El tiempo en suspensión

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Al principio parecía una casualidad. Pero ya resulta inquietante el número de veces que he leído y escuchado glosas a 2001, Odisea del Espacio, dirigida por el gran Stanley Kubrick y convertida en película de culto por los cineclubistas del mundo entero.

Ensayistas y columnistas de opinión vuelven una y otra vez a la ingravidez que caracteriza la marcha de los astronautas, acentuada por los movimientos de la cámara, como una premonición de lo que pasa con el tiempo en estos días de cuarentenas e incertidumbres.

Confinados en nuestras casas y paralizados de súbito por un enemigo oculto, asistimos a un hecho fascinante, intuído hasta ahora sólo por los físicos teóricos: el tiempo y el espacio se licuaron, para transformarse en una sustancia viscosa que los humanos tratamos de atravesar con gran esfuerzo, como insectos atrapados en una mancha de aceite.

Uno se asoma a la ventana y ve el vacío donde antes se arremolinaba el clamor de una multitud ansiosa. Nada de competencias para llegar primero a la otra esquina, ni codazos para abrirse paso entre la masa de transeúntes.

El estruendo de las bocinas y los motores emigró hacia una suerte de dimensión desconocida, provocando una temprana añoranza entre quienes abominaban de ellos apenas dos meses atrás.

En la calle sólo quedan las agencias del poder, enseñoreadas de ellas como alienígenas en una tierra de nadie.

Entonces empiezo a entender la reiterada cita a la película de Kubrick: sucede, que al adquirir esa consistencia viscosa, el tiempo y el espacio se quedaron atrás, atascados en alguna espiral del universo, y nos dejaron sin asidero.

Desconcertados, transitamos al borde del desvanecimiento, como esos habitantes de Ciudad Gótica que empiezan a desdibujarse antes de doblar la esquina, hasta perderse en lo más hondo de la negrura. En un momento de nuestras vidas en el que la única certeza es la incertidumbre, empezamos a sentir nostalgias por cosas que ayer nos resultaban molestas.

Una amiga, para quien ha transcurrido un tiempo inabarcable desde que empezó la cuarentena- años, tal vez-, dice que desea echarse a las calles y respirar el humo de los autos, deleitar los oídos con los insultos de los energúmenos, las peleas de las putas y los travestis en la alta noche, el aulllido de un perro o un humano atropellados por un borracho.

Cualquier cosa que represente una señal de vida. Algo que la libere de esta sensación de estar siendo borrada de la historia. De su historia.

Imagen tomada de la columna dominical de Rigoberto Gil, De ver pasar: El replicante

La misma sensación plasmada por el escritor Rigoberto Gil en un inquietante texto titulado El replicante, una criatura engendrada en las entrañas de Blade Runner, otra película que sugiere un mundo distópico en el que no existe posibilidad alguna de redención.

Educados en la religión del progreso, en la que el futuro es una tierra firme a cuyo reino podemos acceder si nos empeñamos en ello con todas nuestras fuerzas, olvidamos que somos criaturas contingentes y que el mañana es sólo una ilusión, como tantas cosas inventadas por los hombres para eludir lo irremediable.

Comprendo entonces el desasosiego de mi amiga.

Si el futuro se disolvió sin que nos diéramos cuenta, llevándose consigo su compañera de viaje, la esperanza, la nostalgia deviene espejo en el que la gente empieza a mirar con cariño hasta a sus experiencias más amargas.

Sólo que antes los sucesos de la existencia necesitaban años para convertirse en nostalgias. Estábamos demasiado ocupados viviendo como para prestar atención a pérdidas que parecían menores. “ Usted tiene toda la vida por delante”, reza un lugar común, aunque en lo más profundo del corazón sepamos que podemos morir ahora mismo.

Casi siempre se necesitaba de una canción que nos devolviera las llaves de ese reino extraviado en las tinieblas. “Tu amor es un periódico de ayer”, por ejemplo.

Pero escribir buenas canciones demanda mucho tiempo, y ya sabemos que ese compañero de viaje nos abandonó en algún recodo del camino.

Por eso, confinadas entre las paredes de sus casas, las personas andan por estos días consagradas a una singular tarea: estirar los recuerdos hasta hacerlos parecer viejos.

Es  el único remedio que encuentran a la mano para no sucumbir a la desazón.

Contador de historias. Escritor y docente universitario.

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