Para 1905 el nombre había cambiado. Ahora el lugar se llamaba San Clemente hasta que en 1921 Guática se convirtió en municipio del Departamento de Caldas.
Los otros Dorados
Igual que tantos semejantes en los confines del mundo, los hermanos de Ordilio González bajaron desde Jericó, Antioquia, atendiendo al llamado de las leyendas que yacían guardadas por embrujos indígenas en las cuevas del cerro Gamonrá.
Corría el año de 1902 y Colombia ardía en medio de la Guerra de los mil días.
Familias enteras buscaban refugio en las selvas gobernadas por indígenas, serpientes y fugitivos de otras batallas.
A 2600 metros de altura el cerro fue desde un comienzo una fortaleza casi infranqueable para los conquistadores que, encabezados por Jorge Robledo, venían desde Antioquia buscando la estela del oro dejada por los relatos que circulaban de boca en boca entre los pueblos indígenas.
Entre las muchas historias estaba la del cacique Guaticam.
En pugna constante con sus vecinos asentados en el Valle de Umbría, en Irra y en Arma, el cacique habría enterrado lo mejor de sus tesoros en enormes cuevas cavadas por sus hombres en lo más profundo del cerro. Para reforzar la seguridad invocó al panteón de divinidades grandes y pequeñas que habían acompañado a los suyos desde el comienzo de los tiempos
Por agua no iban a padecer los aventureros de antes y de ahora. El territorio está surcado por un ramal de ríos y quebradas bautizados con nombres como : Río Frío, quebrada Castillón, Río del Oro, Opiramá, Tarqui, El Salado, Ocharma, La mesa, Sirva, El Jordán, Agua Bonita, El Caucho, La Carmela, Paraíso, Los Chorros, Cristalina, Albarán, Guaravita, La Esperanza.
En los libros de historia se dice que el primer asentamiento fue fundado en 1537 por un pueblo indígena comandado por el cacique Guaticam. Pertenecían a la familia Anserma, a su vez un ramal de los caribes.
La familia de Ordilio González caminó con sus bestias y cacharros a la orilla del río Cauca alimentándose de arepas de mote y carne salada. A la altura de Irra emprendieron el ascenso a través de interminables cortinas de niebla para descender luego hacia una hondonada en la que se apretujaban menos de cien casas: Era el distrito de Nazareth, creado en 1892. Su cabecera era Guática, hasta que en 1986 se unieron y configuraron un solo asentamiento en el Alto de Mismis.
Para 1905 el nombre había cambiado. Ahora el lugar se llamaba San Clemente hasta que en 1921 Guática se convirtió en municipio del Departamento de Caldas.
Pero eso son cosas de la política. Al no encontrar oro en Gamonrá, los González, que ya se habían reproducido en el camino, siguieron de largo, vadearon el río Guática y más tarde el de las Loras, antes de internarse en las selvas del Chocó, de donde no volvieron a salir hasta treinta años después, para asentarse definitivamente en tierras de Riosucio, Caldas, donde se dedicaron a plantar café y maíz.
Ven a calmar mis males
“Tú eres mi amor/ mi dicha y mi tesoro/ mí solo encanto/ y mi ilusión”.
Es noviembre de 2017. Una insistente llovizna empapa de a poco a la multitud que se congrega en la plaza municipal de Guática.
Han llegado de todos los lugares de Colombia: De Cundinamarca y Antioquia; de la Costa Atlántica y del Valle del Cauca. Otros viajaron desde países tan distantes como Canadá, España, Inglaterra y Chile.
Como dice María Eugenia, una rubia oxigenada llena de joyas:
“El gasto y el viaje valen la pena. Son las fiestas del regreso y uno tiene que ahorrar otros cinco años para volver”.
Vive desde hace diez años en Girona, Cataluña. En su mano izquierda empuña una botella de aguardiente y lleva una hora escuchando cantar a Genaro González, descendiente lejano de Ordilio, el mismo que pasó por aquí hace más de un siglo, buscando el oro de Gamonrá.
María Eugenia, que nada sabe de esas historias, no para de cantar bajo la lluvia siguiendo el hilo de la voz de Genaro:
“Ven a calmar mis males/ mujer no seas tan inconstante…”
De niña bebió los versos de esa canción en la voz de Julio Jaramillo, el ecuatoriano que se encargó de la educación sentimental de varias generaciones de latinoamericanos.
A media noche, acostada en su cama solitaria de dama otoñal en la vieja Cataluña, la tararea y de repente se le arremolina en la sangre el rumor de amores ya olvidados.
Entre otras cosas, la canción le devuelve el aroma de la cebolla que ascendía en la madrugada de las plantaciones de su padre, antes de que llegaran guerrilleros y paramilitares con su hálito de ruina y los obligaran a empacar maletas sin tiempo siquiera para llamar a los perros.
“Yo te daré mi fe /mi amor/ todas mis ilusiones tuyas son”.
María Eugenia nada sabe de la historia de Ordilio y sus mayores, pero en esta fría noche de Guática sus voces se hermanan para emprender un fugaz viaje de regreso al paraíso perdido.
Aunque mañana, al despuntar el alba, todo sea otra cosa.
Con aroma a cebolla
Augusto Trejos ronda los sesenta años y es, como él mismo se define:
“Un tipo hecho de esta tierra”.
Hecho: no solo nacido. Dejemos las cosas claras
Así lo atestiguan sus brazos duros y sus manos que parecen enormes terrones petrificados.
Son las cinco de la mañana y está bebiéndose su primera taza de café del día. Después vendrá una veintena más.
Ah… y un paquete de cigarrillos Pielroja antes de que caiga el sol.
Hay algo de litúrgico en esa manera suya de beber el café, aspirar el humo del cigarrillo y mirar el cielo.
Esa sensación se acentúa todavía más cuando cuenta su historia con una voz densa, lenta y siempre enfática.
“A la mitad de cuarto de bachillerato abandoné mis estudios porque no resistía más el llamado de la tierra”.
“El llamado”, dice: como si faltara algún detalle para completar su aura sacerdotal.
“Tendría quince años, al finalizar los setenta, cuando abandoné los estudios y me consagré por entero a la tierra. Por esos días mucha gente vivía de cultivar cebolla para abastecer el mercado nacional. Aquí llegaban los camiones y uno se entendía con los intermediarios que la negociaban en las plazas de abastos de Bogotá, Cali y Medellín. El pueblo era sano y pacífico, porque ya estaban lejos los días de La Violencia cuando la gente amanecía macheteada en los caminos.
“O al menos eso creíamos. Porque estábamos en el mejor momento cuando empezó a aparecer gente armada. Que venían de Antioquía, de Riosucio, de Belén y de Quinchia. Muy pronto empezaron a cobrar cuotas por dejarnos trabajar la tierra ¡Nuestra propia tierra, imagínese!
“Muchos vecinos empezaron a vender sus fincas por cualquier cosa, pero nosotros resistimos. Un día nos reunimos alrededor de un sancocho y, empezando por mi papá, tomamos la decisión de que no íbamos a feriar lo que nos había costado una vida entera de trabajo.
“De aquí solo nos sacan con las patas por delante – dijo mi papá, se santiguó y sacó una vieja escopeta que solo servía para espantar gallinazos- Y aquí estamos. Hemos cambiado de la cebolla al café, del café a la ganadería, de la ganadería al lulo, del lulo vuelta al café y ahora al aguacate. Por lo menos dos docenas de campesinos murieron o salieron huyendo. Yo no los juzgo, porque estaban defendiendo la vida de los suyos, pero siempre he pensado que ser un desterrado es otra forma de morirse”.
Y aquí está Augusto Trejos. Más vivo que nunca, sobreviviendo a su paquete diario de Pielroja y acariciando el lomo de un perro llamado Tarzán, un héroe de otros tiempos.
Ni héroes ni mártires
Cuando le cuento la historia de Augusto, el profesor Argemiro Porras abre los ojos con admiración. A las tres de la tarde está sentado a una de las mesas de El Cafetín, un concurrido bar del centro de Pereira que por estos días anda sobre excitado por la llegada del Mundial de Fútbol 2018.
La segunda vuelta de las elecciones presidenciales ha sido opacada por el fervor futbolero. En lugar de Petro y Duque se habla de James, de Messi, de Neymar y del regreso de Perú a una Copa del Mundo
“Como guatiqueño, risaraldense y colombiano, espero que no vaya a volver la violencia por estas tierras. La historia de Augusto Trejos es un ejemplo de coraje, pero no todo el mundo está dispuesto a correr esos riesgos.
“Yo vivo en contacto permanente con mis paisanos y cuando nos reunirnos a tomar un café o a bebernos una botella de aguardiente con música de Gardel y Olimpo Cárdenas empezamos a hacer la cuenta de los que murieron, de los que salieron hacia otras ciudades o de los que se fueron del país y que a veces vuelven por navidad o para las fiestas del pueblo en noviembre. Son personas que a lo mejor hubiesen preferido seguir en su tierra y que ahora trabajan duro en otros lados.
“Pensando en todas esas personas, no puedo evitar devolverme al momento en que escuché hablar de unos tales Héroes y mártires de Guática para referirse a una desmovilización paramilitar. Eso parecía un chiste cruel. No fueron ni héroes ni mártires, como tampoco lo fueron los guerrilleros, los narcos y otros grupos que llenaron el pueblo de dolor.
Gracias a Dios y el tesón de la gente, ahora se trabaja para recuperar la tranquilidad y el bienestar perdidos.”
Los pasos perdidos
Argemiro se pensionó como profesor de álgebra, pero su auténtica pasión es la Historia. En su casa del barrio San Luis de Pereira atesora decenas de libretas en las que a lo largo de los años ha consignado datos recogidos de aquí y de allá: Libros ,notas de prensa, conferencias, talleres, cursos, programas de radio y televisión.
“Me perdonarán los historiadores profesionales, pero eso de la colonización antioqueña es una verdad a medias. Lo que hubo fue una invasión tan nefasta como la de los conquistadores españoles.
“No podemos olvidar que estas tierras fueron parte del Estado del Cauca, y en medio de la lucha con los paisas nosotros quedamos entre fuegos cruzados, tanto en el sentido figurado como en el real. Al estar tan lejos de Popayán, el poder político y económico de Antioquia aprovechó para enviar avanzadas de colonos que en muchos casos ocuparon tierras que ya habían sido desmontadas y cultivadas por otros.
“Me parece que si queremos conocer a fondo nuestra historia debemos deshacer buena parte de los pasos perdidos y permitirnos así otras miradas. Es lo que trata de hacer una gringa llamada Marion con varios municipios de la región: Darles vuelta a las cosas para mostrarnos las otras caras.”
La gringa y el camino
En realidad, La gringa ha pasado un par de veces por Guática, pero en otro plan: sumergirse en las montañas para fotografiar los animales del bosque. Como tiene ancestros mexicanos y habla un español perfecto ha conseguido pasar inadvertida al cruzar rumbo a la Cuchilla de San Juan, a La Cristalina, a La mesa, a la mina de cuarzo, al Cerro de las Peñas y, por supuesto, a Gamonrá el lugar donde nacieron y todavía nacen las leyendas.
En sus archivos fotográficos conserva imágenes del Guppi, la iguana, la culebra cazadora, la lomo de machete, la falsa coral, el conejo sabanero, el pato, el ganso, la zarigüeya, la ardilla, la tortuga icotea y unas cuantas especies más.
Ahora se propone llegar hasta Puerto de Oro, el punto más lejano de Risaralda, en compañía de un grupo de estudiantes de la Universidad Nacional que les siguen el rastro a los viejos colonizadores que se internaron en las selvas del Chocó en busca del mineral.
Muchos de ellos solo encontraron una cruz a la vera del camino.
Pero La gringa cree que la caminata vale la pena.
Cuando les envía a sus familiares en Oakland, California, las imágenes recogidas en el camino siempre las acompaña con una frase construida mitad en español y mitad en inglés:
“Excuse me, but I don¨t miss my land: This land is a great miracle. Por ahora camino. Ya tendré tiempo de continuar mis estudios de Historia”.