Dosquebradas era corregimiento de Santa Rosa de Cabal
Camino al trabajo
Al finalizar los años ochenta del siglo XX era posible ver una romería de mujeres subiendo a pie la cuesta de La Popa a eso de las cinco y treinta de la mañana.
Buena parte de ellas eran bonitas y jóvenes. En sus bolsos de mano llevaban portacomidas con el desayuno y el almuerzo: debían cumplir una jornada de trabajo que se extendía de seis de la mañana a dos de la tarde.
Su labor la desempeñaban en las decenas de fábricas de confecciones que a lo largo del tiempo se asentaron en lo que se llamó Zona Industrial de La Popa, dándole de paso a Dosquebradas el calificativo de “Municipio Industrial”.
Hasta que la apertura económica inundó el mercado de productos baratos y un porcentaje elevado de esas fábricas se vieron obligadas a cerrar, dejando en el desempleo a cientos de mujeres, muchas de ellas cabeza de familia.
Lucía Marín se contaba entre las nuevas desempleadas.
Sus padres habían sido expulsados por la violencia al finalizar la década de los cincuenta. Tenían una pequeña finca en Belén de Umbría y una noche de lluvia escaparon con lo que tenían puesto.
Como pudieron, construyeron un rancho de esterilla en lo que hoy es la urbanización Guaduales. Tocaron puertas hasta que se despellejaron los nudillos. Un día alguien les dijo que en Paños Omnes, una empresa recién fundada por franceses, necesitaban gente para trabajar en oficios varios.
Aleida, su madre se enroló como aprendiz en Paños Omnes en 1953, justo cuando el general Gustavo Rojas Pinilla se tomó el poder en Colombia, encabezando una Junta Militar que en principio despertó esperanzas entre la gente, para convertirse después en detonante de nuevos horrores.
Alejandrino, su padre, solo sabía manejar el machete y el hacha y se dedicó a podar jardines en las casas de las familias pudientes de Pereira.
“En Dosquebradas lo que se dice familias pudientes no había. La ciudad se fue poblando en desorden, a medida que llegaban familias de distintas regiones en busca de trabajo. Yo nací aquí en el año cincuenta y cinco. No había calles. Uno salía hacia la escuela y tenía que caminar en medio de un pantanero durante la temporada de lluvias. Si era verano la polvareda no dejaba respirar. Vivíamos rucios de polvo y enfermos de tos casi todo el tiempo”.
Lucía acaba de regresar de España, país al que viajó en 1997, luego de dos años de buscar trabajo en Pereira, Dosquebradas y Santa Rosa.
“Eso fue una situación muy dura, porque las fábricas cerraban y era mucha la gente que andaba en las mismas, tocando puertas en busca de una oportunidad, pero nada. Con dos hijos pequeños y sin marido tomé la decisión, animada por dos ex compañeras que ya se habían instalado en Gran Canaria, arreglando pisos y trabajando como cocineras en restaurantes. Los niños quedaron bajo el cuidado de mi hermana Edelmira y solo después de cinco años pude llevármelos. Todo anduvo bien hasta que hace diez años las cosas empezaron a volverse malucas en España.
El trabajo se volvió escaso, los salarios bajaron y los nativos comenzaron a mirar feo a los extranjeros. Con mis hijos ya mayores de edad y con su nacionalidad española no tenía que preocuparme: los dos, Julieth y Alberto, tomaron la decisión de quedarse, pues ya tenían sus trabajos y estaban estudiando. Así que aquí estoy, con mi casa propia y mi pequeña empresa de confecciones en la que fabrico camisetas para varios empresarios de Pereira y Cartago”
Muevan las industrias
En los comienzos fueron Comestibles La Rosa y Paños Omnes entre los extranjeros. Dosquebradas era corregimiento de Santa Rosa de Cabal y el municipio creó condiciones tributarias especiales para estimular la llegada de inversionistas.
Así fue como muchos emprendedores hicieron préstamos, compraron tierras y levantaron instalaciones que después dotarían con las máquinas necesarias para producir prendas de vestir.
Las primeras empresas llevaban la estela del apellido familiar a modo de marca: Naranjo, Velásquez, Botero, Cano.
Después, siguiendo la ruta del consumo, adoptaron marcas más a tono con los tiempos: Nicole, Florance y, años más tarde, Kosta Azul, que ya traía en su lema un tufillo de globalización: Elegance de París.
A medida que se multiplicaban las fábricas, el flujo de inmigrantes aumentaba. Con ellos empezaron a aparecer barrios bautizados con nombres como Otún, La Capilla, Puerto Nuevo, La Romelia, El Japón y San Fernando.
Eran barriadas obreras en las que el mestizaje se hacía sentir con su variedad de acentos, comidas, músicas y giros del lenguaje.
“Véndame una chuspa de parva y cinco de confites”, decían las señoras cuando hacían sus pedidos en las tiendas fundadas por los inmigrantes que no se enrolaron en las fábricas.
“Póngame otra vez ese disco El provinciano, de Olimpo Cárdenas”, clamaban los borrachos, arrasados por las nostalgias de sus pueblos de origen, cada vez que se acercaban a unos expendios de cerveza y aguardiente donde, además, vendían petróleo y carbón.
De lunes a sábado sus brazos movían las industrias que le dieron prestigio a Dosquebradas.
Los domingos en la tarde peregrinaban hacia el estadio Mora Mora, donde el Deportivo Pereira libró grandes batallas contra equipos de leyenda como Millonarios o Deportivo Cali.
Uno de esos fieles devotos del fútbol es Arcesio Quiceno. Ya anda por los ochenta y cinco años y padeció lo suyo durante el partido en el que Inglaterra eliminó a Colombia en los octavos de final del Mundial de Rusia.
Cambio de rol
“Nosotros fuimos corregimiento de Santa Rosa de Cabal hasta el año de 1972, cuando nos convertimos en municipio. En realidad ese fue más un asunto de los políticos que de los habitantes del pueblo. Nosotros andábamos más preocupados por resolver los problemas urgentes: los servicios públicos, la salud, la educación de los hijos, las vías. Aparte de eso, las oportunidades para la recreación eran casi nulas: ni estadio, ni parques, nada.
Durante años nos salvaron los paseos al lago de La Pradera, la visita de los circos y las corridas de toros en la Plaza de la Castellana. Muchos todavía recordamos las faenas de Paco Córdova, nuestro gran torero regional, o las presentaciones de los enanitos toreros que hacían el deleite de toda la familia. O al menos de los que teníamos con qué comprar la boleta.
“El problema es que Dosquebradas siguió creciendo sin organización a la vista. Convertirse en municipio no representó cambios importantes. Todavía hoy seguimos teniendo muchos problemas. Para comprobarlo, basta con recorrer la ruta que parte de Los Pinos, cruza la antigua estación del ferrocarril y pasa al otro lado de la vía a Manizales, donde encontrará barrios como La Mariana, Camilo Torres y Los Alpes.
Si continúa su recorrido acabará topándose con Frailes, El Japón y Santiago Londoño. Al igual que hace medio siglo son lugares habitados por personas que llegaron desplazadas por la violencia o en busca de un trabajo que no han encontrado. Por eso la mayoría vive en la informalidad, trabajando en la construcción o vendiendo aguacates en las calles”.
De la raza calé
Todavía en los años noventa del siglo XX era posible encontrar familias gitanas en el sector de La Pradera, en Dosquebradas. Siguiendo una herencia milenaria, las mujeres se dedicaban a adivinar la suerte y los hombres a la forja de metales y a la crianza de caballos. A veces, cuando se reunían a festejar días claves en la memoria del clan, era posible mecerse al ritmo de una lengua en la que fluían palabras como Alcandi, Alune, Ambró, Altacoya y Alqueru. Las mujeres se llamban Jovanka- una variante romaní de Juana, que quiere decir Yavé es misericordioso– Jofranka, Kavi, Dika y Luminitsa. Por su lado, los hombres se llamaban Gyula, Melalo o Cappi.
Dicen que los primeros gitanos fueron traídos a Cartago por Jorge Robledo en 1545. A Dosquebradas arribaron en los años cincuenta del siglo XX. Allí encontraron lotes baldíos para instalar sus tiendas. Unos cuantos sucumbieron a las tentaciones del sedentarismo y construyeron casas, pero al final no resistieron el tedio y volvieron a sus caminos de siglos. A la hora de partir dejaron un rastro de leyendas que incluyen desde seducciones a damitas de sociedad hasta rapto de niños.
Arcesio Quiceno prefiere conservar en la memoria la imagen de los matrimonios celebrados en el lago de La Pradera, cargados de un ritual donde la música de los violines convocando a la danza creaba un aura que todavía lo conmueve cuando los evoca en medio de algún insomnio. Eso y la devoción por el agua: como todos los pueblos nómadas, los gitanos buscan la orilla de un gran río o de un lago para asentarse. Lo demás llegará a su debido tiempo.
A Santa Rosa o al charco
A través de los años, todos hemos escuchado esa frase que acabó por resumir el espíritu de la osadía a la hora de las grandes determinaciones.
Pero, como sucede con buena parte de esas sentencias, su origen se pierde en los meandros de la memoria colectiva.
Por ejemplo, en la cultura popular española se les atribuye a los aragoneses una tozudez que los ha llevado a desafiar al mismísimo Dios. De uno de esos retos deriva la expresión “A Zaragoza o al charco”… aunque no existiera charco alguno en el camino a Zaragoza.
En el caso de Dosquebradas sí abundan los charcos. De hecho, la población está asentada sobre un entramado de quebradas y riachuelos que en los inviernos prolongados convierten las tierras en una laguna.
Cuentan los relatos de viajes que durante muchos años los viajeros y mercaderes que pretendían llegar desde Cartago a Santa Rosa de Cabal para tomar la ruta hacia Manizales y Antioquia debían elegir entre dos opciones: aventurarse en la Serranía del Nudo, con riesgo de afrontar deslizamientos de tierra o adentrarse con sus bestias por pantanos donde corrían el peligro de atascarse.
Dicen que los aventureros se santiguaban, se encomendaban a todas las legiones celestiales y pronunciaban el conjuro que acabó por volverse célebre:
“¡A Santa rosa o al charco”!
Entre los primeros colonizadores de este territorio se menciona a Fermín López, quien habría arribado en 1804, seducido por la promesa de tierras baldías y fértiles ubicadas al final de la cuesta que conducía hacia Cartago. Al menos se sabe de su muerte, acaecida en 1840 en un pequeño caserío ubicado en lo hoy es el sector de La Capilla, en Dosquebradas.
Más tarde se registra la llegada de Isaías Colorado Londoño, Bernardo López Pérez, Lilian Palacio de Alzate, Félix Montoya, Antonio Holguín, Eloy Zapata, Colombia López de Holguín, Lino Pastor López, Narcés Ortiz, Jorge Sanín Salazar y Nardo José Castaño.
En ellos se juntaron los caminos de quienes un día partieron de Antioquia y el Estado Soberano del Cauca en busca de fortuna o escapando de las guerras civiles que precedieron o sucedieron las pugnas por la independencia.
Hoy, las tierras que rodean a Dosquebradas son transitadas por jóvenes ambientalistas y por mochileros llegados de tierras remotas a conocer de primera mano los mensajes marcados en las piedras cercanas al río Otún por los indígenas Quimbaya que habitaron la zona.
Esos pueblos habrían enterrado a la legendaria princesa Yanuba en el sector bautizado con el nombre de La Badea, que durante muchos años fue centro de oración para los feligreses católicos durante la temporada de Semana Santa.
Siguiendo el camino de La Badea, al cruzar el puente sobre el río Otún se alcanza la calle diecinueve de Pereira o Calle de la Fundación, que conectaba a los viajeros con el rio Consota, en cuyas cercanías se encontraba el Salado de Consotá, centro de grandes operaciones comerciales durante los tiempos de la conquista y la colonia.
De allí conectaba con el Camino del Quindío, lo que hizo de Dosquebradas un importante eslabón en las rutas de poblamiento de estos territorios.
En su condición de eslabón, el municipio fue desde sus comienzos un cruce de caminos en el que los rieles del ferrocarril y el puente Mosquera, ubicado a la altura de los barrios San Judas y El Balso constituyeron el punto de intercambio de bienes y personas entre las zonas más dinámicas del centro del país.
Por esas rutas llegaron las industrias que durante medio siglo fueron la impronta de la localidad.
Y de esos lugares partieron los emigrantes que se jugaron la carta de la vieja Europa cuando las cosas se pusieron difíciles.
“¡A España o al charco!” dicen que exclamaron algunos cuando se disponían a abordar el avión.