Recorrido por Arcachon, un hermoso paraje francés, menos conocido internacionalmente que otros lugares turísticos y por lo tanto, más íntimo, más propio
Arcachon es el nombre de un poblado de unos 10 mil habitantes, totalmente desconocido para mÍ antes de arribar a la Nueva Aquitania. Menos popular y tal vez oculto detrás de nombres más difundidos en el extranjero, como Biarritz o Niza, esta pequeña ciudad es un destacado destino turístico que recibe mayoritariamente visitantes locales. Una frase repetida acude a mi mente cuando evoco la villa de Arcachon: “un pueblecito de película”, y de repente, recorriendo sus calles el pasado verano, tuve reiteradas evocaciones sobre la comedia romántica Nothing Hill. La actual villa, turística y sofisticada, aparece mencionada en la obra de François Mauriac. El escritor, que fue merecedor al premio Nobel por su obra en la cual relata con maestría la vida en Las Landas -zona francesa que rodea a la bahía de Arcachon y que constituyen el País de Buch, inscrito en el concepto de Pays tradicional cuya definición incluye territorios con características geográficas y culturas propias-, fue testigo del fenómeno de cambio acelerado experimentado por esta zona, que tornó su vocación mayoritariamente ostrícola a balneario de la aristocracia, gracias a su clima benigno que proporciona inviernos cálidos y veranos no muy calurosos. Además de las bondades del clima, a su modificación contribuyeron varios eventos: la conexión por vía férrea extendida desde Bordeaux; el desarrollo del Quartier d’hiver (barrio de invierno) por los hermanos Pereire (Émile e Isaac), industriales, banqueros y desarrolladores inmobiliarios nacidos bordoleses de ascendencia portuguesa, de ahí su apellido. Esos factores lo llevaron a convertirse tanto en refugio de la aristocracia europea abatida por la tuberculosis, como en lugar de veraneo del Emperador Napoléon III, en 1859, entre otros sucesos que cambiaron el destino de la población hasta convertirla en lo que es hoy, uno de los lugares vacacionales más frecuentados por los franceses. El actual Arcachon es denso. Aunque las vías centrales están bien conformadas y cuentan con andenes amplios, complementados más no interrumpidos en su circulación por las diferentes terrazas que son extensiones exteriores de los restaurantes, es tanta la afluencia de público en verano que toda una horda deambula desprevenida y jovial por la mitad de las calles. El mercado, recientemente renovado, es delicioso. Lo antecede una plaza en la cual los sábados por la noche se reúnen las gentes para hacer la fiesta. Allí, hasta medianoche, bailan, comen y cantan, al aire libre, estimulados por los vinos y las viandas disponibles en el lugar. El domingo muy temprano comienza el ajetreo, son los productores locales que vienen a ofrecer frutas, verduras, pescados, vestidos, entre otros, y que se acomodan en la misma plaza que vio sonreír y contorsionarse a los danzantes la noche anterior. El pueblo se encuentra repleto de almacenes. En ellos los artículos son lujosos y las vitrinas perfectamente dispuestas con arreglo a las últimas tendencias de la exhibición y la decoración. Todo llama la atención en ellos, desde las mercancías coloridas hasta la estética de sus ambientes, perfectamente cuidada. Sin embargo, tanto fasto, esta opulencia que vino con la novedad de haberse convertido en lugar de residencia de jubilados ricos y de ser destino favorito de quienes practican costosos deportes náuticos, o simplemente, su reputación de estancia tranquila y elegante tiene otro lado menos simpático. Los vendedores, empleados de los hoteles, comerciantes y dependientes, comparten con otras ciudades igualmente costosas y turísticas, como París, una hostilidad evidente. Una solicitud implícita obliga a demostrar una especie de agradecimiento por parte del visitante, algo contrario a otras ciudades y pueblos turísticos donde sus habitantes parecen sentirse reconocidos por la atención o escogencia de sus parajes por parte de los turistas. En las ciudades como Arcachon, el fenómeno se presenta al revés. Y, por tanto, hay que sentirse complacido si se halla un espacio en un restaurante para tomar el almuerzo, o si se dispone de una buena plaza de hotel. El pueblo es costoso y los comerciantes no se esfuerzan en la atención, tan seguros están de que sus productos serán consumidos que no necesitan mostrarse amables. “Una villa pretenciosa”, fueron las palabras con las cuales mi vecina de Bordeaux calificó a los pobladores y a su actitud, devenida sofisticada a partir de su mutación de antiguo asentamiento de pescadores a lugar preferido por las clases altas francesas y europeas. No obstante el refinamiento que puede percibirse, cuyo anverso son los altos precios, la villa se encuentra envuelta por un paseo peatonal, relativamente alejado del bullicio de los almacenes, y el cual permite su disfrute en un ambiente de serenidad. Pregunté a otra amiga mía, que habita en La Brède, ciudad cercana al Bordeaux Metropolitano, y de profesión urbanista, cuál era el nombre que aquí se le otorga a este tipo de infraestructura. Puede ser Promenade, me ha dicho, pero en el caso específico de Arcachon el nombre preciso es la Jetée. La Jetée, según su definición, puede cumplir varios objetivos: servir de embarcadero, proteger la zona costera de un cuerpo de agua (mar, río o lago), o, como en este caso, ofrecer un lugar de paseo y de descubrimiento a los turistas y caminantes. La Jetée de Arcachon es un camino rodeado por veredas sembradas de árboles y flores, con mobiliario urbano que permite el descanso intermitente durante su recorrido, pleno de gentes que practican deportes o simplemente caminan, disfrutando de las vistas y de la proyección hacia la infinitud de la mar. Para mí, el pasado verano, significó, además, la posibilidad de escapar a las poses estiradas de los mercaderes locales, del barullo de las calles y la presión ejercida sutilmente que obliga al consumo constante, y me permitió respirar la belleza del lugar de una manera más democrática, ejerciendo mi derecho de ciudadana a posarme en un lugar cualquiera y disfrutar del espacio público, sin verme sometida a incurrir en grandes gastos. A un costado del camino, entre el cielo y el mar, está la playa, amplia y de tonalidades amarillosas. Un poco más allá, las aguas, que no son propiedad de ninguno y que se entregan, brindándose a todos con generosidad, aunque las bajas temperaturas, aún en verano, restrinjan indirectamente su goce. En estas arenas se mezclan igualmente las gentes acomodadas con los jóvenes que, acompañados por sus compañeros, disfrutan de sus primeras temporadas vacacionales en autonomía, por fuera de la tutela de sus padres. Los primeros son generalmente mayores, algunos jubilados que apenas caminan arrastrando cierta dificultad. En el otro extremo está esta juventud vibrante que fuma copiosamente y bebe cervezas, mientras ríen y exhiben sus cuerpos esbeltos que se contorsionan jugando al bádminton al tiempo que aprovechan cada rayo de sol para afirman el color dorado en su piel. Entre estos dos extremos de la población que frecuenta la bahía, innumerables y variados perfiles de europeos, que se sienten atraídos por las múltiples bondades de este hermoso paraje francés, menos conocido internacionalmente que otros lugares turísticos y por lo tanto, más íntimo, más propio. Galería de Arcachon