Autorretratos en cuarentena

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Fotografías de Rodrigo Grajales |

“No es extraño que haya esperanza en fotografías que muestran la guerra” dice Pablo Montoya, o quizá uno de sus personajes, ya no lo recuerdo, en Los derrotados, un libro a ratos disfrazado de ensayo y a ratos de novela, pero que es más bien una confesión íntima de las frustraciones políticas y los fracasos de una generación. “La fotografía es ese arte que hace de la miseria y lo humilde, de lo decrépito y lo fofo, de lo escandaloso y vulgar, algo con ribetes bellos”.

La cita de Montoya viene a propósito de los retratos que está haciendo de sí mismo el fotógrafo Rodrigo Grajales en el confinamiento de su pequeña residencia campestre. Él, que por décadas no ha hecho más que posar su mirada sobre los otros, ahora la devuelve sobre sí, obligado a descifrar los gestos, las líneas y contornos de su propia existencia, obligado a contemplarse con detenimiento en ese espejo lleno de distorsiones que es el lente, empañado por el velo de la angustia y de los meses de encierro.

Rodrigo me explicó hace años que su manera de entender el arte del retrato consistía en tratar de capturar con un destello el alma del retratado.

¿Ha conseguido entonces cazarse a sí mismo, día a día, semana tras semana, con estas imágenes que insisten una y otra vez en su rostro desencajado, oculto, negado a contraluz? ¿Qué encuentra él con esas múltiples variaciones de gestos desconfigurados y perturbados, él que había perseguido paisajes y montañas y sabios indígenas de las cordilleras remotas, él que incluso se empeñó en negar el rostro de los otros para afirmarlo cuando retrató por la espalda a las viudas y víctimas de una masacre, o cuando fotografió hombres a contraluz que regresaban de la faena aniquilante en el corte de la caña?

Esa preferencia por la distorsión se contrapone con otra concepción de la fotografía que Pablo Montoya también exploró en La sed del ojo. Es la idea de que la foto puede y debe ser un sortilegio eficaz para las pasiones, para la belleza (consensuada o no, prohibida o no, arbitraria o aceptada), y en últimas, para el erotismo. “La belleza” afirma Montoya “a veces es mejor no tocarla”.

Grajales comenzó desde el primer día del confinamiento esta serie con la pretensión de llegar a ser algo más que una tipología. Busca retratar “lo fofo y lo decrépito”, como dice el escritor, “lo escandaloso y lo vulgar”, lo inmensamente frágil y poco trascendente que resulta la humanidad encerrada y aislada, imágenes que a la vez ocultan el vigor y la energía, el poderío de lo sublime y lo trascendente, aunque tratan siempre de un único tema: el encierro, esa realidad opresiva, repetitiva y monótona, esa condición que tiene a media humanidad enfrentada a la soledad, al silencio y la quietud. Al fin cada uno es prisionero de su propia existencia.

Y el chillido sordo, que está ahí pero no se oye, un grito mudo para definir toda la serie. A Rodrigo le cabe esa confesión que un hombre le hizo a la Nobel bielorrusa Svletana Alexiévich en medio de la catástrofe de Chernóbil: “¿Por qué me he hecho fotógrafo? Porque me faltaban palabras”.

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