Esto del desarraigo, que pasa por la incomprensión y después por la adopción incompleta de una lengua extranjera, es tratado por Tzvetan Todorov en su libro “El hombre desplazado”.
Las cajeras de los supermercados en Ginebra y Zúrich eran latinas: colombiana la primera y venezolana la segunda.
Olga Lucía, de Armenia, se vino hace veinte años a Suiza a “buscarse la vida”.
Cuando le pregunté si finalmente la encontró, me respondió con una sonrisa nostálgica: “la vida ya me dejó”. No obstante, al comentar con esta “cuyabra” sobre lo costoso que nos parece Suiza, me dice: “No se puede comparar con nada porque da un infarto, pero, nosotros aquí ganamos muy bien”.
Vive en Ginebra, trabaja como cajera en la cadena de supermercados suizos Migros, la primera cooperativa de alimentos del país.
Andrea, la cajera en un “Coop to go”, es venezolana. Coop es, después de Migros, el segundo distribuidor de víveres de carácter cooperativo en Suiza.
Le pregunto si se fue de su país en razón a la situación política y socio económica que se vive por cuenta del régimen de Nicolás Maduro. Me responde que no. Vino a Suiza, según dijo, “detrás del amor”: su pareja, un suizo venezolano. Vive con su familia en esta ciudad desde hace seis años. Al preguntarle si hablaba bien alemán nos respondió: “es imprescindible, sin él no te defiendes aquí”
En las calles de Berna nos vimos cruzando un mercado de barrio instalado en los andenes enfrente de la estación del tranvía cera a nuestro hotel.
Productos frescos, frutas y verduras, y, en una esquina, una mesa en la que un italiano compartía el pan, humedecido con mermeladas, tomates deshidratados, pimientos y otros productos de una región de su país que, según nos contó, es territorio de la mafia.
La producción y distribución de estas confituras hace parte de un programa de generación de ingresos que busca alejar a la población de los mafiosos como única fuente de recursos.
La mafia, decimos -y al hacerlo se nos sale un suspiro-, es un destino que compartimos. Nos preguntan de dónde somos. Al oír nuestra respuesta uno de ellos nos dice que está casado con una bogotana, con la que viven allí, en Berna; mientras el italiano sentencia: “Comercializar estas mermeladas y conservas caseras no será la revolución, pero por lo menos estás ayudando a cien familias a comer”.
En Munich, Gereon, nacido alemán, está casado con Irina, venezolana de Puerto de la Cruz. Con ella aprendió a hablar el español. Nos transportó en su bicitaxi, entre la calle peatonal del centro de Munich (la calle Kaufinger, entre Carlsplatz y la Marienplatz) hacia el Englischer Garten, un espacio público que a mí se me antoja como el Jardín del Edén, masivamente frecuentado por bañistas que se arrojan a las playas y corrientes de los dos canales de agua que lo cruzan.
Cuando le decimos que somos colombianos nos responde: “chévere”.
El español es casi inexistente como idioma en estos países. Por eso la cabeza gira autónoma cuando, así sea en la lejanía, se perciben sus frases pronunciadas con cadencia, como moviendo las caderas.
En Berna, Zúrich y Múnich, lo que predomina es el alemán; se habla poco inglés, apenas lo necesario para hacerse entender acerca de las cuestiones mínimas: ordenar en un restaurante o una cafetería, pagar la cuenta, preguntar por el lugar donde quedan los baños.
Aunque abundan los turistas españoles, reconocibles por el acento, el tono, siempre elevado, y sus expresiones particulares como “hostias”, “tío”, o “joder”; podría decirse que hablan otra lengua distinta a la nuestra. Nos comprendemos, pero españoles y latinoamericanos hablamos lenguajes distintos.
El castellano (español de España) es frío, agrio, despótico. La nuestra es una forma dulce del español, es un caramelo en el que se paladean trazas a caña de azúcar.
Al detectarla, los sentidos se agudizan y las sonrisas van y vienen, en un gesto de complicidad de quienes se reconocen pertenecientes a un mundo, geográfico y mental, un “algo” instalado en nuestras fibras tropicales.
En las miradas de Olga Lucía y Andrea hay una mezcla, una delicada receta hecha de un poco de orgullo y mucho de nostalgia; atizada por la frialdad necesaria para asumir el propio destino en un lugar lejano y hostil.
Nos saben turistas, y la manera cómo nos hablan marca una diferencia entre ellas y nosotros. Su desafío consiste en ganarse la vida en un país extranjero, en tener la fortaleza de iniciar cada día desde la certeza de ser perpetuas “desplazadas”.
Conocen bien el lugar que nosotros apenas intentamos divisar, razón por la cual en la conversación juegan de locales, pero a diferencia de nuestros holgados días vacacionales, ellas sobreviven en él a pulso, trabajando duro, abriéndose espacio con un gran esfuerzo en el cual aprender la lengua local es el primer paso.
Esto del desarraigo, que pasa por la incomprensión y después por la adopción incompleta de una lengua extranjera, es tratado por Tzvetan Todorov en su libro “El hombre desplazado”. El lenguaje es una morada cultural en la que habitamos desde que abrimos los ojos, al ritmo de las palabras susurradas por nuestras madres, pero compartir ese hecho fundante no es suficiente para comprender la realidad del exiliado.
Apenas si podemos atisbarla desde nuestros breves intercambios, la intuimos, pero estamos muy lejos de llegar a comprenderla.
Como les sucede a estos latinoamericanos que intentan inventarse otra vida a miles de kilómetros de casa.
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