Para los creyentes, el monumento a Cristo Rey rodea todos esos pueblos con sus brazos. Su mano derecha señala al sol naciente mientras la izquierda muestra el poniente.
Cuando uno llega al escalón 163 y se asoma a la ventana, el mundo se despliega en verdes: los de las plantaciones de caña en el valle del río Risaralda. Los de los cafetales florecidos en Balboa. Los de las plataneras en Santuario. Y los casi azules de las estribaciones de la Cordillera 0ccidental, allá al fondo.
Hace más de medio siglo la sangre corrió montaña abajo. Miles de personas fueron despedazadas a machetazo limpio durante los días de la violencia entre liberales y conservadores.
Familias enteras se descolgaron por las laderas buscando ponerse a salvo de la barbarie que las había dejado sin tierras.
Cuando todavía no se había levantado el Cristo, la gente se paraba en El Alto del Oso a ver arder los ranchos en las veredas de enfrente.
¡Dios mío! ¿Cuándo le pondrás fin a esta tragedia? Clamaban al cielo los hombres, las mujeres y los niños.
Los hijos de Belalcázar, Caldas, fueron testigos de ese desangrarse a cuenta gotas.
Cada vez que entraban a misa sentían que su vida era un péndulo oscilando siempre entre la fe y la sangre.
Entonces buscaron al sacerdote Antonio José Valencia. El mismo que repartió su vida entre los oficios religiosos, el servicio a los pobres y una pasión demencial por el Deportivo Pereira, ese equipo de fútbol hecho de penas y olvidos.
Era el año de 1948. Y aunque los gérmenes de la violencia se remontaban a comienzos del siglo XX, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán había elevado hasta lo intolerable las cotas del odio y la venganza.
Azuzada por los dirigentes políticos la gente seguía matándose en esquinas y veredas al grito de ¡Viva el Partido Liberal! O ¡Viva el Partido Conservador!
Esas proclamas eran algo así como el santo y seña de la muerte.
El padre Valencia recogió el clamor de sus feligreses y recordó que desde el comienzo de los siglos la gente fija sus esperanzas en el lomo de las piedras.
Es su manera de conjurar el horror.
Con el mismo fervor y dedicación que dos décadas después le consagraría a la construcción de la Villa Olímpica en Pereira, el sacerdote lideró la construcción del monumento a Cristo Rey allí mismo, en la cumbre de El Alto del Oso.
La sangre y la fe de Cristo le darán firmeza al monumento y llenarán de fortaleza y sabiduría a los hijos de esta región, le anunció a su grey durante una homilía dominical.
Y todos se dieron a la tarea. En un terreno donado por la familia Ángel Arango el arquitecto Libardo González, el ingeniero Alfonso Hurtado Sarria y el maestro de obra Francisco Hernández Jaramillo lideraron la construcción, con el acompañamiento del pueblo entero y el empuje del sacerdote Valencia, que buscaba recursos aquí y allá.
Así se hacían las cosas en esos tiempos. Una colecta, un bazar, unas empanadas bailables, una donación y la esperanza empezaba a cobrar altura.
Fueron seis años de trabajos al sol y al agua, de domingo a domingo.
Uno a uno, despellejándose las manos, plantaron los 163 escalones de su fe. Desde esa altura, los visitantes pueden contemplar hoy los nevados de El Ruíz, El Cisne y Santa Isabel. A uno y otro lado del cerro se ven correr las aguas de los ríos Cauca y Risaralda. Si la noche está despejada se ven titilar las luces de La Virginia, Viterbo, Santuario, Balboa, Anserma, Cartago, El Águila y Ansermanuevo, esas poblaciones tantas veces sitiadas por el miedo.
Para los creyentes, el monumento a Cristo Rey rodea todos esos pueblos con sus brazos. Su mano derecha señala al sol naciente mientras la izquierda muestra el poniente. Esos ciclos que enmarcan la vida y la muerte de todos los días.
Los más escépticos prefieren centrarse en los 45.5 metros de altura del monumento, incluido el pedestal.
Es el Cristo más alto del mundo, dice un fotógrafo publicitario que ha subido hasta aquí para tomar imágenes del valle del Risaralda.
Vivimos en el balcón más bello de Colombia, recita una señora, desbordada por su amor a esta tierra que hace medio siglo estuvo sitiada por las muchas formas del pavor.
Ensimismado en su recinto de piedra, el Cristo de Belalcázar los siente bajar los 163 escalones y a lo mejor piensa que ha valido la pena plantarse aquí durante casi sesenta años.
Al fin y al cabo, la vida parece haber ganado por ahora la partida frente a los poderes de la muerte.