Milán, últimos días del verano del 2018: eres en mí reunión de lugares, impresiones del gusto y el oído, ojo exaltado que intentó infructuosamente procesar los estímulos que arribaron en tropel.
El Duomo se dejó recorrer en actitud dócil, permitiéndome palpar su piel exterior y ofreciéndome sus vistas maravillosas sobre la antigua villa. Multitud de esculturas y detalles, que transforman un espacio utilitario en obra artística: las cubiertas de La Catedral son una prolongación de la magnificencia de la construcción que, arrojada hacia Dios, es belleza dispuesta de manera piadosa y, a la vez, orgullosa muestra del poder creativo de lo humano. Su gran canal, llamado El Naviglio, por el que descendió el mármol destinado a construir La Catedral, también se deja transitar. No es una marcha elevada, como la de las cubiertas del Duomo, sino una caminata de orilla. Paseando por los márgenes de su cauce, hoy repletos de restaurantes y comercios, se aspiran las humedades que dejaron allí amantes de otros tiempos, y la mente se remonta hasta el siglo XII, momento en el cual los habitantes del antiguo burgo consideraron que, para ser ciudad, requerían de una conducción artificial de sus vertientes, que se abriera paso por el corazón mismo del territorio. En el ejercicio de activar la memoria me estruja, pidiendo salir de las profundidades del recuerdo, el pasaje comercial Galleria Vittorio Emanuele II, cuyo transcurso sirve de conexión entre la Plaza del Duomo y La Plaza de la Scala. Considerado el precursor de los centros comerciales cerrados, su estructura hecha de hierro y cristal sirvió de modelo a otras construcciones similares a lo largo y ancho de Europa Central, así en Bruselas o Budapest. Debajo de sus arcos acristalados, entre tiendas de moda y alta costura, se alternan cafés llenos de historia y tradición, y el visitante tropieza, en el núcleo mismo del espacio, con el famoso toro, sobre cuya figura plana y tatuada al piso mediante delicadas teselas, se posan permanentemente los forasteros girando alrededor de la imagen: se les ve constantemente dando tres vueltas, rotando sus pies sobre los testículos del animal, ceremonial obligado según las costumbres locales, conjuro que garantizará el pronto regreso. Extraña actividad que viene a unir a los desprevenidos humanos, turistas modernos, con sus antepasados más remotos; muestra de lo sublime y lo sagrado que puebla aún las representaciones humanas relativas a la imagen del toro. Il Castello Sforzesco, fuente y murallas, depositado a destiempo sobre el trazado moderno, desafiando con su presencia las lógicas arrasadoras de la urbanización contemporánea. Al igual que Las Columnas de San Lorenzo, que unían en épocas romanas la iglesia del mismo nombre con el camino de Ticinensis a Pavia. Tozudos los dos en su persistencia, retadores frente a los avatares de la existencia, son elocuentes en su muda presencia. En reunión apretada, nudo que apenas se descifra, así arriban hoy edificios y calles ¿Qué contenían? ¿Qué podía quedarse en mí de todos estos caminos, iglesias, plazas, canales, bulevares y comercios? Trato de hallar un sentido a la senda de mis pies sobre esta urbe, llena de riquezas desde los días viejos. ¿A qué sabe la tez de los italianos? Juguetea mi imaginación, si pudiendo probarlos hallaría en los meandros de sus pieles los sabores salados de la pasta contrastando con los agrios de la mozzarella y el pomodoro, en perfecta armonía con la aromática albahaca. Entender, a partir de las vitrinas, meticulosamente dispuestas en esta capital del diseño, qué trae de nuevo el mundo, y, sobre todo, qué puede éste en el mío, pobre universo provinciano de mujer del trópico. Intentar atrapar la blancura de las cubiertas del Duomo. Ser como sus esculturas, erigidas y proyectadas en estado de gracia hacia el Supremo Creador. Poder danzar con su misma ligereza. Permanecer siempre en guardia, vigilando la calma de los tejados más bajos alineados alrededor de las calles y plazas de la aldea antigua. Constatar, con la mirada fija en las honduras del cielo, que el mundo puede ser un lugar adorable y terrible. Desechar la idea de lanzarme hacia arriba, en dirección al orbe de Dios, y permanecer impávida, aferrada a mi posición de estatua. Ellas, que viven para contarnos de los que antes se dejaron arrastrar por el vértigo de las aguas y, heroicos, se detuvieron allí para fundar un asentamiento prodigioso, en el cual vivir sus vidas ordinarias y finitas. ¿Por qué no puedo ser efigie?, ¿o transmutarme en la virgen dorada que corona la agrupación en las alturas del Duomo, fiel a su condición de emblema de la fe, estática por los siglos de los siglos? ¿Estaré condenada a ser sustancia que muere, carne que se despedaza en minúsculas fracciones imperceptibles, movimiento lento pero continuo que va dejando surcos cada vez más hondos, y no mármol imperecedero, dispuesto para que los hombres puedan cantar sus glorias a Dios? Imaginarme en un balcón, dispuesto en una de las muchas edificaciones que rodean el Naviglio, en vigilante espera de un milanés que anuncia su regreso, y que, volviendo a mí en su embarcación rebosante del granito, fuese sin saberlo el portador de la carga pétrea que vendría a dar sentido a la idea de Milán, patria o terruño. Mientras tanto, paralizada en la paciente espera, aburrida e inclinada sobre la corriente, mantendría solo la atenta mirada en dirección al curso del caño; igual que esas construcciones de borde, que traen consigo todas las jornadas y que agotadas se entregan a la vigorosa zanja, inmutable en su perpetuo fluir. ¿De dónde proviene ese fuego humedecido, que asciende duradero, y que sirve de antesala a la antigua residencia de los Visconti, desde donde Gian Galeazzo ordenó la elevación del Duomo al tiempo que mandaba a encarcelar a su tío-suegro? En su interior, pasando por la plaza de armas, se llega a las habitaciones, separadas por los espesos muros, rocas apiladas que conforman el Castillo Sforzesco. Su nombre recuerda a Francisco I Sforza, aquel que lo reconstruyó en 1450 tras haber sido destruido por quienes derrotaron a los Visconti. Escenario de los odios y amores que forjaron, ayer y hoy, a esta capital y a tantas otras durante los siglos que cuentan en su haber siendo epicentros de la cultura occidental. Emplazamiento propicio para la expresión artística, que atesora entre sus colecciones las producciones de varios de los genios de la humanidad, entre ellos Leonardo Da Vinci. Fría edificación que hoy se alumbra apenas por la potencia de los chorros, fontana que así iluminada le confiere una apariencia benévola, enmascarando su condición de fuerza impuesta, de conjunto de piedras añejas que molieron con sus duros dientes las vicisitudes humanas, y que bebieron la sangre derramada tiñendo de rojo las paredes de su castillo. De pie, enfrente del torrente encendido, me pregunté por mi propio transcurso vital, en medio de tantos parajes cargados de historia y acontecimientos, ¿qué de mí se reconoció en estas empresas? ¿Fui tan solo una extraña, copada por el asombro en la presencia del majestuoso castillo o del fluido canal, o absorta en las proyecciones siderales del Duomo? ¿Por qué, mientras deseaba permanecer, me sentía dominada por un desasosiego irrefrenable que me impulsaba a partir rápidamente? ¿Qué has dejado en mí, Milano?, ¿Cuánta de tu fortaleza, hecha de tapias y pedruscos, se vino conmigo, como antes se impregnó de tu olor a canto humedecido el pellejo de otros peregrinos? ¿Volveré alguna vez?, ¿o será castigada mi impiedad, negativa radical a realizar la danza ritual sobre los genitales del toro, por temor a mancillar con mis pisadas la constelación colorida y simbólica que guarda los secretos requeridos para poseerte eternamente?