Es verano en la ciudad de los osos, en donde el silencio se interrumpe solo por los rumores del agua. Es la época estival en Berna.
Lanzarse al río: ese parece ser el plan de los residentes en la ciudad Suiza de Berna.
Dividida por el caudal del Aar, establece comunicaciones entre sus orillas por copiosos viaductos que dejan ver en lo profundo las formas sinuosas del lecho.
En varios sectores es posible descender hasta sus aguas, y tenderse a recibir el beneficio de la temporada soleada, práctica a modo de medicina para lagartos humanos que, habiendo acumulado demasiado frío en su interior, se disponen a expulsarlo a fuerza de extenderse proyectando el semblante hacia el universo.
En este gesto de entrega, ya sea al agua o al sol, la ciudad también hace lo suyo.
Ella se expone, ofreciéndose armónica, con el rostro de sus fachadas proyectado a la corriente.
El Aar es de fuertes caudales. Las aguas se deslizan veloces y por ellas navegan los cuerpos, atados a pequeñas valijas plásticas de cierre hermético en las que, previamente, se han depositado las pertenencias.
Despojarse de las vestimentas hace parte de un ritual que se surte con rapidez y alegría. Es el requisito para dejarse llevar, flotando en la superficie y sumergiendo de vez en cuando la cabeza hasta alcanzar la sensación iniciática del bautismo.
Todo el ceremonial tiene sin duda un sentido religioso, que va más allá de un dogma particular, y más bien se remonta a la certeza primigenia: saberse parte y en relación con el otro en estado líquido, experiencia del feto en el útero materno, evocada a perpetuidad y perdida para siempre.
Solos o acompañados, el retorno al agua cumple diversas funciones: es una forma de limpieza espiritual y corporal. De contacto profundo con nuestra otra naturaleza, la del animal que necesita refrescarse; y es, también, un gesto cultural en relación con la diversión y el esparcimiento como formas de llenar el tiempo vacío.
Confiados en la fuerza de sus brazos y piernas, resbalan arrastrados por la masa de agua que fluye indiferente. O, se les ve descender en coloridos botes inflables, debajo de las anchas alas de sus sombreros, o resguardados por sombrillas pintorescas que aportan a todo el conjunto un aire que recuerda una famosa “soledad en compañía”: la pintura “Mujer con sombrilla” de Claude Monet.
Brisas similares inspiraron antaño a este y otros pintores, que se dejaron saturar por el espectáculo de la luz y plasmaron estas impresiones en sus dibujos. Aunque, tal vez hoy se habrían visto inhibidos por la banalidad del plástico, un detalle inevitable que nos devuelve al tiempo presente y guía las meditaciones en otras direcciones.
No obstante, la observación traza una continuidad entre las soledades de todos los tiempos: la de la emergencia de la individualidad en la modernidad, y ésta: menos romántica, contundente en la plenitud de su pragmatismo, altanera, desafiante, metálica, curtida a fuerza de la repetición sin tregua del exceso de individuación contemporáneo.
Ella es la frontera, invisible pero eficaz, que separa al uno del otro, rasgo acentuado en las sociedades europeas más “desarrolladas”, tributarias del aislamiento en simetría con las bondades de su sistema de convivencia.
Como atenuante a las aflicciones humanas, la transparencia del agua, comparable apenas con el encanto de todo el conglomerado: la exuberancia de los bosques que pueblan los taludes y el nutrido urbanismo que rodea las riveras del Aar.
En estos bordes es posible caminar hasta perderse en la espesura, correr, transitar en bicicleta, realizar improvisadas meriendas, o simplemente descansar apoyando el torso en la superficie ondeante de los pastizales.
Aquí, cerca al puente de Nydeggbrucke, la ciudad ha dispuesto los hábitats en los que conviven varios osos, especie que se considera ligada al nombre de la ciudad (Bär –oso en alemán).
Es posible verlos recorrer los bosquecillos y descender hasta las aguas a tomar un chapuzón. Un grueso vidrio, a modo de muralla, los separa de los transeúntes. Mirador permanente que, sin embargo, parece no perturbar su ensimismamiento, estado que solo se disipa al llamado del instinto en busca de la sombra que proyectan los arbustos, de la frescura del agua, o de la comida dispuesta por la mano del hombre.
A lo largo de todo el recorrido, construcciones de diferentes épocas se han instalado con sus ventanales exhibiéndose ante los raudales: una inspección atenta descubrirá escenas íntimas detrás de los cristales o en las terrazas, muy concurridas en verano.
Las márgenes se encuentran densamente pobladas, no obstante, las alturas de los edificios están controladas y se conservan bajas, de tal manera que todos quienes allí habitan están en posibilidad de echar a perder la mirada hacia el horizonte, siguiendo el ritmo y los accidentes del torrente.
En otro sector, las aguas están represadas, y en su caída cantan ruidosas. Un bloque acristalado parece desplegarse hacia la cascada artificial, permitiendo que los comensales disfruten de la rudeza de los chorros sin salpicarse siquiera.
Al fondo, las antiguas murallas que servían de defensa de la ciudad ante los ataques de invasores llegados por el río.
En este sector es imposible hacerse uno con la corriente, pues las zambullidas están prohibidas. Es, más bien, un lugar de contemplación, en donde pueden distinguirse solitarios que, dispuestos en una de las escalinatas que descienden hacia el cauce o tumbados en los extensos muelles, se dedican a la lectura o la meditación.
Al final del tramo, una especie de embarcadero: rampa en piedra que declina hasta perderse en la corriente. El día de nuestra visita solo encontramos allí animados bañistas que buscaban ingresar al afluente a través de esta hendidura.
El agua y sus misterios. Las ondulaciones del caudal que se extienden hasta la estructura serpenteante de la antigua villa medieval, y se hacen una sola con los rieles del tranvía que conduce por sus ramales a los berneses, cruzando permanentemente su arteria principal, el Aar.
Es verano en la ciudad de los osos, en donde el silencio se interrumpe solo por los rumores del agua. Es la época estival en Berna, y al caer la tarde el llamado del río nos hace navegantes improvisados. Hace calor, el sudor nos recorre mientras los adjetivos se desmayan y las palabras se estrechan en un hervir de pensamientos y sensaciones.
Quisiera describir con fidelidad toda la belleza que me llega en montonera: un golpe de placer que ha hecho oír a mis ojos y ha colmado de colores mis oídos.
Tal vez las fotos, me digo en busca de consuelo, ayuden a transmitir de manera más eficaz lo que Berna me ha entregado.
Si yo fuera bernesa, medito, estaría, como ellos, hecha de agua, y el Aar sería la mitad de mi universo.
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