Con motivo del llamado Día de la Pereranidad, les compartimos el presente texto, publicado originalmente el jueves 12 de octubre de 2017 en miblog-acido.blogspot.com.
La ciudad donde cada día reinvento mi vida tiene ese…“No sé qué”, como recita el polaco Goyeneche en la Balada para un loco.
Para empezar, nace en tierra fría, a orillas del río Otún, más arriba del corregimiento de La Florida y acaba allá en la hondonada, en las riberas del Consota, en planicies ardientes donde una vez se cultivó la caña de azúcar.
En ese recorrido uno encuentra todos los rostros: negros, mulatos, blancos, indígenas, gitanos, mestizos y hasta unos cuantos descendientes de peregrinos llegados desde Siria y Líbano cuando otras guerras los desterraron de sus paisajes de dunas y dátiles.
Pero sobre todo están las músicas. Hoy por ejemplo calcé mis zapatos de siete leguas y emprendí la caminata desde Libaré, ese paraíso de sedientos donde el Deportivo Pereira de épocas mejores libró y ganó batallas ante equipos de leyenda como el Millonarios de Pedernera y Di Stéfano o el Deportivo Cali de los peruanos.
Al llegar a una esquina del barrio Berlín tropecé con una panda de mecánicos y zapateros tangófilos que celebraban en mitad de la tarde los cien años de La cumparsita, la melodía del uruguayo Gerardo Matos Rodríguez a la que Enrique Maroni y Pascual Contursi le añadieron una letra que le ha dado miles de veces la vuelta al mundo en distintas versiones.
“Esa canción la han interpretado miles de cantores distintos en todos los idiomas de la tierra. Es la que más traducciones ha tenido”, sentencia Helmer, un setentón de piel cenicienta y nariz roja, mientras blande una llave de aflojar tuercas cuyo resplandor disuade a cualquiera que aliente la intención de refutarlo.
Y yo pensaba decirle que Yesterday, de The Beatles, le gana por una cabeza.
Como él, son decenas las personas que en este sector han hecho del tango una suerte de liturgia pagana, una misa criolla.
Para ello se reúnen en un bar llamado El Milongón, ubicado en la carrera diez con calle nueve. A esta hora de la tarde, con el aguardiente fluyendo a grifo abierto, la voz de trueno de Óscar Larroca nos recuerda, cual moderno Catón, “Que el hombre para ser hombre no debe ser batidor”.
Cada vez que la escucho se me agolpa en el pecho la imagen de mi hermana Amparo recitándola en voz baja y apurando va uno a saber qué amarga pócima de su historia personal.
Cuando al llegar la noche se encienden las primeras luces de viviendas y negocios la cosa es a otro precio.
Hemos llegado al barrio Cuba, o ciudadela, como le dicen ahora.
El clima aquí es el mismo del Valle del Cauca. Pura tierra caliente.
El barrio fue fundado- como tantos en Colombia- por desplazados de la violencia liberal conservadora. Su nombre fue tomado de una enorme hacienda panelera afincada durante años en la zona. Pronto fue ocupado por legiones de obreros que, haciéndose eco de la revolución cubana, no solo adoptaron las consignas de los combatientes sino que bautizaron a sus lugares de residencia con nombres como La Habana, La isla o Leningrado.
De aquí partieron cientos de muchachos en los años sesenta del siglo anterior. El destino era Nueva York, esa ciudad presentida en las películas y en las series de televisión que llegaban a Colombia con varios años de retraso.
Nueva York: dos palabras y una promesa de redención que a veces terminaba en desastre.
Sobre todo cuando a los chicos les daba por jugar a policías y bandidos.
Los que corrían con suerte regresaban luciendo nuevos peinados y vestidos como los guapos de las revistas.
Algunos traían dólares, edificaban una casa para los viejos y se compraban un Ford Mustang.
No pocas chicas caían rendidas a su paso.
Y todos volvían con música: vinilos de 78, 33 y 45 revoluciones por minuto. Algunos sectores de Nueva York eran un hervidero de ritmos caribes entre los que destellaba una palabra: Salsa, una tormenta de fuego hecha de vientos, congas, timbales y pianos.
Ritmos hechos a la medida para olvidarse de la dureza de la vida.
De jornadas de catorce horas diarias colgados de la fachada de un edificio.
O limpiando pisos en un bloque de Manhattan.
Larry Harlow, Eddie Palmieri, Richie Ray y Bobby Cruz los ayudaron a sobrevivir a esas cosas.
Por eso los convirtieron en parte del santoral y hoy les rinden culto en todas las esquinas de la Ciudadela Cuba.
Una fiesta eterna al aire libre. Ustedes ya entenderán por qué les digo que esta ciudad mía tiene ese “No sé qué”.
PDT : Les comparto enlaces a las bandas sonoras de esta entrada: