Bolívar conoce como nadie las rutinas de estos jugadores de ajedrez que llegan todos los días a trenzar sus partidas con la puntualidad
La historia al galope
Desde que llegó a todo galope en su inmortalidad de bronce, allá por 1963, cuando Pereira festejaba el centenario de su fundación, son muchas las cosas que este Bolívar ha visto pasar en la plaza que lleva su nombre.
Recuerda, por ejemplo, que en los tiempos en que la política todavía se hacía en las plazas y no en las pantallas del televisor y mucho menos en las redes sociales, los políticos liberales y conservadores del Frente Nacional pronunciaban interminables discursos salpicados de citas en latín, mientras grupos de pregoneros bien entrenados repetían a cada tanto las conocidas arengas:
“¡Que viva el Partido Conservador! ¡Que viva! ¡Que viva el Partido Liberal! ¡Que viva!”.
Por lo visto, nadie más tenía derecho a vivir. Los dirigentes de ambos partidos desataron la carnicería conocida con el nombre de La Violencia y cuando alcanzaron su cometido se sentaron a manteles en una playa valenciana, excluyendo a todos los demás y dejando de paso abierta la puerta para el surgimiento de otras guerras.
Según cuentan sus allegados, los hermanos Vásquez Castaño, nacidos en estas tierras, decidieron enrolarse en las filas del Ejército de Liberación Nacional luego de escuchar, desencantados, los discursos de Carlos Lleras Restrepo, Evaristo Sourdis, Misael Pastrana Borrero y Belisario Betancur Cuartas.
Por eso, según algunos trasnochadores, en noches de Luna llena este Bolívar memorioso recita sus propias palabras, repetidas tantas veces por los historiadores: “Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”. No importa si su auditorio se reduce a cuatro borrachos, dos travestis, tres putas y un jugador empedernido que acaba de perder los sueldos de los próximos dos meses en un casino de la octava regentado por coreanos.
En otras ocasiones la plaza se llenaba con las tumultuosas caravanas que celebraban los triunfos de Rubén Darío Gómez, “ El tigrillo”, uno de esos ciclistas heroicos que llegaban a la meta con la bicicleta al hombro y ganaban etapas luego de recorrer carreteras de espanto en las que tenían que esquivar huecos como cráteres y vadear quebradas salidas de madre.
“En esos tiempos nos daban permiso en el trabajo para que saliéramos a apoyar a nuestro ídolo y terminábamos borrachos de alegría… y de echarnos al buche botellas enteras de aguardiente”.
Dice Manuel Martínez, un jubilado de Confecciones Jarcano que de vez en cuento se sienta a pastorear recuerdos en una de esas bancas del Parque de Bolívar, olorosas a orines de vagabundos.
Escuela de Artes y Oficios
Pero no solo de Historia Patria se ocupa este jinete de bronce. A lo largo de más de medio siglo ha visto surgir y renovarse las mil y unas formas de la supervivencia y el milagro que los latinoamericanos llamamos rebusque.
Por lo menos durante tres décadas su vecindario fue ocupado por negociantes de relojes que brotaban como por encanto a eso de las diez de la mañana y se desvanecían en el aire tres horas después, luego de negociar aparatos de todos los precios y procedencias: desde un modesto Mentolín de tres mil pesos, hasta un genuino Ferrocarril de Antioquia avaluado en ciento veinte mil.
Claro que, de vez en cuando, lo genuino resultaba chiviado y se desataban batallas campales que obligaban a la intervención de la policía. Cuando las autoridades intensificaron sus controles, los negociantes emigraron hacia la peatonal de la dieciocho entre séptima y octava, aunque muchos de los viejos relojes de cuerda fueron remplazados por sortilegios digitales.
Cuando se fueron los antiguos relojeros, otros negociantes callejeros concitaron la atención del Bolívar de Arenas Betancourt. El aroma del café fresco ofrecido por las mujeres que llegan desde las tres de la madrugada con sus mecateaderos ambulantes fue suficiente para sacarlo de su letargo.
Tintos a quinientos pesos, pintaditos a setecientos, buñuelos a ochocientos, empanadas a novecientos y arepaehuevo a mil son más que un buen motivo para plantarle cara a la jornada.
Atraídos por esas tentaciones terrenales llegan taxistas, recolectores de basura, guachimanes, serenateros, enfermeras, recicladores, policías, meseros de tabernas y restaurantes, borrachitos extraviados, malandrines y toda suerte de madrugadores o de mariposas de la noche que buscan entre los destellos del alcohol el camino de regreso a casa.
A las siete de la mañana la cosa es a otro precio. Los rostros pálidos, vampirescos y los sacos raídos dan paso a mejillas recién afeitadas, labios delineados y trajes planchados hace media hora. Para satisfacer sus necesidades , aplacar sus temores y colmar sus anhelos, hacen su aparición los vendedores de fruta fresca para conservar la salud, los que ofrecen cartillas con el nuevo código de policía y los vendedores de esos artilugios para producir pompas de jabón que parecen una materialización de las ilusiones de infancia.
Jaque mate pereirano
James Espinosa conoce como nadie los secretos de las torres. Puede caminar a ciegas por sus pasillos y asomarse desde sus ventanales al tablero devastado por la astucia del contendor. Sabe cruzar sus puentes para cercar alfiles y acometer sin pudores la castidad de la reina. Solo le teme a una cosa en este mundo: a un contingente de peones bien alineados. Llegado a esa línea de combate el pulso se le agita y le hace perder la calma hasta llevarlo a la derrota.
Las partidas de ajedrez en la Plaza de Bolívar definen su estado de ánimo.
A partir de ese momento puede pasarse varios días sumido en una depresión de la que solo pueden sacarlo uno de esos triunfos cada vez más escasos del Deportivo Pereira o el caldo de pajarilla con cilantro preparado por su madre allá abajo, en el rancho del barrio La Esneda, sobre la orilla derecha del río Otún.
Bolívar conoce como nadie las rutinas de estos jugadores de ajedrez que llegan todos los días a trenzar sus partidas con la puntualidad de quien se sabe partícipe de un ritual que una parte de la ciudad espera.
Ha escudriñado durante años sus raptos de lucidez y sus momentos de confusión. Adivina las múltiples maneras de la soberbia y de la humildad. Sabe que el camino más fácil hacia la perdición consiste en creerse más inteligente de lo que se es. Cuando se cansa de frecuentar esos meandros de la condición humana vuelve la mirada hacia la Catedral de Nuestra Señora de la Pobreza, allí donde los parroquianos intentan resolver el viejo y conocido acertijo de su finitud.
Tocando a las puertas del cielo
Algunos llegan antes de la cinco y se toman todo el tiempo para disfrutar de un café caliente en el puesto de La mona, una de las mujeres que siempre están con su carrito y sus termos en la esquina de la calle veinte con carrera séptima, no importa si llueve o truena.
Otros disponen de un excedente de minutos y monedas para jugárselo a las cartas sentados en una de las bancas del parque. Unos cuantos, más ansiosos, dan vueltas y vueltas hasta que el viejo sacristán aparece renqueante con su manojo de llaves y su amabilidad experta en intermediaciones celestiales.
Agradecidos, los feligreses exhalan un suspiro de alivio y se apresuran con sus camándulas hasta el fondo de la iglesia catedral donde los espera un grupo de sacerdotes para rezar el rosario de la aurora.
Cuando el jinete memorioso los pierde de vista, se deja caer sobre los ijares de su caballo, como si no estuviera hecho de bronce. Después de todo, luego de perder tantas guerras y padecer más de un desengaño, hace mucho tiempo que se sabe habitante de un territorio ubicado más allá del bien y del mal.