Pasada una semana desde que se conoció la violación de una niña indígena de la comunidad Embera- katío en jurisdicción de Pueblo Rico, Risaralda, por parte de un grupo de soldados del ejército colombiano quedan, por ahora, varios elementos para la reflexión.
El primero: el despliegue mediático que rodeó la rápida captura y formulación de cargos contra los responsables no puede llevarnos a olvidar que en eso consisten las obligaciones del aparato de justicia en cualquier sociedad: investigar, juzgar y castigar el delito.
De modo que no hay lugar a felicitaciones aquí. Es al contrario: ojalá en todas las ocasiones las autoridades actuaran con semejante agilidad y diligencia.
En segundo término, se hizo visible otra vez el propósito de la derecha más dura de rodear a su institución insignia, el ejército, aun cuando se vea involucrada en las situaciones más atroces.
En esa medida, cometen un error quienes interpretan las declaraciones de la congresista María Fernanda Cabal como una muestra más de su torpeza. En realidad cada una de sus palabras expresa a cabalidad el sentir del sector de la sociedad colombiana que ella representa. En este caso el objetivo es la descalificación de las denuncias y la conversión de los victimarios en víctimas.
La tercera: una vez más se nos revelaron las dos caras de las redes sociales. De un lado, su importancia a la hora de denunciar con rapidez y oportunidad, de modo que el país y el mundo se enteraron a tiempo de los hechos, obligando a las autoridades- del presidente de la república para abajo- a intervenir de inmediato.
Pero también vimos la ligereza verbal, el insulto, la pobreza de argumentos, los prejuicios y las generalizaciones, que a menudo convierten la red en una bandada de cuervos digitales consagrados a sacarse los ojos.
El cuarto aspecto se relaciona con los riesgos de convertir a la víctima en un símbolo, en una bandera, despojándola así de sus rasgos esenciales: los de un frágil ser humano que apenas empieza a vivir y tendrá que acarrear con las cicatrices de esa herida por el resto de su vida.
La niña necesita de asistencia social, emocional y de acompañamiento clínico, lejos de la exacerbación mediática que, en su afán de vender, a menudo confunde la solidaridad con el morbo.
Y lo último, pero no menos importante: el mero hecho de sugerir- velado tras el lenguaje técnico y jurídico- que la niña pudo haber “consentido” en principio su propia violación, constituye en si mismo una segunda violación, tan grave como la física, que puede dejar abierto un boquete dirigido a facilitar la impunidad de los responsables.
De modo que juristas, personeros, defensores de derechos humanos, veedores, voceros de organizaciones sociales, líderes políticos y medios de comunicación tendremos que estar muy atentos a la evolución de este caso, no vaya a ser que con el paso del tiempo se constituya en otra muestra de nuestra infinita capacidad para la farsa y para conseguir que el espectáculo suplante a la justicia.
Perfecto el análisis, querido maestro, Gustavo Colorado.
Mil gracias por sus aportes a la sociedad.
Jaime Bedoya Medina
Muchas gracias a usted por el diálogo, apreciado don Jaime.
Un abrazo y hablamos.
Gustavo Colorado G