Preferí atender a los sonidos que el viento habla, y me sorprendí encaprichada en el fluido diálogo. Su plática se me antojó plural, armónica, misteriosa y profunda.
Samaca
Llegamos a Samaca entrada la noche. Ingresamos por un camino lleno de arbustos. Hierba tirada en el suelo como de reciente poda, muy cerrado por la vegetación. Yo había oído la historia del lugar, de boca de Eduardo. Pero, mi cerebro no se figuraba lo que iba a encontrar. Arena y bosque, vegetación, agua, aldea, piedras, viento.
Se nos indicó donde dejar los carros y procedimos a bajarnos, palpando la naturaleza en medio de la oscuridad, antes de bajar nuestras pertenencias.
Saludamos. Debo decir que Alberto tiene en Samaca una población de trabajadores dedicados a las labores de producción, pero también, esta es una especie de comunidad afectiva guiada por él, que además de labrar la tierra se interesa en la música, la poesía, y otras actividades edificantes para ellos.
Llegamos al comedor principal -una construcción de barro, madera, piedra, y piso de tierra- en donde hay ubicados dos mesones con lavaplatos, una tabla de fina madera que hace las veces de mesa de comedor grande (unos veinte lugares), y otras mesas auxiliares, para ubicar en ellas las fuentes con la comida, vasos y platos; además de un mueble-biblioteca, con libros en donde se podían ver algunas de las ediciones dirigidas por Alberto. El cuarto está decorado con más frases y anotaciones (como en la casa de Huacachina). En un cartel muy visible decía: “Recuerda a donde va a parar la comida, gordito”. Y, en otro: “La gente buena siempre riega, y en su vida hay mucha flor”.
Los trabajadores del lugar procedieron a ubicarnos en las diferentes construcciones que componen el conjunto. En Samaca se encuentran varias villas, hechas de costillos por toda estructura, barro y piedra. Su arquitectura es sencilla, con esa simpleza que solo puede provenir de lo auténtico, y por eso mismo son muy armoniosas con el lugar. Todas las villas, incluido el comedor general y la cocina (una gran cocina, dispuesta con fogones industriales, mesones y todo lo requerido para atender masivamente), están hechas con materiales amigables, no sólo con el ambiente sino con el paisaje. Coloridas a tierra, predominan los grises -como queriendo evocar algunas de las tonalidades que toman las arenas del desierto. Y en cada una, además de tres o cuatro camas, se puede contar con un cuarto de baño.
Nuestros compañeros fueron ubicados en dos de ellas (a Samaca fueron dos norteamericanos –Paul y Chris-, dos brasileros –André y Michelle-, Elías, Eduardo, una amiga limeña de Eduardo y yo).
Por generosidad del anfitrión, pude alojarme en una villa “especial” junto con la amiga limeña de Eduardo.
Esta última construcción estaba ubicada en un lugar levemente alejado, siguiendo un camino rodeado de huarangos. Era una habitación con dos camas, un hermoso baño hecho en piedra, y una terraza.
Antes de comer, Eduardo me convidó con Elías a recorrer los alrededores. Tomamos uno de los caminos que bordean los cultivos y conducen directo a las arenas. Lo guiaba la añoranza de un lugar específico, visitado durante una estancia anterior.
Juntos, partimos rumbo a las arenas, apegados a una linterna para guiarnos en la oscuridad de la noche (en Samaca hay energía solar hasta las 9 pm., o algo más).
La noche era la más estrellada que ojos terrenos puedan ver. Poblada de múltiples ramales, cada uno de ellos agrupando las luces del cielo. Eduardo cerró la luz de la lámpara. Y caminamos así, en la confianza del sendero, del pie que tantea, que palpa el recorrido y se integra a él, haciéndose uno con la noche, el frío, el viento, y el pálido reflejo de los ojos de galaxia que a nadie miran.
El silencio favorecía la conversación que tiene lugar entre las diferentes corrientes de viento, hasta que nuestra excursión fue súbitamente interrumpida por el llamado lejano de una campanada.
Caminamos otro rato sin poder hallar el lugar que Eduardo buscaba. Entonces, decidimos regresar a esta, la que sería nuestra primera cena en Samaca.
Una sopa ancestral de quinua y verduras nos transmitió la sabiduría del lugar al brindarnos su abrazo caluroso. Y el afecto se transmitió de unos a otros, cuando empezamos a compartir el pan artesanal, recién salido del horno, que es servido en totumas cosidas con cuero, disecadas y tejidas por las manos de los artesanos locales.
La mesa en Samaca es una apología de la abundancia. Hay que recordar que, para llegar hasta la hacienda, es menester recorrer hora y media en auto por el más absoluto vacío. Visto así, el lugar cobra un sentido más profundo que el que se puede captar a simple vista. La vegetación, los cultivos y animales, se reciben al primer instante como en el milagroso maná con el que dios sustentó en tiempos remotos a la prole escogida. Pero, de ese momento inicial, pasan a transformarse, de manera conmovedora y poética, en la presencia del anfitrión ausente. Ni más ni menos que la ceremonia de la encarnación de Alberto.
El hecho es que, en este comedor, de bíblica apariencia, están siempre dispuestos para cada comida, un totumo con frutas de varias clases (bananos, mandarinas, naranjas, entre otras), productos de la tierra deshidratados, empacados delicadamente en frascos de vidrio (cebollitas, tomatillos y aceitunas), paltas (aguacates), miel de abejas (de los panales que hay dispuestos por el campo), jarabe de huarango (melao hecho de los frutos de este árbol, espeso y dulce, que no contiene azúcar), aceitunas a granel, y el aceite de olivas que procesado en el sitio, de sabor penetrante, entre otros productos para consumir abundantemente.
Nuestra primera cena fue, pues, una combinación de mundos y tradiciones. Estaban presentes: la harina de trigo y los olivos, ambos de procedencia mediterránea, y la quinua, los huarangos y el maíz, de origen americano. Las legumbres y verduras, la miel y los aceites, las frutas y las yerbas aromáticas. De una abundancia cuando menos asombrosa, plena de frescura y de delicada elaboración, la mesa de Samaca posee la virtud de lo auténtico y a la vez la riqueza de los cruces, de culturas y costumbres.
El desierto
Amanece en el desierto. La noche anterior habíamos dejado el cortinaje descorrido, para poder contemplar el espectáculo de las estrellas.
Desde el marco del ventanal descubierto, mi mirada recién amanecida se enfrentó a los fuertes contrastes de colores: celeste, crema, biche. Visto a través del prisma de estas capas, el horizonte se mostraba como el sueño de un pintor que, aunque ebrio, había pintado su cuadro con nítidos brochazos.
Dudé a la hora de incorporarme.
Respiré hondo.
Rápidamente, y esperando hacerlo antes de que mi compañera de habitación abriera los ojos, tomé la hidratación corporal obligada en la mañana. El agua vino a mostrarme cómo la lógica de lo absurdo se afirma en todo lo que hace relación al lugar en el que estábamos. Al dar el giro al registro que controla la salida del líquido, comenzó a deslizarse el agua, caliente como el sol que bendice a los visitantes de Samaca.
En el desayuno, el menú vino acompañado por el ritual del servicio. La frescura de los ingredientes y la sutileza de la comida preparada, al tiempo de la belleza básica de los adornos de la mesa, contrastaban con la vulgar voracidad de los visitantes. Devoradores, los comensales nos disponíamos a incorporar toda la energía contenida en los alimentos dorados, verdes, dulces o picantes, antes de enfrentarnos a las rudezas de las arenas.
El día comenzó con los preparativos de la caminata. Nuestros guías nos conducirían desierto adentro. El propósito era escalar hasta llegar a la cima de las colinas, desde donde se podía contemplar una buena vista de toda la hacienda.
Antes, Elías, Eduardo y yo, ascendimos al lugar que denominan guardianía. ¡Qué bello nombre para designar una actividad que contiene, en sí misma, la amenaza del Otro, enemigo o forajido! Guardianía está allí con un propósito, es el sitio para que los custodios puedan ejercer su labor de vigilancia con una vista panorámica. Ubicada a mayor altura, desde ella se contempla todo el conjunto: casas, cultivos, represas, río, central de energía solar, etc.
Los guardianes permanecen en compañía, pues comparten el área con el corral de las llamas. Esos dulces animales de las alturas peruanas, que envuelven a propios y extraños con su canto. Una especie de quejido tenue, mimoso, que proviene de sus exhalaciones, nos indujo a la más honda ternura, sobre todo en presencia de las crías. Atentas a cualquier movimiento, se revuelven nerviosas en su encierro. Tienen ojos grandes y amorosos, y su pelo es mullido, pródigo en beneficios para el hombre, al que acompañan como animal doméstico desde el tiempo de los incas.
Llegada la hora de partir hacia el desierto, Eduardo tomó la delantera para mostrarnos el camino. Dejamos las villas, y transitamos por la carpintería, los corrales de los patos, las huertas. Una vez en el sendero, atravesamos el lecho del río -seco en el verano-, la pequeña laguna donde se almacena el agua recogida durante las épocas de lluvia, la central de energía compuesta por multitud de paneles solares, alternando el recorrido entre matorrales y olivares.
Eduardo, con sus pasos de galgo entrenado en muchas carreras, nos dejó botados, espoloneado por la ambición de alcanzar unas pirámides que se ubican más allá de las primeras colinas.
En el ascenso, nos topamos con lo que ellos llaman “el cementerio”, espectáculo de la osamenta ofrecida directamente a la sal del aire y al fuego del cielo. Es el lugar donde fueron enterrados masivamente los indígenas, en el anhelo de la vecindad del mar. Tierra en cuya promesa salada se salvarían de la putrefacción. Y es que, en efecto, arropados por la aridez, los cuerpos se momifican. Según nos explicaron, toda la costa del Perú es un gran entierro.
Expuestos en el más impúdico descampado, abandonados por el descuido de la acción vandálica de los guaqueros, los miembros yacían serenos. Fémures, clavículas, costillares, cráneos con dientes y hasta con sendas melenas, estaban ahí, sin juzgar ni ser juzgados, resignados, pacientes en la infinitud del gigantesco reloj de arena.
Caminamos sobre ellos intentando esquivarlos. Y aunque por momentos nos fue imposible no pisarlos, no devolvieron contra nosotros quejido alguno, ni pudimos sentir su frío y su dolor.
La profanación de las tumbas es un acto doblemente bárbaro. La guaquería es epítome del saqueo histórico perpetrado por el hombre blanco. De él provino la imposición y el exterminio. Y a él regresa el producto del hurto de las tumbas de los exterminados. Son los señores de Lima quienes impulsan al guaquero, tras la ilusión de la segura compra de las piezas de cerámica, joyería, y textiles. Los tesoros dos veces hurtados, son reunidos en pródigos museos de su propiedad, que intentan explicar la maravilla fragmentada, dar unidad a los trozos por ellos mismos desperdigados.
Ante esta visión de la muerte, expuesta y desprovista de juicios, Elías vino a rescatarnos con sus relatos acerca de cómo los huesos jugaban también un papel importante en las ceremonias sagradas. Ellos eran tocados por los nativos de estas tierras, y la música que les salía, animaba el combate ritual.
En un momento determinado me quedé sola. Eduardo tomó pasó firme y veloz hacia las pirámides. Chris y Paul no se veían. Elías se marchó con los lugareños que nos hacían compañía, y se internó en las arenas. Mientras tanto, más atrás podía ver a André y a Michelle, abordando el ascenso de la colina, prisioneros de ese paso lento y coqueto que distingue a las leguas a la gente encariñada.
Detenida en la cima, el paisaje inquietante del desierto me golpeó, imponiéndome el silencio de la reflexión introspectiva. El desierto me mandaba sus mensajes, a través de las visiones exuberantes de sus arenas plenas de tonalidades ocres, grises y rosas, y de sus formas extraterrestres. Y, ahí, en silencio, se hicieron más patentes las conversaciones del viento.
Preferí atender a los sonidos que el viento habla, y me sorprendí encaprichada en el fluido diálogo. Su plática se me antojó plural, armónica, misteriosa y profunda.
Hay momentos en esa soledad en los que es requerido llamar al orden a la consciencia, para conjurar el riesgo inminente de dejarse ir, el deseo de arrojarnos completos en ese universo hecho de partículas pétreas, repetitivas e insondables.
Lo que sucede es que la vastedad del paisaje desértico, maestro espejo, nos devuelve a los propios relieves, a los valles y colinas interiores. Senderos en los que hasta los más avezados navegantes se han perdido para siempre.
Mejor suspirar e incorporarse para regresar. Y así lo hice, en compañía de los coquetos André y Michelle.
Exhaustos, arribamos a las villas, después de desandar lo andado.
En el salón de comer, recibimos como recompensa la dulzura de los cítricos, poseedores como son de la intensidad del fuego bajo el cual se dan a la vida.
Pasamos esas dulzuras con el té de muña. Infusión de mata autóctona que tiene propiedades calmantes, y que, al meditarlo de mejor manera, se revela como el vehículo que favorece el acoplamiento entre el sujeto y su entorno, que tienden a fundirse en presencia del arenal.
A la hora del almuerzo en Samaca, nuevamente el paladar se preparaba para percibir las maravillas de la abundancia.
Recibimos como ofrenda las fragancias del pato al horno. Una delicia típica que rivalizaría con cualquier preparación gourmet, derrotándola sin atenuantes.
A estas alturas, la felicidad me impedía concentrarme en lo que había sido mi realidad. Los hijos se me vinieron como presencias distantes, mi ciudad y mis preocupaciones cotidianas se convirtieron en pequeños puntos, y mi ser ya no se acordaba de alergias, temores o demonios. El desierto amenazaba con disolverme, convirtiéndome en un fluido pacífico y amoroso. ¡Ni más ni menos que en jarabe de huarango!
Es la tarde fuimos al museo. En su lugar sagrado, Alberto ha construido una especie de maloca, cerrada en todo el perímetro, y con pequeñas aperturas dispuestas en el contorno superior. Al ingresar a la construcción, el ambiente se refresca. En el interior se ofrece una exhibición de trozos de cerámica y textiles, huesos y fósiles.
La muestra que se observa en las diferentes mesas, elaboradas especialmente en Samaca con ese propósito, es el intento de reconstrucción que el propietario ha hecho de la realidad que lo constituye desde siempre. Un acto de sinceridad, que hace explícito el trayecto de las culturas prehispánicas, proponiendo reconstruirlas a partir de los trozos remanentes del saqueo al que fueron sometidas.
Lo que allí se muestra conduce a una doble reflexión, compuesto como está de los vestigios de una civilización, que se hace evidente en los pedazos sueltos de sus objetos. La propuesta implica no perder nunca de vista el asalto. La rapiña, dos veces cometida, a la que fueron sometidos los indígenas: en tiempos en que sus ojos se irritaban por el sol y las arenas, y, recientemente, cuando sus tumbas fueron saqueadas exponiendo nuevamente a la luz y al aire sus cuencas vacías.
El museo es más que un edificio un tanto excéntrico, o un capricho de un habitante preso de la melancolía propia de las dunas. Es una declaración, que consuma, con el debido exceso, la exuberancia prodigiosa de Samaca. ¿Qué más podría rematar a una hacienda, llena de vegetación y cultivos, animales e instalaciones de transformación artesanal deshidratadores o de tejidos, creada en medio del desierto? El museo, un recinto dispuesto para la memoria y el recuerdo, puesto en la mitad del lugar inhabitado por definición, es una provocación.
El poeta y filósofo de las arenas, ha dispuesto en medio de su oasis, lejos de todo y de todos, la construcción de una galería. Un recinto destinado a ser visitado por sus trabajadores, sus amigos, y a cuyas puertas arribarán también, puntuales y amistosas, las ventiscas que transportan cristales y partículas.
Terminada la visita al museo, el día remata nuevamente instalados en el comedor. Esta vez, para presenciar la representación de dos músicos. Son campesinos que han venido desde un lugar cercano. Son amigos y discípulos de Alberto. Han sido dignificados por él, y estimulados para ser cantores y poetas. Animan la velada con sus notas andinas. Algunas de sus canciones tienen letras adaptadas de poemas del mismo Alberto, a los que ellos han aportado acordes y compases. Otras nos hablan de los días que pasan como amantes de la tierra, y de los otros amores, esos por los que la respiración se entrecorta o se agita de cuando en cuando.
Terminada la presentación, los hombres se retiran. Como en cualquier hacienda colonial, se ubican aparte en una mesa de licores y anécdotas, carcajadas y picardías. Beben del “gallo blanco”, ese pisco que sabe a aguardiente refinado, cercano al tequila, pero más armónico y sereno.
Eduardo y yo, los miramos a la distancia. Elías orbita entre el aquí –con nosotros- y el allá de la reunión de varones.
En la mesa de los hombres la ingesta del licor aviva los colores e incrementa el tono de las palabras. Los cantantes se animan y cuentan historias del terruño. Michelle acompaña la mesa. Ha recibido dedicatorias y, en el auge de los tragos, uno de los cantores se arriesga a decirle que le recuerda al “amor de su vida”, de nombre Estefani. Lástima que en esa noche de piscos y picardías Michelle no pueda ser Estefani. Paul va y viene. Solo sonríe, al tiempo que vacia las botellas, primero una de vino, después otra de pisco. Eduardo se confunde sin detenerse mucho en ello.
He aprovechado el momento de ocupación general para dar una mirada a “El Ojo Interior”, publicación dirigida por Alberto. Reviso un artículo que habla sobre la forma de liberarse de la tiranía de los pensamientos. Me intereso. Es una especie de instrucción para inducir estados de meditación. Trato de incorporar lo leído, y ahí, en ese momento, empiezo a ponerlo en práctica. Me ejercito en el dominio de la corriente de mi mente.
La noche avanza y al día siguiente madrugamos, pues nos es obligado dejar Samaca. Obligado es la palabra precisa. A esta altura de la visita, ya estoy atada a ese lugar. Los días se esfumaron y fueron a esconderse para siempre en algún rincón del corral de las llamas. Comentamos que sería preciso volver para una estadía más prolongada. Fantaseamos sobre el hecho de cómo cambiaríamos si pudiéramos pasar una temporada larga en ese lugar: solo caminar, leer, meditar, hacerse uno con el entorno.
Es hora de dormir. La amiga limeña de Eduardo y yo, nos retiramos.
En la oscuridad de nuestra habitación, conversamos. Tema común no nos falta: todas las mujeres del mundo tenemos nuestro cuerpo tatuado de heridas afectivas que precisamos compartir.
Finalmente, nos entregamos al sueño. Pasé una noche inquieta, despertando cada tanto porque me había propuesto tener los ojos abiertos en el momento justo en que la noche fuera rota por las claridades del amanecer. Varias veces me incorporé para comprobar que aún era demasiado temprano. Volvía a dormir entonces, cada vez, hasta que por fin amaneció sin mí. Al abrir los ojos, la magia había sucedido en mi ausencia. –Tendré que regresar- fue el único pensamiento que pude articular como consuelo.
Rápidamente me incorporé e hice los ajustes finales al equipaje, de tal forma que después de calmar el ayuno todo se desarrollara de la manera más rápida posible.
El toque de la campana nos indicó que ya la mesa estaba dispuesta para nosotros.
Arribamos. Se nos obsequió con nuevas sorpresas. Un pez dorado sutilmente, y servido con guisantes y alcaparras, acompañado de rodajas de camote. Ese fue el plato que se dispuso para dejarnos por siempre presos de la añoranza de Samaca.
El Regreso
Abordamos los vehículos, no sin antes despedirnos muchas veces –como todo aquel viajero que no quiere abandonar el lugar que ha hecho suyo-.
Emprendimos el camino de regreso, ahora a plena luz del día, para poder observar no solo la distancia recorrida sino la magnitud del desierto detrás del cual se oculta la hacienda de Alberto.
En el camino iba practicando mis instrucciones de meditación, y llegué con éxito a separarme por breves períodos de mi pensamiento, observándolo ajeno a mí, sin juzgarlo ni detenerme en él. Una especie de calor recorrió mi cuerpo y pude consubstanciarme con el entorno, y sentir como de él se desprendía un profundo amor, un impulso que partía del lugar que denominan el chakra sacro para regarse, poderoso, hasta el plexo solar. Era esa una fuerza placentera y potente, que por momentos amenazaba con hacerme salir disparada del asiento. Una sensación de bienestar, que va ascendiendo, hasta generar una especie de calor alrededor del estómago.
Totalmente perpleja, interrumpí el proceso muchas veces. Se me hacía tan evidente lo que experimentaba, que temí alertar a mis compañeros, pues me figuraba como si algo en mi humanidad estuviera iridiscente.
No hubo tal. Miré a Eduardo de reojo e iba concentrado en sus propios pensamientos. Giré varias veces la cabeza para comprobar que André y Michelle dormían en el asiento de atrás.
Es algo que no me ha vuelto a suceder a pesar de que lo he intentado, o por lo menos no con igual fuerza.
El viaje de regreso continúo sin mayores contratiempos ni asuntos que comentar. Hicimos una parada en un restaurante típico, de aquellos que frecuentaban los viajantes de la segunda mitad del siglo pasado, y que todavía está en la memoria de quienes recorrieron estos caminos antes de la apertura de la vía Panamericana. El Piloto de Cañete, ubicado en municipio de igual nombre. En él, la comida era una nueva oración a los dioses de la abundancia.
Fuimos desandando lo andado, e intentando fijar en la memoria los paisajes, los referentes y los nombres de los lugares por los que íbamos pasando. En cercanías de Lima, se incrementa el número de condominios y hasta se puede ver un centro comercial, se llama el Bulevar Asia. Al haberse poblado el desierto con balnearios ricos a la orilla del mar, se han requerido este tipo de servicios. Un costado de la carretera vive al estilo “Miami”, mientras el otro costado está fuertemente invadido, a veces de manera ficticia. Por ello, es normal ver grandes extensiones del desierto ocupadas por pequeñas viviendas que nadie ocupa. De vez en cuando, un perro hambriento mueve la cola al encontrarse con alguno de los escasos habitantes. En otros, sin embargo, sí habitan comunidades. En su mayoría, son ellos quienes sirven en las casas de sus vecinos ricos. Según nos narró la amiga limeña de Eduardo, es común ver al personal de servicio en la playa, uniformado y calzado, mientras cuidan a los niños que, descuidados por sus padres, juegan en la arena; al tiempo que en los almacenes del Bulevar Asia se venden costosos productos, la gente asentada al otro lado de la carretera no tiene agua ni luz.
Así continuó el viaje. Transitamos en sentido inverso por la Panamericana con miras a alcanzar nuestro destino, el Aeropuerto Internacional del Callao, al que debíamos acudir para regresar los vehículos.
Ya en el aeropuerto, una vez entregados los carros en los patios de estacionamiento, nos acercamos al despacho del rent a car para verificar los saldos a cancelar. Mientras estábamos ocupados en esta tarea, al otro lado del pasillo, Michelle, en su precario español, nos anunciaba emocionada: “Es él, es él”. Como impulsados por una atracción desconocida, nos dirigimos todos en manada a verificar de qué se trataba.
Cruzamos un umbral y, para sorpresa general, nos topamos de frente con Alberto Benavides Ganoza. El ausente, evocado durante todo nuestro viaje, se había hecho presente. No había ido al Aeropuerto a buscarnos a nosotros, ni mucho menos. Estaba en él por razones estrictamente personales, y se sentía igualmente asombrado de vernos.
El encuentro fortuito no podía ser mejor epílogo para nuestra aventura. La razón detrás de la presencia de Alberto en ese lugar era tan increíble como todo lo que con él se relaciona: a sus 63 años, se encuentra a la espera del nacimiento de su quinto hijo, y su esposa, en forzoso reposo, no podía acudir a recibir a algún visitante llegado a Lima. Fue este, y no otro, el motivo por el que pudimos reunirnos con Alberto, justo cuando nosotros regresábamos con él pegado a nuestros cuerpos y mentes, con ocasión de lo vivido en su proverbial Samaca.
De esta manera, el filósofo y poeta tomó forma y cuerpo ante nuestros incrédulos ojos, anunciando risueño el milagro de la vida que siempre se renueva, y rematando con la luz de sus picardías otoñales todas las proezas del mundo de Samaca.
Fin.