El Taller del Papel en Barichara: tejidos con la técnica del buen amor

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Cuando uno entra al patio del Taller del Papel en Barichara, Santander, no tarda en notar que no existe una solución de continuidad entre las ramas abiertas al sol, en su actitud de lagarto prehistórico que busca calentar un poco su sangre gélida, los folios suspendidos para que el viento los purifique de sus húmedos recuerdos, y los objetos ya elaborados que allí se ofrecen para la venta.

Sucede en el taller que está bajo la tutela de la Fundación San Lorenzo, en el cual mujeres capacitadas en las técnicas del procesamiento de pulpas de plantas propias de entornos semidesérticos como los de la región, producen tendidos de papel, y en uso del género así obtenido crean diversas aplicaciones: joyas, elementos decorativos, y artículos  de  variada utilidad.

Al visitar el lugar pude percatarme de esa cierta línea trazada entre las plantas expuestas a la incandescencia, cuyas radiaciones atesoran una suerte de dulzura en el interior de su follaje, y las mujeres, ataviadas con sus delantales blancos, que sacuden las fibras cocinadas para quitarles el exceso de agua, las extienden, las enjuagan o las prensan, como si de lavanderas de ropa a la orilla de un río se tratara.

Sus manos, hechas también de filamentos, se prolongan sobre todo el proceso. Igual sucede con sus melenas que, aunque atadas para no perturbar la diaria jornada, pertenecen al mismo compendio de hebras que pueblan la naturaleza desde algún momento primordial.

Una vez retirados otros componentes de las plantas, mojadas de cocción en las pailas de cobre, los hilos emergen sueltos. Entonces ellas los tejen, con la misma aplicación a la que apelan cuando de trenzar sus propias cabelleras se trata, y, así enlazados, penden a plena luz para que el aire seco de esta región árida les vaya lamiendo las gotas que les restan, hasta dejarlos exhaustos. En estado de deshidratación, están prestos a ser llevados a la máquina que a fuerza de comprimirlos los convertirá en láminas delgadas, acusando la presión justa del buen amor: ni vigor en exceso, ni suavidad en demasía.

Me gusta volver a ver estos manojos a través de la memoria;  siento que me llegan como los rabitos de las ovejas que perdió Pastorcita y que luego halló, sorpresa y grito aparejados, pendiendo de un viejo castaño. Entonces, ciertos vapores me invaden, ecos melancólicos que me hablan con antiguas metáforas.

Recordar las manos de las mujeres de aquel día me produce placer; recrear mentalmente cómo lavaban, golpeaban, prensaban, tejían, plegaban, desdoblaban, señalaban, explicaban, organizaban, disponían, apilaban, amasaban, colgaban y retiraban las fibras haciéndose cargo durante toda la transformación, encontrando a través del curso de su labor la propia realización.

Hasta mi llegó también la poética de sus palmas. Un cierto prejuicio, que aún no termino de arrojar por los vacíos del tiempo, me impedía descifrarla; o tal vez sería el calor abrumador, una especie de fuego interior que me paralizaba levemente, reteniéndome en un estado de letargo en el cual apenas pude ceder el poder de toda razón a los sentidos, hasta percibir en ellas resonancias de horas antiguas que se deslizaban, sutiles y delicadas, para dar contorno a todo cuanto tocaban.

Un juego de mutuas caricias, alcancé a reflexionar.

Todo el lugar, aunque bien dispuesto, decorado con arreglo a un gusto sobrio y elegante, está cargado de evocaciones arcaicas.

Los utensilios son burdos, cavernarios, usados por las artesanas con una energía prehistórica que les viene desde los brazos, pero que se sosiega al momento en que ese brío alcanza sus dedos. Porque esas mismas extremidades que usan para golpear, escurrir, sacudir, zamarrear, enganchar, prensar, imbuidas de un vigor que desborda los límites racionales, ostentan las terminales que tejen y que perfilan figuras, móviles, joyas, portarretratos, libretas, lámparas, y tantas otras formas que pueblan el universo del taller.

Uno podría decir que se trata de la extensión de una plantación extraordinaria, y que las hilazas que navegan por todo este caudal tienen su propio ritmo. Entre el terreno cultivado, los pozuelos, los mesones, la prensa, los tendederos, logran renacer plenas de belleza y brillos en las piezas que se ofrecen en la tienda de La Fundación. Hay una cierta vitalidad que se preserva, un espíritu, una presencia natural que emerge en los objetos ya elaborados.

Es una sensación que me llega, mientras observo las dos cebras de papel que mi amiga compró en el taller para obsequiarme.

Están aquí, en mi mesa de trabajo, y ¿qué me dicen? Me hablan desde su presencia de la resistencia milenaria de las plantas de desierto, mezclando en ellas lo rústico de su preparación. Son obras labradas manualmente, dueñas de la paciencia que se requiere para extraer hebras de las hojas. Y están los detalles, en los que se aprecia la destreza de una mano que envuelve y retorna sobre el tejido hasta completarlo y que, algo traviesa, introduce pequeños gestos que dan cuenta de un diseño simbólico.

Cualquiera podría afirmar que los productos finales no son en sí mismos una representación más o menos acertada de una cebra. Lo interesante no es eso, precisamente, sino las señas palpables de la imaginación de quién los concibió, en combinación con la presencia de los otros elementos que participaron del recorrido.

Así, en cada caso, parcelas de pensamiento y sensibilidad, intención de recrear, trozos naturales, logran que el resultado último aparente ser algo que antes de emerger estaba solamente en ciernes. Y cada uno de estos fragmentos está unido a través de una intensidad, una potencia, cuyo rasgo más relevante es la ternura.

#lacebraenimágenes


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