El Che empezó a interesarme a fines de la década de los ochenta.
Texto extraído del libro: Che Guevara – Una Vida Revolucionaria.
Por: Jon Lee Anderson
La revelación salió a la luz de manera casi fortuita durante una larga conversación mientras bebíamos café una mañana de noviembre de 1995. Sentado en el jardín de su finca amurallada en las afueras de la ciudad boliviana de Santa Cruz, el general retirado Mario Vargas Salinas divulgó su papel en el entierro secreto del hombre a quien había ayudado a perseguir veintiocho años antes: el revolucionario nacido en la Argentina Ernesto Che Guevara.
La confesión del general rompió el silencio en torno a uno de los misterios más perdurables de América Latina. Después de su captura y asesinato a manos de militares bolivianos y en presencia de un agente de la CIA en octubre de 1967, el cadáver del hombre que fuera la mano derecha de Fidel Castro se había desvanecido. En su jardín de Santa Cruz, el general Vargas Salinas reveló que había integrado un pelotón encargado de un entierro nocturno, que los cadáveres del Che y varios de sus camaradas estaban enterrados en una tumba colectiva cerca de la pista de aterrizaje de tierra en las afueras de la aldea de Vallegrande, en las montañas del centro de Bolivia.
Los oficiales que derrotaron al guerrillero más carismático del mundo quisieron negarle una tumba que se convirtiera en un lugar de homenajes públicos. Esperaban que la desaparición pusiera fin al mito del Che Guevara.
Sucedió lo contrario: el mito del Che se difundió y extendió sin que nadie pudiera controlarlo. Millones lloraron su muerte. Poetas y filósofos escribieron elegías exaltadas, músicos le dedicaron obras, pintores lo retrataron en diversas poses heroicas. Guerrilleros marxistas de Asia, África y América Latina ávidos de «revolucionar» sus sociedades alzaban su bandera en el combate.
Y cuando la juventud de Estados Unidos y Europa occidental se sublevó contra el orden establecido denunciando la guerra de Vietnam, sus prejuicios raciales y su ortodoxia social, la mirada desafiante del Che se convirtió en el icono definitivo de su revuelta entusiasta, aunque en gran medida vana. Si el cuerpo del Che había desaparecido, su espíritu estaba vivo; estaba en ninguna parte y en todas.
¿Quién era ese hombre que a los treinta y seis años había abandonado a su esposa y cinco hijos, su ciudadanía honoraria, su puesto de ministro y grado de comandante en la Cuba revolucionaria con la esperanza de iniciar una «revolución continental»? ¿Qué había impulsado a este hijo de una familia aristocrática argentina, con título de médico, a tratar de cambiar el mundo?
Hacía tiempo que el autor de estas líneas intentaba desentrañar estos interrogantes. El Che empezó a interesarme a fines de la década de los ochenta, cuando realizaba investigaciones para un libro sobre las guerrillas de la era moderna. En campos de batalla de Birmania, El Salvador, el Sahara Occidental y aun del Afganistán musulmán descubrí que guerrilleros de todas clases veneraban al Che. Sus escritos sobre la guerra de guerrillas, pero más aún los principios revolucionarios que parecía encarnar —abnegación, honestidad y dedicación a la causa—, habían trascendido el tiempo y la ideología para formar e inspirar a nuevas generaciones de combatientes y soñadores.
Fascinado, busqué libros sobre el Che Guevara. Hallé pocos que no estuvieran agotados y ninguna biografía que se pudiera llamar perdurable; la mayoría eran hagiografías oficiales cubanas o brulotes igualmente tediosos escritos por sus adversarios ideológicos.
No tardé en comprender que la vida del Che estaba por escribirse porque en buena medida estaba oculta en el misterio. Las lagunas en su vida planteaban enigmas fascinantes, y me pareció evidente que si uno podía desentrañar los misterios de la vida del Che, también podría echar luz sobre ciertos aspectos clave —y escasamente conocidos— de la era de la guerra fría: el apoyo cubano a los movimientos guerrilleros y la generación de guerras por agentes tanto del Este como de Occidente en el Tercer Mundo.
Pensé que las respuestas a la mayoría de estas preguntas se encontrarían en Cuba, y viajé allá con la esperanza de hallarlas. Era 1992 y Cuba vivía una época de confusión porque la Unión Soviética, que había apadrinado a Fidel Castro durante treinta años, acababa de caer. Golpeado pero no humillado, de pie y firme en su isla caribeña, Castro aún se atrevía a levantar el estandarte socialista en momentos en que la nave del Estado parecía hundirse bajo sus pies.
Durante un segundo viaje, ese mismo año, conocí a la viuda del Che, Aleida March, quien me prometió su «cooperación» para escribir una biografía de su difunto esposo. Fue un golpe de suerte porque poco después, el apparatchik revolucionario que había «aprobado» mi permanencia y debía ser mi mentor oficial se descerrajó dos balazos en el pecho.
A principios de 1993 me instalé en La Habana con mi familia; la estancia duró tres años. Con ayuda de su viuda y con investigaciones adicionales en la Argentina, Paraguay, Bolivia, México, Rusia, Suecia, España y Estados Unidos traté de descubrir quién era el Che Guevara y qué había sucedido en su vida. Sobre todo traté de comprender al hombre detrás de la imagen pública mítica. Este libro es fruto de cinco años de trabajo.
Por curioso que parezca, el mito del Che sigue siendo tan poderoso que atrapa a la gente, genera polémicas y provoca tormentas políticas. Los detalles póstumos que me reveló el general Vargas Salinas actuaron como un catalizador para que se produjera un torrente de información inédita sobre la muerte del Che Guevara, pero también sobre su vida.
Acosado por la prensa, el presidente civil de Bolivia decretó que los militares debían buscar el cadáver del Che, así como los de dos docenas de camaradas suyos «desaparecidos» en las mismas circunstancias, hasta hallarlos y exhumarlos. El consiguiente espectáculo público de los exguerrilleros, soldados y peritos forenses que abrían pozos en las afueras de Vallegrande a la vista de multitudes de curiosos y de periodistas que merodeaban en busca de testimonios reabrió viejas heridas en el país y amenazó con sacar a la luz los detalles más escabrosos de antiguos secretos de Estado.
Las fuerzas armadas bolivianas cumplieron la orden presidencial, pero enfurecidas por la «traición» de Vargas Salinas, lo conminaron a cuidar la lengua. Fue a Vallegrande, dijo que no recordaba «exactamente» dónde estaba enterrado el Che y volvió a su casa, donde quedó bajo arresto domiciliario. Después realizó un viaje largo por el extranjero y desde entonces guardó absoluta reserva. La búsqueda en Vallegrande continuó, pero con extrema dificultad debido a la falta de referencias precisas. Sin embargo, tras varias semanas de excavaciones salieron a la luz cuatro cadáveres de guerrilleros, pero luego la pista se enfrió nuevamente.
Siguió la búsqueda, pero no fue hasta julio de 1997, tras dieciséis largos meses de pesquisas, cuando, dentro de una fosa común, los investigadores dieron con el objetivo principal de su búsqueda: el esqueleto de un hombre sin manos.