Según ciertos historiadores, Nariño no habría sido solamente el precursor de la revolución.
Texto extraído de Scielo. Autores: Isidro Vanegas Magali Carrillo
Durante casi un siglo, el papel de Antonio Nariño en la revolución neogranadina fue escasamente destacado. Aunque intelectuales como José María Vergara y Vergara y José Manuel Groot hicieron una apasionada vindicación de su desempeño en la ruptura revolucionaria, su contribución no fue aclamada por ninguno de los partidos políticos colombianos en la historia.
Los liberales no olvidaron la oposición de Nariño a la organización federativa de la nación, mientras que los conservadores no pudieron pasar por alto su desestabilizadora apelación al bajo pueblo, su dudoso catolicismo y su vínculo con las ideas revolucionarias francesas. Sólo a partir de la creación de la Academia Colombiana de Historia, y de la celebración del centenario, es que Nariño viene a ocupar en el panteón nacional el lugar eminente con que hoy sigue siendo distinguido.
Uno de los principales frutos de la historiografía patriótica forjada desde la Academia Colombiana de Historia fue, efectivamente, la elevación de Nariño al más alto escalón de los héroes. El multifacético personaje santafereño cuadraba bien con el imperativo de unificar la nación, pero su exaltación se hizo tergiversando el acontecimiento revolucionario en un aspecto esencial, pues el núcleo principal de los revolucionarios neogranadinos, quienes le habían dado a la revolución sus rasgos primordiales, fue despojado de su relevancia.
Aquella operación historiográfica bogotanizó la revolución, minimizó su carácter federalista y policéntrico y deploró su utopismo. El encumbramiento de Nariño, empero, fue construido con materiales intelectuales endebles. Muchos documentos relativos a su vida pública fueron compilados en textos de gran utilidad para los historiadores. Su función consistió, sin embargo, en adornar la estatua del prócer antes que en fundamentar verdaderos estudios académicos, pues la mayor parte de los textos sobre Nariño se caracterizan por sus graves déficits analíticos y documentales, que tienen mucho que ver con la manera como los historiadores se han acercado —reverentes— al personaje.
Buscan un símbolo para una nación que siempre habría existido y siempre habría tenido como destino su organización como república. En este artículo estudiaremos algunos momentos importantes de la vida pública de Nariño, que son también momentos claves de la revolución neogranadina. Hacemos, por lo tanto, un reexamen de ciertas ideas equívocas sobre quien fue exaltado por Indalecio Liévano Aguirre como el representante de “la democracia frente a la oligarquía”. En el primer acápite mostraremos las actividades de Nariño en las décadas finales del siglo xviii, poniendo en cuestión la pertinencia de seguir considerándolo el “precursor” de la revolución neogranadina.
En el segundo apartado haremos un rápido seguimiento a la intervención de Nariño en las etapas iniciales del acontecimiento revolucionario, tratando de captar su posición con respecto a los cambios en curso y su lugar con respecto a los líderes insurgentes. En el tercero, rastrearemos la actitud del presidente de Cundinamarca ante el ideal republicano y ante el proyecto independentista. Finalmente, haremos presente que Nariño merece el lugar distinguido que se le ha otorgado en la génesis de la nación colombiana, pero por razones diversas a las que comúnmente lo elevaron hasta allí.
Ubicado con cierta precisión en las coordenadas de su sociedad y de la conmoción revolucionaria, la figura de Nariño mantiene su brillo y la revolución recupera algo de la imprevisibilidad y profundidad que le han hecho perder a partir de las interpretaciones teleológicas.
Nariño o la revolución
Según ciertos historiadores, Nariño no habría sido solamente el precursor de la revolución. Para publicistas como Indalecio Liévano Aguirre, el santafereño, solo sintetizaría el acontecimiento en lo que éste tuvo de fecundo, lo cual expresa bien con su fórmula “Nariño o la Revolución”. En realidad, tuvo un papel menor en la etapa formativa del espíritu revolucionario neogranadino, viniendo a ser un actor importante de la escena política cuando ya el constitucionalismo y la vocación republicana habían arraigado entre los novadores de esta parte de la América española.
Como habíamos indicado, Nariño hizo gala de un lealismo que fue común a todos los neogranadinos durante la primera etapa del acontecimiento revolucionario. Pronto, sin embargo, comenzó a producirse el distanciamiento de los notables criollos con respecto al poder y la autoridad monárquica, y desde mediados de 1809 los hombres atentos a la situación vieron ésta saturada de peligros y esperanzas que abrían posibilidades hasta entonces insospechadas. En el virreinato neogranadino comenzaron a difundirse rumores sobre presuntas amenazas y traiciones, se empezó a pedir la creación de una junta provincial, y de forma masiva echó raíces el sentimiento de separación entre españoles europeos y españoles americanos.
Los temores de estos últimos, en el sentido de que la América española cayera en manos de los franceses, llevaron a algunos individuos en Santafé a idear diversas actividades subversivas que en primera instancia tenían por objeto salvaguardar los pilares de la monarquía: la patria, la religión y el rey. En medio de una situación caracterizada sobre todo por la incertidumbre, las autoridades fueron informadas de la pretensión de un grupo de sujetos de apoderarse de armas y caudales, así como de la persona del virrey, dentro de un plan para erigir una junta autónoma.
El principal agente de estas maquinaciones, carentes de un objetivo preciso, era el magistral de la catedral de Santafé de Bogotá, Andrés Rosillo; pero además de éste fueron arrestados el oidor de Quito Baltasar Miñano, los curas Juan Nepomuceno Azuero y Francisco Javier Serrano Gómez, así como el sobrino del magistral Rosillo, Juan José Monsalve. Nariño, que según los testimonios de los conspiradores aparece poco en la trama, también fue acusado, y el 30 de octubre de 1809 se ordenó su apresamiento, siendo poco después enviado a Cartagena.
En esta ocasión su encarcelamiento durará desde el 23 de noviembre de 1809, cuando es capturado, hasta el 20 de octubre de 1810, cuando llega la orden de Santafé para que regresara a esa ciudad. Se trata de un periodo decisivo de la revolución, pues las inquietudes por afirmar la pertenencia a la nación y a la monarquía españolas dan paso, precisamente en estos meses, a una vocación revolucionaria. Nariño estuvo fuera de juego no sólo durante el tiempo en que fueron creadas las juntas sino también cuando comenzó a abrirse paso la idea independentista y republicana, desde mediados de 1810.
Poco antes de recobrar su libertad, sin embargo, pudo mezclarse en la discusión acerca del establecimiento de un congreso general del reino, al cual la junta de la antigua capital virreinal había convocado el 29 de julio de dicho año. Las diversas provincias habían sido llamadas a participar en la reunión de un cuerpo de representantes que estaría compuesto de un diputado por cada una de las 22 provincias del reino y se congregaría temporalmente en Santafé, mientras se llamaba a una asamblea general de los cabildos. Diversas provincias acogieron el llamado, pero los cartageneros le hicieron fuertes reparos. En primer lugar, impugnaron el carácter temporal que tendría el congreso, alegando que así se duplicarían los gastos y se retrasaría la congregación de la “verdadera” representación del reino.
En segundo, rechazaron la asignación de un diputado por provincia, proponiendo en cambio la elección de representantes según la cantidad de población, en proporción de un diputado por cada 50 000 habitantes libres. Y en tercero, propusieron que en lugar de la antigua capital virreinal, la reunión se realizara en la ciudad de Antioquia o en la villa de Medellín, debido a que éstas eran puntos más equidistantes que facilitarían el viaje a todos los diputados. Ávido de intervenir en los acontecimientos aun estando preso, Nariño objetó la contrapropuesta de los cartageneros el mismo día en que éstos la publicaron, el 19 de septiembre de 1810.
Para dar vuelo a sus argumentos, comienza haciéndose preguntas cruciales acerca de la representación política en un régimen democrático, que en este momento, podemos inferirlo, se le presenta como la única alternativa a la monarquía borbónica. En la presente situación, afirma, aunque es claro que el pueblo reasume la soberanía, su ejercicio efectivo no puede recaer sino en los representantes que ese mismo pueblo nombre: justamente ahí comienzan los problemas sustanciales para los cuales es preciso elaborar una respuesta, y que sintetizan las alteraciones que está sufriendo el antiguo orden.
La dificultad, dice Nariño, radica en saber quién, cuándo, dónde y bajo qué fórmulas debe ser convocado el pueblo a elegir a sus representantes. En términos de la reflexión política actual, cómo resolver la aporía del pueblo como principio político y el pueblo como sujeto que ejerce la soberanía. Para él, el dilema entre convocar un congreso general y único o uno temporal es secundario, en la medida en que el pueblo todo no puede ser reunido para recoger su opinión, habiendo sido necesario, por lo tanto, lo hecho por las diferentes juntas, que fue, apropiarse temporalmente de la soberanía para poder iniciar un nuevo orden y luego restituirle esa soberanía al pueblo.
Lo más importante, cree, es darle organización y estabilidad al reino, por lo que considera un error el nombramiento de representantes según el número de habitantes. Nariño parece suponer que la representación abstracta, según la cantidad de población, como lo propone Cartagena, tiende a desarticular el cuerpo político, tema en el que dará un viraje cuando sea presidente de Cundinamarca, pues irá a impulsar la dislocación del antiguo orden político-administrativo, estimulando las adhesiones a su Estado de pueblos de otras jurisdicciones.
Pero a finales de 1810 el afán de estabilidad que lo hace defender la representación por provincias, lo hace defensor también de la provisionalidad del Congreso, pues cree que la propuesta de Cartagena, de un congreso que se tome el tiempo de nombrar representantes por número de habitantes, implicaría aplazar su reunión y por ende generaría anarquía. Nariño llama a actuar rápido y a variar poco el orden del virreinato para precaverse de los enemigos externos e internos. La propuesta de Cartagena finalmente no fue tomada en cuenta, y el cuerpo representativo neogranadino comenzó a reunirse en Santafé, eso sí con muchos sobresaltos, el 22 de diciembre de 1810. Nariño, mientras tanto, había vuelto a Santafé a comienzos de diciembre y fue nombrado como uno de los secretarios de dicho Congreso del reino. Como tal, se vio envuelto en las desavenencias, que no tardaron en desatarse, entre la junta santafereña y el Congreso, pues las dos entidades se consideraban soberanas y los límites de sus funciones y de su ámbito de autoridad no fueron esclarecidos.
Nariño se interesó en ayudar a armonizarla relación, sirviendo en un momento de portavoz a una propuesta del Congreso para que se le dejaran a éste los asuntos de paz y guerra, así como las contribuciones de las provincias en armas, soldados y dinero, mientras que las juntas provinciales se encargarían del gobierno de sus secciones en lo tocante a economía y justicia.