Demasiado humanos.

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De un tiempo para acá, en el tradicional día de disfraces, las mascotas han entrado al ruedo. Ropa, zapatos, aretes, calcetines y otros trebejos son parte de una parafernalia más cercana al circo que a   la natural y sencilla respuesta de los animales a  las características del entorno.


 

Caminando con su dueño por los pasillos del aeropuerto el  pobre perro se ve a gatas para  sostenerse sobre sus patas enfundadas en dos pares de  diminutas botas militares.

Como  complemento del atuendo  bélico luce   gorra, chaleco y pantalones cortos confeccionados  en tela de camuflaje. Su acompañante va  vestido de la misma manera, solo que sus pantalones son largos y camina sobre dos piernas.

Su condición de perteneciente a la especie homo sapiens  resulta clara. En cambio al pobre  perro uno ya no sabe dónde ubicarlo: si entre los caninos o los humanos.

 

 

Así  van las cosas. De un tiempo para acá, por  moda, soledad, desesperación, esnobismo o todas las anteriores,  millones de personas en el planeta decidieron considerar a los animales como sus iguales, sustrayéndolos de  paso a su condición natural.

De ese modo violentan  sus códigos particulares de comunicación, sus hábitos cotidianos y su dieta, confinándolos   a una suerte  de tierra de nadie. Si pudiéramos aplicarles  categorías humanas, diríamos que les han arrebatado su identidad de perros, gatos, aves o reptiles.

No exagero: hace poco vi por la calle a una adolescente acarreando  una boa constrictor ¡adornada con moños y sombrero!

 

 

Por norma, los  humanos somos proclives a hacer cosas absurdas. Es más: el absurdo nos define.

Pero  hasta eso tiene sus límites. Conozco a una  abogada aquejada por toda suerte de fobias. No contenta con eso, se las transmitió a su mascota,  hasta el extremo de convertirla en adicta a las pastillas tranquilizantes.

El animal es incapaz de  permanecer solo en la casa sin su buena dosis de   pepas verdes y amarillas.  El  Ativán o uno de sus derivados pasó a formar parte de su dosis particular.

Para redondear el cuadro una semana  atrás fui testigo de una imagen imposible: inspirándose tal vez en la Pantera rosa , la pelambre blanca de un par de perros  French Poodle fue  teñida de color rosado, sin ninguna consideración por las secuelas  que los químicos del tinte pudieran dejar en  el organismo del animal.

 

 

¡Se ven tan tiernos! Exclamaba, en los límites de la estupidez, la madre de la pequeña  propietaria de  la pareja.

A esta altura del camino no cabe duda: un French Poodle  rosado o un Labrador disfrazado de militar o de cualquiera otra cosa deben ser síntoma de  algo muy grave y, por desventura,  nada pasajero.

Decepcionados de sí mismos y desconfiados de sus congéneres legiones  enteras de mortales intentan  una desesperada mutación  cuyos códigos no resultan  del todo claros: a veces quieren parecerse a sus mascotas, en  otras pretenden que estas se parezcan a ellos.

Es  bueno aclarar algo: quiero, valoro y respeto a los animales. No hasta el punto de renunciar por ello a un buen lomo de res guarnecido con champiñones  y  hojas de laurel, pero los respeto.

 

 

Por eso mismo me resulta insoportable asistir a las múltiples vejaciones de que son objeto por parte de sus dueños: ropa, zapatos, aretes, calcetines y otros trebejos son parte de una parafernalia más cercana al circo que a   la natural y sencilla respuesta de los animales a  las características del entorno.

Curiosamente  esas mismas personas hablan de “Los derechos de los animales”, olvidando de paso que, hasta donde se sabe, estos carecen de conciencia, condición indispensable para ser sujeto de derechos.

 

 

Es más: montadas en la ola de la corrección  política, decidieron  suprimir   de su diccionario la palabra mascota, para sustituirla  por  el concepto de animal de compañía. No quiero ni imaginar cuál será el siguiente paso. Por lo pronto, a nombre del amor, seguirán perpetrando atrocidades como la de someter un gato a una dieta de vegetales.

Lo  juro: el   felino empezó a perder  los dientes,  el pelo y  las garras- es decir, dejó  de ser gato- ante la mirada autista de sus  dueños  vegetarianos.

 

 

Y son esos los mismos que encabezan marchas de protesta contra las corridas de toros, las cabalgatas  o la presencia de osos o tigres en los circos.

Por lo visto somos demasiado humanos para entender la dosis de irracionalidad  implícita  en el hecho de  vestir a una perra lanetas  como una de esas solteronas irredentas que abundan en las  historias de Jane Austin.

Contador de historias. Escritor y docente universitario.

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