La hermana Carmen. Una postal del río San Juan

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Había escuchado antes relatos asombrosos sobre la hermana Carmen. Se dice de ella que a las malas le arrebató muchachos a la guerrilla para que no los mataran por cualquier falta menor como fumar marihuana o robarse alguna baratija, y se dice también que sabe curar las picaduras de serpientes venenosas con hierbas medicinales, empleando los secretos que aprendió de los jaibanás en la selva, y que los soldados la hostigaban cuando la pillaban en el bote subiendo hacia Istmina o la acusaban de que era ella la que auxiliaba a los “bandidos”, a los guerrilleros, que en la noche solían arrimar heridos a la casona grande de la misión que las monjas lauritas sostienen en Noanamá.

De repente me topé de bruces con una señora pequeñita y robusta al fondo del corredor -el hábito bien ajustado, la voz firme, los ojos avispados- recetándole algo a una negra enferma de cólicos. “Debe ser la famosa hermana Carmen” le dije. “¡Ve, cuál famosa!” respondió en una rara entonación chocoana, “¿y usted quién es?”.

“La cruz dura poco, el premio es eterno” leo en una pared de la casona adornada de jardines profusos y hermosos. Alrededor hay estanques para criar peces donde las iguanitas chapotean, y cocheras y gallineros y matas de yuca y plátano sembradas. La casona ha albergado generaciones de misioneras de la orden de María Inmaculada y Santa Catalina de Sena, que es el nombre largo de la orden fundada por Laura Montoya, la única santa colombiana, hace más de un siglo. Ya nadie las llama así, ahora las conocen como “las lauritas”, a secas.

Carmen Palacios, misionera laurita, llegó a Noanamá en 1957, cuando era una novicia veinteañera y todavía conservaba el acento arrastrado y pedregoso de los antioqueños de Ciudad Bolívar. Insisto, Carmen Palacios llegó a Noanamá en 1957. Insisto porque casi nadie sabrá lo que eso significa, que llegó cuando las canoas se tardaban dos semanas a canalete si remontaban el río por Buenaventura, o había que seguir una travesía de una semana en bestia desde Pueblo Rico hasta Istmina y luego varias jornadas navegando río abajo. Años en que aquella selva era más selva. En la década del sesenta la hermana Carmen anduvo por Juradó, sobre la costa del Pacífico, y algo más por Playa de Oro, en el Alto San Juan, pero antes de los setenta regresó de modo definitivo y para siempre a Noanamá, un caserío de tablas que tomó el mismo nombre del legendario cacique Wounaan, en la orilla derecha del inmenso San Juan.

En esos años, me contó como si fuera un chiste, conoció a Gerardo Valencia Cano. Una mañana le avisaron que llegaba en un bote el obispo de Istmina acompañado de monseñor Valencia, y ella, bien dispuesta, se puso a servir almuerzos para atender la visita. Entonces vio un hombrecito muy flaco, de lentes y traje rústico color caqui que entró a la cocina a lavar su propio pocillo de café. “Este debe ser el motorista del bote” pensó la hermana Carmen, y le ordenó con un alarido: “bruto, andá a buscar a monseñor Valencia, que ya estuvo el almuerzo…”

Eso le dijo al hombrecito de caqui, que se fue a buscar el resto de la comitiva. Cuál sería la sorpresa de la hermana mientras el obispo de Istmina, ya en la mesa, le señalaba al flacuchento de gafas que ella confundió con un motorista diciéndole: “hermana, le presento a monseñor Valencia”.  Carmen se puso colorada de vergüenza. Gerardo Valencia Cano, el “obispo rojo” de Buenaventura, hoy considerado uno de los precursores de la teología de la liberación y la opción por los pobres, esa doctrina que siguieron muchas congregaciones religiosas, entre ellas las lauritas, inspirada en el legado de Cristo cuando dijo que había venido para que el pueblo tuviera vida en abundancia. “Hay que vivir cerca al pueblo” dicen que dijo alguna vez Gerardo Valencia Cano, “cerca a sus problemas, cerca a su dolor”.

La hermana Carmen confesó que los últimos meses ha habido noches donde quedan solas en la casona porque los vecinos corren a esconderse al monte, por miedo a los combates entre el ejército y la guerrilla, y que al final de diciembre muchos habitantes del pueblo tuvieron que refugiarse con ellas. “Tememos que pase lo mismo que en Bojayá” me dijo. La cruz dura una eternidad, imagino, el premio es poco.

He pensado todos estos días en la hermana Carmen Palacios, en lo que significa para las comunidades indígenas y afrocolombianas del río, que la ven como una especie de matriarca protectora a quien la selva terminó volviendo silvestre, curandera y yerbatera, tosca como las negras de los pilones, esa anciana que con sus años y autoridad mantiene a raya a los señores de la guerra. He pensado en ella, que entregó sesenta y tantos años de su vida a curar indios y negros pobres, muy pobres, acompañándolos en sus luchas, en sus problemas, en su dolor. Y yo, que no soy ni fui nunca creyente, admiro la ética del cuidado y la dignidad de estos cristianos auténticos que creen que lo espiritual sólo toma forma cuando se vive en comunidad, al servicio de los otros.

Cuidado y comunidad, dos ideas que me asaltan al recordar la epidemia que merodea ahí fuera por la calle, un virus que congestiona ideas y mentes y a fuerza de titulares ya no nos permite respirar. Observo la foto que Hernandito Sánchez hizo de la hermana cuando, en un descuido mientras charlábamos, lanzó un suspiro al vacío.

¿Qué será de su vida en estos días en que dejan morir a los ancianos por miles en todo el mundo? ¿Alguna vez en sus ochenta años se habrá enamorado? ¿Estará juntando hierbas para aliviar a los enfermos que van a llegarle a montones cuando la epidemia comience a navegar por el San Juan? ¿Será ella otra más entre las víctimas? ¿Merece existir este mundo, nuestro mundo, que abandona y sacrifica a los viejos como ella, con todo lo que arrastran a cuestas, con todo lo que representan?

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