Hija del fuego

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Con la cuarentena entró en suspensión ese coro de voces, ese palpitar de anhelos y temores que son las calles de las  ciudades. Por eso publicamos esta crónica, que rinde tributo a los protagonistas de historias hoy ausentes.

Un haz de chispas enciende la esquina de la calle veinte del Parque Olaya Herrera de Pereira en esta tarde de sábado.

Foto del 21 de febrero de 2018, tomada del Twitter de Juan Carlos Morales.

Como atraídas por un imán, medio centenar de personas se reúnen a contemplar un rito que viene de siglos.

El centro de todo es el cuerpo de Zulma Obando, una mujer negra de treinta años que se mueve al ritmo de la marimba de chonta, instrumento del pacífico colombiano en el que se juntan el viento, el agua y la madera para hacerse música, alabanza, canción.

Cada movimiento de Zulma es palabra, cada surco de su piel una historia, como la cicatriz rosa que le cruza la mejilla izquierda: recuerdo del navajazo propinado por un miliciano, la primera vez que intentó escapar de las filas paramilitares en las montañas del pueblo vallecaucano de Puerto Merizalde, el lugar donde  se refugiaron sus padres, Roselio y Etelvina.

Allí donde empezó todo.

Roselio y Etelvina bajaron por el río y la selva desde Bebedó y luego por la costa chocoana, huyendo de los explotadores de madera y oro que un día llegaron con sus motosierras y desplazaron a cuanto vecino constituía un obstáculo para sus intereses. Quienes se opusieron encontraron muy pronto un cementerio en el bosque o una tumba de agua en el río.

Todos los parientes de Zulma acabaron así. Menos sus padres, que una madrugada empacaron sus  cosas  en costales de fibra y siguieron el curso del río hasta alcanzar la costa alta del Pacífico, a unas diez horas de Buenaventura, adonde se dirigieron en una embarcación repleta de fugitivos y contrabandistas.

“Detalle de la portada de ‘Revivir ancestral’.” Imagen tomada de revistaarcadia.com

En ese puerto cantado por el maestro Petronio Álvarez engendraron a su única hija y de allí partieron otra vez costa abajo, en un ardiente verano de 1989. Vivieron en al menos una docena de pueblos de la costa Pacífica, hasta que un día de 1995 llegaron a Puerto Merizalde, convencidos de que habían encontrado al fin un lugar donde echar raíces.

Zulma vende en las calles jugos de chontaduro y borojó, dos frutos con legendarios poderes afrodisiacos. Tanto, que a una combinación de ambos con otros productos  le dicen  revientacatres. Usted se toma una dosis de esto y lo pone a caminar en tres patas,  exclama un hombrón de casi dos metros, que hace fila frente a la olla donde Zulma reparte su bebida mágica.

Mama, que será lo que quiere el negro. La tonada sale de una vieja grabadora Sanyo comprada en una tienda de artículos usados. Zulma no para de mecerse mientras con una mano entrega los vasos rebosantes de la bebida espesa y con la otra recibe billetes  y monedas de mil pesos. Es un día caluroso y las ventas se multiplican.

De Buenaventura también tuvieron que salir a las volandas, cuando las primeras bandas de extorsionistas empezaron a cobrarles a sus padres cuotas semanales por permitirles mantener su negocio de venta de bebidas y comestibles preparados con frutos traídos del Chocó. Zulma lo cuenta así:

De nuestra casa en Buenaventura escapamos a medianoche, porque las ventas ya solo daban para pagarles a los tipos esos. Una pandilla conocida con el nombre de Los afrecheros. Salimos con lo que llevábamos puesto y nos embutimos en una lancha, propiedad de los Arrieta, unos amigos de mi papá que transportaban combustibles por toda la costa, desde Buenaventura hasta Tumaco. Yo tenía apenas dos o tres años de nacida y ya sabía lo que era el miedo. De modo que,  para espantarlo, me ponía  bailar con la música de la grabadora de algún viajero, y  si no había música me movía al ritmo de las olas del mar.  Todo el mundo se entretenía mirándome.  Por eso decían que yo venía a ser  la recreadora de los pasajeros.

Después de un recorrido de varias semanas, acabamos en un lugar llamado Puerto Merizalde, donde mis padres se ganaban la vida con lo que tuvieran a mano: la venta de comestibles, la pesca, la madera, la caza. Cualquier cosa con tal de no morir  de hambre. Y yo baile que baile. Todas esas cosas me las contaron, porque la verdad todavía estaba muy chiquita y me acuerdo de muy pocos detalles.

En  Puerto Merizalde se hizo adolescente y descubrió que, aparte de los placeres del baile, el cuerpo prodiga otro tipo de goces. En 2003 se enamoró de Luis Bastidas, un ecuatoriano corpulento que recorría la costa a bordo de una pequeña embarcación  repleta  de linternas, botas de caucho, analgésicos y antibióticos para los grupos  armados que transitaban por la zona.

Fue  por esos días cuando tuvieron noticia de la presencia de guerrilleros y paramilitares  en esos territorios.

Bello puerto del mar mi Buenaventura/ donde se aspira siempre la brisa pura. Los movimientos de Zulma avivan el deseo en la decena de hombres que la miran bailar en esa esquina. Durante la semana, mientras les vende la bebida afrodisiaca, les habla del lugar donde tendrá lugar su siguiente presentación: en un parque de Cartago; en una escuela de La Virginia; en la caseta comunal del barrio San Nicolás de Pereira, o aquí, en esta esquina del parque Olaya Herrera, donde oficia el ritual con el que sus antepasados conjuraban a los demonios o celebraban los milagros de la vida en remotas aldeas de África.

A mi querido Luis me lo mataron  a tiros una tarde de domingo mientras tomaba cerveza en una tienda del pueblo. Nunca supimos quién lo hizo, pero eso vino a ser como un anuncio, porque a las pocas semanas unos tipos armados visitaron a mis padres en su negocio. Primero les compraron algunas cosas y  luego fueron al grano: necesitamos llevarnos a su hija, porque tenemos pocas  mujeres en el campamento, les dijeron.  Ustedes escogen: ella se va con nosotros y les garantizamos una plata cada mes, o aquí mismo los quebramos  a todos.

Por supuesto, mis papás se negaron. Los tipos les dieron una semana para pensarlo y yo, para salvar su vida, me escapé una noche por la ventana y me reuní con los hombres en un caminito a la salida del pueblo. Al final resultaron ser unos paramilitares que me convirtieron en la prostituta de los comandantes. Cada fin de semana tenía que pasarlo con uno distinto, hasta que uno de ellos quiso obligarme a hacer cosas que me daban asco. A pesar de que ponía en peligro la vida de mis padres, no soporté más y escapé en  la semana santa de 2005 con la ayuda de unos muchachos que, por más plata y mejores condiciones, habían decido  pasarse a la guerrilla.

Jugos de amor para enderezar la guasamayeta, se lee en  la etiqueta del frasco que Zulma vende a  dos mil pesos  la unidad. Es enero de  2017. El sol cae a plomo sobre las calles de La Virginia, un puerto sobre el río Cauca que hace unas cinco décadas vivió  sus días de gloria. A la mujer la llama el  golpe de los remos en el agua y por eso se acerca por  aquí  por lo menos cuatro veces al año.

Mama qué será lo que quiere el negro.

Fue así como llegamos a Tumaco, un punto de tráfico de armas y drogas controlado en parte por la gente de las Farc. Allí empecé a trabajar como correo, llevando paquetes y mensajes a lugares cercanos. Como me enseñaron a manejar moto las cosas se hacían con mayor facilidad. Fue todo un cambio de vida, hasta que me quedé embarazada de Rubén, uno de mis compañeros de fuga. Y ahí fue cuando los jefes de la guerrilla empezaron a acosarme para que abortara. Por esos días ya sabía que los paras habían matado a mis padres y sentía que el bebé era lo único bueno que tenía en la vida. En la misma moto en la que llevaba mensajes escapé una madrugada, pasando toda clase de retenes, hasta que un señor de un camión me ayudó a llegar a Pasto, donde trabajé un mes haciendo limpieza en restaurantes para conseguirme los pasajes en bus hasta Cali.

En el sector de Aguablanca, una barriada de marginados que palpita en las entrañas de Cali, Zulma  logró contactar a unas paisanas llegadas del Chocó profundo, desplazadas a su vez por mineros y madereros provenientes de Antioquia. Con ellas estuvo  seis meses hasta que nació Wanda, la pequeña hija que desde entonces  se convirtió en el motivo de todos sus desvelos.

Y  aquí estoy, vendiendo jugos para que los hombres calienten la verga y las mujeres mojen la entrepierna. En los días de  descanso, bailo ante mis hermanos de raza y ante todo  aquél que quiera verme ¿No le parece que eso si es prestarle un gran servicio a la humanidad?

elpereirano.com

Y se queda allí, girando entre las incandescencias de esta tarde de sábado, mientras los asistentes, abismados ante esos movimientos que parecen surgir del centro de la tierra y vencen por momentos  la ley de la gravedad, pagamos con monedas devaluadas esta inesperada forma del milagro.

Contador de historias. Escritor y docente universitario.

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