A medida que el Otún se abre paso hacia su desembocadura, el aroma a hierba fresca empieza a escasear
Como espejos de agua
A las siete de la mañana el cielo azul metálico se refleja en las aguas semicongeladas de la Laguna del Otún, ubicada a casi cuatro mil metros de altitud en territorios limítrofes entre Pereira y Dosquebradas.
El vuelo de un ave de presa al acecho de pájaros pequeños se dibuja sobre el espejo de agua sostenido por los setenta metros de profundidad que tiene en promedio este embalse natural donde nace el río Otún, fuente de abastecimiento para la ciudad de Pereira.
Son 78 kilómetros los recorridos por este camino de agua entre su nacimiento y su desembocadura.
Pero esos son apenas datos, cifras. Porque lo importante son las historias que se han tejido en sus orillas a lo largo de los siglos desde que los primeros habitantes lo recorrieran en busca de peces y animales que llegaban a abrevar en sus aguas, mucho antes del arribo de los europeos.
Los campesinos de La Laguna y algunos arrieros llegados de Antioquia a prestar servicios de transporte, cuentan historias acerca de una mujer indígena muy bella, que salía del bosque a seducir con la desnudez de sus pechos a pescadores y cazadores que se aventuraban en la zona. Era La madre del río, que después de satisfacer sus deseos extraviaba a sus enamorados en el bosque. Los que encontraban el camino a casa jamás podían volver a comunicarse con los suyos, porque los sortilegios de la mujer los dejaban sumidos en un mutismo sin remedio.
De tal desmesura era la belleza de La madre del río que dedicaba días enteros a contemplarse en esos espejos de agua, hasta que el calor del sol los descongelaba y entonces se sumía en un sueño sin sobresaltos, vigilada por la constante presencia de sus búhos tutelares.
Eso dicen.
¡Arre mulas hijueputas!
Y los arrieros conocen muchas historias sobre el río. De hace siglos. De hace años y de ahora.
Al fin y al cabo han recorrido toda su vida este sendero de piedras que una vez fuera el lecho del río y ahora les sirve para subir con mercados transportados en buses de escalera hasta El Cedral y bajar con las mulas cargadas con bultos de papa, leche y quesos producidos en La Laguna.
Osiel Cardona es uno de esos arrieros. Ahora está jubilado en compañía de sus cuatro mulas: Rucia, Retranca, Sonsa y Fabiola, bautizada así en honor a una antigua novia aguadeña que se traía sus mañas. Sentado a una mesa en el sector de Libaré, evoca sus orígenes mientras apura un aguardiente doble anclado en las nostalgias lanzadas a los cuatro vientos por una canción de Nano Molina.
“Esto de los páramos me viene por herencia familiar. Mi abuelo Nicanor tuvo una recua de más de cien mulas en Sonsón, el municipio del oriente de Antioquia donde nací. Desde niño, el viejo aprendió a meterse por unos andurriales a los que les tenían miedo hasta los espantos. Todavía recuerdo esos recorridos desde el sector de La Paloma, con las bestias cargadas de higos y papas. Creo que una de las primeras cosas que aprendí a decir en mi vida fue eso: ¡Arre mulas hijueputas! Esa era como una cosa mágica para hacer mover animales ranchados o atrancados en los pantaneros durante los días de invierno. En esa época la máxima aspiración de uno en la vida era ser arriero, con al menos unas diez mulas para prestarles el servicio a los finqueros y a los dueños de tiendas y almacenes en el pueblo. Por eso cuando, hace unos cuarenta años, oí hablar de que en el camino hacia la Laguna del Otún todavía utilizaban mulas para movilizarse enlacé la recua, agarré a mi mujer y a mis cinco hijos y me vine pa estas tierras. La verdad es que ninguno está arrepentido. Esta es una tierra sana y fértil; el aire es puro y nunca falta gente que por alguna razón necesita nuestro servicio”.
Y nunca le faltaron clientes a Osiel: viajeros nacionales y extranjeros, estudiantes, investigadores, ambientalistas, parejas en luna de miel, aficionados a las emociones fuertes y otros especímenes descendían del bus escalera y lo primero que hacían era preguntar por un arriero. Entonces el hombre se presentaba: Osiel Cardona, para servirles.
“Y la verdad es que nadie se quejaba por la tarifa: un promedio de treinta mil pesos de ahora por la ruta completa. Pruebe usted a subir por esa trocha voleando pata con un morral al hombro y verá que eso es poquita plata. Aunque están los que por puras ganas de aventura prefieren subir a pie. Pero el otro asunto es que uno les brinda seguridad. Muchas personas se meten solas por estos lados y terminan perdidas y hasta muertas. Recuerdo que hace muchos años una parejita de novios hizo este recorrido a pie. Se veían muy enamoraditos. El asunto es que la muchacha ya iba enferma de gripa y arriba la agarró una pulmonía y la mató. Al pobre novio le tocó bajar con el cuerpo a lomo de mula, sin más consuelo que la compañía del arriero y su mujer. Esa vez sí que estos montes oyeron repetir la frase: ¡Arre mulas hijueputas!
Cierto olor a podrido
A medida que el Otún se abre paso hacia su desembocadura, el aroma a hierba fresca empieza a escasear. A la altura de La Suiza, en la zona de las cascadas, los reflujos de viento golpean la nariz con un olor a cebolla y mierda de gallina. El viajero se aproxima a medianas y grandes plantaciones de ese condimento tan caro a la cocina de este lado del mundo. El olor y las moscas nos anuncian que al río no le augura nada bueno de aquí en adelante.
Llegados al corregimiento de La Florida, lugar de peregrinación para ambientalistas y neojipis, se advierte una invasión: una docena de restaurantes y eco hoteles que a todas luces se saltan las normas sobre intervención en los bosques y sobre construcción en zonas solo en teoría protegidas. ¿Hacia dónde estarían mirando las autoridades cuando se construyeron estas obras? Se pregunta el viajero mirando unos eriales que apenas ayer fueron bosques. Como si no bastara con eso, las granjas avícolas también aportan lo suyo al deterioro de unas aguas tan cristalinas apenas dos kilómetros atrás ¿Será esto lo que llaman “resignificación” de los ríos?
Destino la ciudad
Un poco más y el viajero se encuentra con los célebres charcos de San José. Un recodo donde la quebrada La Cristalina se junta con el Otún. Es el balneario de los sectores populares. El club social de los obreros. En domingos luminosos algunas muchachas de barrio se dejan invitar a nadar y a besarse en estas aguas no contaminadas. Dicen que en sus meandros todavía se tejen y destejen historias de amor, alimentadas con tamal y gaseosa. Dicen.
De aquí hasta Libaré… Ah, el legendario Libaré donde el Deportivo Pereira forjara su mitología de equipo guerrero… las aguas discurren bordeadas por una carretera asfaltada tomada por la creciente moda de montar en bicicleta. Dentro de los programas de recuperación se han pintado murales en lo que pretende ser un malecón. Es el último tributo al río nacido en lo alto de la montaña, antes de que la ciudad- es decir, quienes la habitamos- le paguemos los favores recibidos con un inmisericorde baño de mierda y residuos de toda clase. Barriadas precarias. Otras que no lo son tanto. Bares. Restaurantes. Fábricas. Colegios. Putiaderos. Almacenes. Bodegas. Granjas. Moteles. Fincas: todos aportan lo suyo para la agonía de estas aguas en otra época tan milagrosas que hasta engendraron a la Virgen de Nuestra Señora de La Pobreza.
Eso dicen.