El parapente, entre la tierra y la brisa: mil formas de ampliar el infinito

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Flotar, dejarse llevar, sentir el viento que golpea fuerte en el rostro, y traspasa los límites de lo corpóreo para llegar a liberar algo en el interior, algo atado, un peso que se eleva, como yo, desde el suelo firme de las certezas, apenas una apariencia, hacia la infinidad del aire, invisible y cálido, fluido que me envuelve y me abraza para decirme: abandónate a mí, suéltate en mí.

El piloto que iba a volar conmigo en su parapente, aquel medio día del pasado enero, se veía experimentado. Tal vez por eso consideré que con él sí sería capaz de lanzarme al vacío que se presentaba a mis pies, majestuoso y amenazante a la vez.

Estamos hablando de mi posición antes de la partida, en una pequeña meseta ubicada en lo alto de las montañas que rodean cañón del Chicamocha, en Santander.

Abajo, apenas insinuado, en lo profundo del valle abierto a fuerza de tiempo sin pausas, de rocas que se estrellan desde siempre haciendo espacio al agua que corre indiferente, el río Suárez.

Me había dicho, y a mis compañeros de viaje: no voy a hacer el parapente, ese tipo de experiencias no son para mí.

Y luego, de pie en lo alto de la colina, viendo serpentear graciosamente los paracaídas de los otros, que se atrevieron antes que yo. Coquetear con la idea, como unas cosquillas que inician y van en aumento en búsqueda de la explosión hecha de carcajadas.

Mirar enajenada el poder de aquellos movimientos, sutiles, gráciles, y pensar, tal vez podría hacerlo.

¿Podré hacerlo?

Apegada a mi racionalidad, que es el otro costado de una buena carga de temores y prejuicios, observaba lo que iba sucediendo con mis compañeros de aventura.

Tres de ellos se habían lanzado ya, la otra mujer del grupo con resultados inquietantes. Arriba, al tiempo que se desarrollaba su vuelo, presa del pánico se había hiperventilado, y descendió en medio de su angustia y de la del piloto, con las extremidades paralizadas y sin poder casi sostener su cabeza. A su llegada me acerqué a ella, cariñosa, y en la seguridad de la tierra firme de la que yo me hallaba imbuida empecé a hablarle, despacio, a respirar con ella, a decirle, ya estás aquí, ya no vuelas, tienes que ir aspirando de manera cada vez más pausada, regular.

Después nos narraría cómo, desde esa especie de ausencia indiferente que precede a la pérdida total de la conciencia, oía mi voz, y mis palabras, y la manera en que había concentrado todos sus esfuerzos en seguir mis indicaciones, intentando recuperarse, reincorporarse a la continuidad de la respiración sosegada, y, por fin, lanzar definitivamente al cañón del río Suárez todo el vértigo de la vivencia que había acabado de pasar.

Entretanto sostenía sus piernas y le hablaba, rondaba en mí una idea persistente: ¿lo haré? ¿tendré el valor de precipitarme sin sentido y confiar en los otros diferentes, en el piloto y su pericia, en las fuerzas ciegas de la naturaleza?

Descendieron también los demás compañeros. Sus experiencias fueron diferentes. Para uno de ellos el vuelo se desarrolló en total normalidad, en la placidez de lo nuevo, levemente inquietante, en extremo excitante.  Para el otro, la acrobacia vino con una sensación de mareo y ganas de vomitar, algo normal en estos casos. Sin embargo, tampoco se trató para él de una situación límite ni creyó morir, como sí lo consideró, en el delirio de su episodio de vértigo extremo y pérdida parcial de la conciencia, nuestra compañera.

Permitirme el elevamiento, confiar, soltarlo todo. 

Ya estábamos listos, partir parecía lo evidente pues para todos estaba muy claro de antemano que yo no iba a hacerlo.

Entonces, detenerme, acercarme en el último momento al piloto, y preguntarle: ¿lo harías conmigo?

Recibir su mirada incrédula, y luego ese abrirse en la certeza de su ser de hombre curtido por muchos ventarrones, y escucharlo decir, claro que sí.

Recoger el paracaídas que ya estaba a punto de ser guardado por ese día. Volver a dar instrucciones, decir a todos, ella va a hacerlo conmigo.

Conmigo, claro, con el que más sabe, el más seguro, el que puede llevarte sin que halles lugar a la duda: el tipo de confianza masculina que me haría arrojarme, como aquel mediodía, hacia cualquier precipicio.

Y entonces, recibir las instrucciones, un poco en la falta de entendimiento a que nos lleva la adrenalina que sube sin parar, las palpitaciones que comienzan, y decirme: no puedes consentir que el miedo te acapare, tienes que controlar la respiración, llenarte de un sentimiento de tranquilidad, decirte que nada importa, que la vida es efímera, y que no hay por qué morir en cada momento, aunque en cada instante ciertamente nos estemos jugando la vida.

Lo demás fue confusión de unos pocos segundos que pasaron veloces, mientras permites que los otros hagan contigo lo indicado. Vestir el arnés, intentar correr, y preguntar, de manera un poco tonta: ¿ya volamos?

El caso es que era tal la intensidad del viento en aquel mediodía pleno de sol, que el parapente se elevó apenas se hubo abierto, y así, de repente, sin vernos precipitados hacia el vacío, más bien fuimos arrojados hacia arriba con fuerza.

Lanzados al espacio indefinido del soplo cálido que nos sostenía y empezaba a recrearse con nosotros en los juegos del viento, nos vimos envueltos en las travesuras de los dioses, que permiten a estas fuerzas del universo expresarse hasta los límites del placer, a su antojo, en lugares escogidos de la tierra, el Chicamocha uno de ellos.

¿Qué decir, qué combinación de palabras usar que puedan describir la ampliación del infinito, la sensación de poder absoluto de dejar de ser tierra y convertirme en brisa?

Detrás de mí, que me desplazaba ligera sobre mi silla atada al paraguas aeronáutico, el piloto, en el control de todas las situaciones, maniobrando hábil, certero, inmutable.

Y yo, un águila, un cóndor de los andes, una diosa del inagotable espacio abierto proyectado hacia el cielo.

Sí, por unos veinte minutos me sentí una divinidad de las corrientes tropicales, y qué gozo nos inunda cuando arribamos a ser efímeras deidades.

Luego, la cantidad de aire caliente era tal que fue difícil descender, aunque gracias a la habilidad del piloto pudimos aterrizar finalmente sin problemas.

Volver a la superficie sólida, un poco mareada, pero en la certeza de que no hay límites más que aquellos impuestos por nuestra voz interior, plena de contenciones y recelos, muchos de ellos agregados allí por otros, pero solidificados en nuestra propia cobardía.

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