Fotografías, Rodrigo Grajales |
1
Hubo una nación en donde Faustina Muelas, todavía joven y de rostro bello, miraba a su padre alejarse aperado de cajones con pieles y carne de ovejo para el patrón en Popayán. Faustina, que había nacido sierva de los terratenientes como los abuelos, como los tatarabuelos, una medianoche trepó al páramo de Las Moras porque quiso acompañar a sus hermanos a la conferencia secreta con Juan Gregorio Palechor y Trino Morales, indígenas iguales que ellos, que charlaban y pensaban con la madrugada. Fueron encuentros clandestinos, iguales a los que había sostenido cincuenta años antes el indio rebelde Manuel Quintín Lame, en aquel mismo páramo, en aquel mismo frío, en aquella oscuridad.
Que la tierra era de nosotros, decían. La quitaron engañando a los antiguos, con mentiritas, con embustes. Miren cómo perdieron su herencia Matías y José Pechené: cien hectáreas que el negociante David Rodríguez les cambió en el poblado de Silvia por cuatro tubos de tela para coserse unos vestidos. Así no más se apoderó del valle del Chimán el negociante Matías Fajardo, con engaños, con promesas, pidiendo que le cediéramos un lote pequeñito para instalar un molino. Que antes de los blancos ya los indios llevábamos muchos años en estas montañas, decían, pero la espada nos sometió. Que existen papeles que lo prueban; títulos, escrituras coloniales. Que hay que recuperarlas, luego entrar a los potreros, sembrar papas, maíz, ullucos, convertir las casas de las haciendas en escuelas para los hijos, repartir la tierra entre todos, decían.
Faustina aún no sabía que ella acabaría prisionera en una cárcel de Popayán por revoltosa y que sus hermanos iban a ser perseguidos y acosados. Tampoco sabía que les iba a tocar darse garrotazos con policías, con los soldados, y después con los toros de lidia sueltos a mansalva en los potreros de la hacienda. Faustina sí sabía de escasez, de apañarse semanas y semanas comiendo vitorias guisadas con sal, sabía de dormir todos en un rancho estrecho, sabía echar azadón muchas horas a cambio de un terraje.
Y cuando el alcalde y el juez y los soldados pregunten, les decimos que no somos mandaderos de nadie, ni nos dirigen ningunos partidos políticos, seguían explicando Trino Morales y Juan Gregorio Palechor en medio de la oscuridad. No más nos obligan el hambre y la necesidad, decían. El hambre y la necesidad.
2
Hubo una nación mutilada, quemada, trozada y repartida con la Conquista. Primero por el capitán Pedro de Agreda, después por Felipe V –Rey de España, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, duque de Milán y soberano de los Países Bajos– quien favoreció a Juan y José Fernández, herederos de Francisco Belalcázar que a su vez descendía del conquistador Sebastián de Belalcázar. Ese Rey lejano ordenó que fueran para ellos todas las tierras y los indios que se encontraran entre “el Serro del Mogote y el río de Japio que dentra en el de Silva en el Valle de Guambía, y dicho río abajo linda con el asiento o solares del Pueblo de Guambía, y su frente desde el monte alto dicho de Monchique”. Así quedó escrito en la Merced Real firmada en Madrid, con su puño y letra, el 29 de noviembre de 1729.
Guambía ya no sería más el Nupirau, el territorio de los Nu Misak, la gente grande, la gente del arco iris que nació del agua. Ya no sería ese valle estrecho donde el transcurrir conserva el espíritu de los caracoles, que caminan llevando una espiral a cuestas. Ya no más aquel lugar donde el aguacero era un señor que subía entre las nubes del occidente para batallar con otro señor, el Páramo, que mantenía en las cumbres orientales aguardándolo a ver si le daba pelea. Aquel lugar donde Sierpi, la culebra enorme criada en las lagunas, se aventaba río abajo echando avalanchas y derrumbes de los que nacían niños iluminados. La nación del Pishimisak y la Mamá Dominga quedó convertida en un erial de siervos según las órdenes del Rey que nunca apareció por esos montes. Durante la visita del español Tomás López en 1559 se calculaba un censo de casi tres mil pobladores en Guambía. No habían pasado dos siglos de la conquista cuando en 1733 a Guambía sólo le quedaban trescientos habitantes y 90 hombres capaces de trabajar, los demás huyeron, o habían muerto por las enfermedades. Después en los mapas ya ni siquiera aparecía el nombre de Guambía (“Wampía” en lengua misak), lo habían cambiado por Silvia, en relación a una palabra latina que se refiere a los bosques, dicen algunos, en relación a la madre de un terrateniente y encomendero caucano, dicen otros.
El antropólogo Luis Guillermo Vasco llegó en la década del setenta al municipio de Silvia, en el departamento del Cauca. Quería colaborar con la lucha de este pueblo vestido de azul elegante, de negro y violeta. Todo el mundo les llamaba guambianos pues Guambía siguió siendo el nombre de su resguardo. Era célebre la tranquilidad de aquellas gentes, una compostura ancestral que a veces rayaba en la sabiduría profunda, a veces en la quietud inerte y pasiva. Pero ahora iban preparados para lo que fuera con tal de recuperar sus tierras. Llegarían los asesinatos y las amenazas, los lanzamientos. Llegaría el hambre, los calabozos. “Tenemos que recuperar la tierra para recuperarlo todo”, aquel era su lema. Recuperar la tierra. Recuperarlo todo.
“Nosotros somos de aquí, de esta raíz” contaron los mayores al antropólogo. “Somos del agua, de esa sangre que huele en los derrumbes. Somos nativos, legítimos de Pishimisak, de esa sangre. No somos venideros de otros mundos. Los blancos… ellos son los venideros”.
3
Hubo una nación que sobrevivió. Protegida en sus fogones, sembrada en los surcos verticales que dibujan de cultivos la montaña, guardada en las vueltas del sombrero con forma de pandereta. Arriba en el páramo hay una piedra inmensa –explicaron– del tamaño de una casa. Esa piedra carga encima otra que, siendo igual a ella, es diferente, para los Misak uno siempre son dos, porque la vida es acompañarse, el yo cabe en el nosotros, en ir todos juntos aunque no seamos iguales.
4
Hubo una nación en donde Henry Eduardo Tunubalá fue niño, demasiado niño para entender por qué abajo de la quebrada Michambe aquellas praderas fértiles las custodiaban mayordomos armados y alguaciles a caballo. Podía comparar las mansiones señoriales de las haciendas con la pared de barro y la paja en el techo de su rancho. Podía comparar la desmesura señorial de los patrones con la suciedad que impone el hambre. Quebrada Michambe arriba queda un valle empinado donde descuelga el río Piendamó, en ese valle, que los mestizos de Silvia llaman Guambía, o también “el resguardo”, sólo habitaban gentes debajo de un sombrero en pandereta. Gentes que charlan con susurros sibilantes. Misak, como él, tranquilos, amables, reservados, grandes conversadores de fogón. Somos hijos del agua, le enseñaron sus mayores, según habían aprendido estos de sus mayores.
El vecino Mario Yalanda había viajado lejos, a Israel, donde aprendió cooperativismo y otras cosas. A su edad Henry no entendía de compraventas notariales, menos iba a saber de deudas con la Caja Agraria. Cuarenta familias Misak sin tierra emprendieron la tarea de organizarse alentadas por varios comuneros, entre ellos su padre, Taita Agustín Tunubalá, y dos jóvenes dirigentes: Manuel Trino Morales y Javier Calambás. Ellos se habían echado encima la faena de fundar una empresa comunitaria apenas comenzando la década de los sesenta. Viniendo dicha iniciativa de unos indios que ni hablaban bien el español, a todo mundo aquello le pareció un desvarío en las montañas del Cauca, donde un puñado de descendientes por línea directa de los conquistadores españoles gobernaba sin misericordia sobre aldeas, montes y ganados.
La cooperativa de Las Delicias –así se bautizó el experimento– resultó una empresa exitosa. Pero su producto más valioso no fue la leche de la finca San Fernando, con la que pagaron el dinero en la Caja Agraria, ni las arrobas de verduras cosechadas cada año. En Las Delicias, sostienen los que saben, se sembró en 1964 la semilla del actual movimiento indígena colombiano. Después vino el Consejo Regional Indígena del Cauca, la organización, las movilizaciones, los asesinatos. Después la retoma de los territorios ancestrales, invasiones a golpe de pala y machete, peleando con el azadón al hombro. Después fueron las marchas de gobernadores indígenas que llegaron hasta Bogotá y la participación en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, y luego la Constitución, que sobre el papel reconoce la autonomía y los derechos de los pueblos originarios. Recuperar la tierra. Recuperarlo todo.
Henry Eduardo Tunubalá ya sobrepasó los setenta, pero alguna vez fue niño. No tanto para olvidar el apretón de manos con que el patrón Julio Garrido le entregó a Taita Agustín las llaves de la hacienda San Fernando. No se le borró más ese brillo chirriador del manojo de llaves, toda la alegría de aquella tarde, la chicha y tanto baile, tanto entusiasmo frente a la portada de la hacienda. Y aunque no entendía mucho el castellano, tampoco olvidó las palabras del terrateniente:
–Tengan, ahora esto es de ustedes.