de los lugares donde se afirma la identidad de Balboa. Por lo demás, no deja de ser curioso que nuestro país bautizara sus pueblos con los nombres de quienes los avasallaron. Conquistadores, reyes. Personajes de esos”.
Diego León acaricia su barba blanca y se concentra en los tonos rojizos del atardecer antes de reiniciar su relato.
“Ese lugar era frecuentado por los hombres de la familia Benjumea, así como por Cesáreo Agudelo, Jacobo Ruíz, Juan de Jesús Ospina y Jesús Gallego.
“Según los testimonios, en el año 1908 una mujer llamada Leonor Agudelo regaló unas tierras para que se fundara el pueblo. Fue así como nació el poblado de El Carmen, que tiempo después se convirtió en corregimiento de Santuario. Se le bautizó con el nombre de Alto del Rey.
“Quince años después, en 1923, mediante ordenanza expedida por el gobernador, se convirtió en municipio de Caldas.
“Para variar, no se les ocurrió una idea mejor que bautizarlo con el nombre de un conquistador. Así ha funcionado nuestra mentalidad de colonizados”.
La marea política
La historia de Balboa como municipio empezó durante la hegemonía conservadora, cruzó la República Liberal y al igual que otros municipios de Caldas, se ancló en medio de la marea política conocida con el nombre de “La Violencia Política”. En el pueblo los más viejos todavía recuerdan que en 1948 los liberales se alzaron en armas y formaron una Junta Revolucionaria Local. Familias enteras que se habían dedicado a sembrar café, maíz, fríjol, yucas y plátanos huyeron hacia Pereira, Armenia y Manizales, donde ocuparon tierras en la periferia, muchas de ellas a la vera de las líneas del ferrocarril , plantando así la semilla de barrios enteros.
Diego León lo cuenta así:
“El historiador Alfredo Cardona Tobón, un muy juicioso investigador de la región, recoge el testimonio de una mujer llamada Inés Hurtado, que el 16 de enero de 1950 declaró ante el alcalde de Balboa cómo un domingo mientras estaba sola en la finca Tambores, de propiedad de un señor Pedro Mejía llegaron al menos cuarenta hombres armados, quienes tumbaron puertas y le prendieron fuego a la casa.
En este caso los asaltantes eran liberales. Pero en la finca siguiente podía ser al revés”.
Al son que me pidan
Albeiro se gana la vida interpretando canciones de despecho en distintos pueblos del Eje cafetero. Aunque muchas de ellas son autoría de Jhonny Rivera, también tiene algunas composiciones propias. En ellas exorciza los recuerdos de Marleny, la muchacha que lo desairó cuando era un adolescente, allá por 1978.
“Fue el año en que empezó a funcionar el Ingenio Risaralda. Lo recuerdo mucho porque aspiraba a trabajar en esa empresa. En esa época no había tanto problema para darles empleo a los menores de edad. Quería trabajar allí para proponerle matrimonio a Marleny, la muchacha de la que estaba enamorado desde mi niñez, cuando la veía pasar hacia la escuela con su uniforme a cuadros. Ya habíamos hablado con el reclutador de personal y teníamos listo todo. Una tarde de sábado me armé de valor y le propuse matrimonio”.
“La respuesta todavía me tiene frío: Pero si usted es un culicagao. A mí me gustan los hombres hechos y derechos.
“Después de eso, me conseguí una guitarra prestada y compuse mi primera canción, titulada así: El culicagao:
La muchacha que pretendía hacer mi esposa
/ me llamó culicagao
/ Yo quería trabajar en el ingenio
/ y serle fiel hasta que la muerte nos separara
/ pero con las hembras nunca se sabe
/ y aquí estoy doblao en la cantina
/ sin más amigos que mi botella de a aguardiente
/ y decidido a quedarme solterón”
¡Pero si eso no rima! Se burlaban mis amigos.
¡Pero es verdad, guevones! Les respondía, y con eso los callaba.
Y cumplió. Desde entonces se hizo hijo del camino y recorre los pueblos con su sarta de canciones.
“Mis padres querían que yo aprendiera el cultivo del café, pero a mí me llamaba el azúcar, la caña. Como muchos jóvenes de la época, sentía que el Ingenio iba a cambiar nuestras vidas. Ese año de 1978 el Ingenio empezó a moler ochocientas toneladas de caña al día ¡Ochocientas toneladas! Eso era para hacerse muchas ilusiones, pero las mías se esfumaron con el desplante de Marleny. Desde ese día voy por pueblos y veredas recitando mi consigna: Canto al son que me pidan”.
Azúcar y café
Desde 1978 la vida económica de Balboa transcurre entre azúcar y café. Como el Ingenio Risaralda está ubicado en su territorio, sus impuestos representan el mayor ingreso fiscal del municipio. Para algunos eso representa una garantía. Otros piensan que esa dependencia vuelve al pueblo muy vulnerable.
Entre azúcar y café transcurre la vida de Abelardo y Miguel, dos hermanos que cada mañana se suben a sus bicicletas y pedalean cuesta abajo hacia las plantaciones de caña donde se ganan la vida trabajando como corteros para empresas contratistas.
Es un trabajo duro. Muy duro. El sol muerde las espaldas como un animal de presa. La pelusa de la caña se adhiere a la piel, provocando una comezón insistente. Las hojas abren cortes sanguinolentos en los brazos y eso atrae a los mosquitos, ávidos de sangre.
Tal vez por eso, los corteros de caña se cuentan entre los mayores jugadores de chance y lotería del país: todos a una esperan que el azar los libre de ese trabajo para el resto de sus días.
O por una semana al menos: algo es algo.
Por eso Abelardo y Miguel han decidido unirse para sitiar a la suerte. Con los dígitos de sus fechas de nacimiento juegan cada día dos números.
Creen que un día el destino se cansará de ese asedio y los premiará con un buen fajo de billetes. Por eso entran a los locales de apuestas con el aire ansioso y expectante de quien ingresa a un templo.
Esa ilusión prendida en la piel les da fuerzas para emprender la cuesta de regreso a casa. Mientras pedalean hacen bromas y juegan a imaginar lo que harán con el billete cuando uno de los dos le pegue al número de la suerte.
Con todo y lo duro de la faena, Abelardo y Miguel prefieren ganarse la vida honradamente, porque no quieren que a su pueblo no vuelvan los días del narco.
“Estábamos muy chiquitos
– dicen casi al unísono, turnándose para urdir el relato-
pero recordamos que muchos niños y jóvenes igual de pobres que nosotros, se metían a trabajar para los traquetos de la zona. Al poco tiempo volvían al pueblo montados en severas camionetas y acompañados de tamañas viejas. El problema era que no demoraban mucho en aparecer muertos en algún cañaduzal. Muchos de ellos eran peones de un mafioso que una vez tuvo un problema con los directivos del Ingenio y para resolverlo ofreció comprarles ese trapiche. Esas fueron las palabras que utilizó: ese trapiche.”.
Bienvenida esperanza
Luisa y Gabriel pertenecen a la cosecha de muchachos que sucedieron a esa generación perdida por el narcotráfico. Por eso en el pueblo los ven como una esperanza viviente. Lejos de querer abandonar sus tierras para emigrar a la capital o al exterior, están decididos a demostrar con su ejemplo que no solo se puede sobrevivir en el campo: también es posible vivir de él con dignidad y con muy buenas condiciones de vida. A sus diecisiete y diecinueve años son beneficiaros de un programa de formación en horticultura, ofrecido por la Universidad Tecnológica de Pereira.
“Allí aprendemos a conocer el ciclo completo de las huertas”, dice Luisa, toda sonrisa ella, mientras Gabriel asiente, al tiempo que revisa las hojas de una planta de pimentón en busca de señales de buena salud.
“Empezamos por comprender que la tierra es un organismo viviente, con sus ciclos bajos y altos. Las plantas en general y las hortalizas en particular son los habitantes de ese organismo. En esa cadena, los humanos somos los beneficiaros finales. Por eso debemos fijarnos en cada detalla. Así garantizamos la calidad de los tomates, de la cebolla, de la zanahoria. Solo así podemos exigir precios justos en los mercados. Con nosotros estudian jóvenes de los municipios de Risaralda y a todos nos une un sentimiento: la esperanza de seguir viviendo en el campo. En nuestro campo.”
Cuando cae la tarde
Al fondo, el cielo se deshace en arreboles. Desde el balcón que es Balboa se ve a lo lejos el Cristo de Belálcazar con los brazos abiertos. Abajo, el río Risaralda parte en dos el valle como una navaja que ofrece destellos de plata a quienes contemplan desde lo alto.
La humareda de los cañaduzales se hace una con una nube solitaria. Abelardo y Miguel pedalean cuesta arriba con su alijo de ilusiones a cuestas.
Los dos ignoran que a lo mejor sus pasos fueron hollados una vez por los cascos de “El invencible”, el caballo que le permitió a Jean-Baptiste Boussingault alcanzar sano y salvo el otro lado de la montaña.