En últimas, el objeto del viaje se ha convertido en lograr la mayor cantidad de fotos posibles, en las cuales lo que más importa es afirmarnos…
El selfie es el rey de los registros que constituyen, asimismo, la manera por excelencia de interrelación en las arenas digitales, una forma de estar presente y mostrarse ante los demás en el perpetuo intercambio de información de la era contemporánea. Un autorretrato en tiempos de las redes sociales, es decir un selfie, constituye un grito dirigido al vacío de la red informática, una acción cuyo objeto es comunicar cada paso que se da. Es, así mismo, una manera de rendir cuentas ante un universo relativamente indefinido acerca de los pormenores de la propia existencia; y de paso tranquilizarnos a nosotros mismos con los mensajes que nos llegan de vuelta, esos que nos ayudan a darle un sentido a lo que vivimos otorgando una importancia impostada a nuestras rutinas y actos cotidianos. Los selfies son usados en múltiples situaciones, ya sea para informar a nuestros amigos virtuales que estamos frecuentando un lugar o que realizamos una acción particular; para notificar cambios en nuestra apariencia; o simplemente para divertir y divertirnos (si es que a eso se le puede llamar diversión) haciendo toda suerte de carantoñas que quedan registradas y que, además, pueden ser retocadas con aditamentos que nos suministran las aplicaciones en los dispositivos móviles: orejitas de Playboy, lentes de colores, un rubor impactante para nuestras mejillas, un color llamativo para nuestros cabellos, o cualquier otra cantidad indeterminada de trucos de edición. No obstante, es probable que el uso predominante de los selfies sea aquel que se vincula con nuestros recorridos turísticos. Es en esos momentos cuando, a mi juicio, somos más propensos a querer dejar una huella, un testimonio que certifique ante los otros (y ante nosotros mismos) que estuvimos allí. Este tipo de retratos son, sin duda, los que nos ayudan actualmente a donar una constancia, y de paso a hallar la certeza de que asistimos como protagonistas a los actos de nuestra propia vida, ya que en la actualidad nuestras vivencias parecen desvanecerse si ellas no están debidamente respaldadas por los mega pixeles que nos ayudan a capturarlas, almacenarlas, y compartirlas indiscriminadamente por las redes sociales. Entre más conocido e icónico sea el destino capturado en nuestras instantáneas, mucho mejor. Así, tenemos la sensación de apropiamos del espacio y su importancia, en virtud de que creemos que para ello es suficiente mostrarlo detrás de nuestra humanidad. Lo así visitado termina por convertirse en un “adorno” de lo más irrelevante. Para no estropear nuestro primer plano, pocas veces resalta algo más allá de alguna arista que permita realizar una correcta identificación del valor cultural o histórico del sitio en cuestión, es decir una característica sutil que logre desatar la referencia en el público al cual está destinado el espectáculo de nuestra privacidad transformada en publicación: lo que resta de estos emblemáticos lugares es su presencia apenas perceptible detrás de nuestros cuerpos omnipresentes, su nueva función como un fondos empequeñecidos dispuestos en la retaguardia de nuestro ego. Al intentar aprehenderlos de esta forma ni siquiera los vemos, más bien nos miramos a nosotros mismos acompañados apenas por una presencia difusa a nuestro alrededor, algo que tan solo nos complementa. En últimas, el objeto del viaje se ha convertido en lograr la mayor cantidad de fotos posibles, en las cuales lo que más importa es afirmarnos, de forma que son ellas las que han terminado por otorgar sentido a los múltiples desplazamientos turísticos actuales, mucho más que el reconocimiento directo de los emplazamientos, por mágicos o trascendentes que estos sean. El pasado verano, en uno de los atractivos más visitados del mundo, el Museo del Louvre en París, me propuse observar y fotografiar pacientemente a los distraídos paseantes que disparaban copiosamente sus cámaras, no pocas veces haciendo uso del selfie-stick, esa extensión del brazo que, al estilo de otras prótesis contemporáneas, ha venido a aumentar nuestras capacidades naturales, o a reducirlas, según se considere. Hice un somero recorrido por las poses y movimientos de diversos transeúntes que se daban cita aquel día en la plazoleta que obra como antesala al Museo, pero rápidamente el ensayo devino en aburrimiento. No obstante, al revisar nuevamente el material con el propósito de realizar este escrito, pude observar con más calma y mejor criterio lo que en él se contenía. Mi favorita, por decirlo de alguna manera, es la fotografía de una mujer que se eleva unos centímetros por encima de la multitud, escalando y depositando su cuerpo sobre una especie de pedestal. Esforzándose por mantener el equilibrio, su felicidad llegaba al límite de la excitación a medida que sus movimientos iban quedando registrados por la cámara que disparaba, a instancias de ella, algún familiar o compañero de viaje. Lo más sobresaliente de este espectáculo público era que la susodicha se encontraba situada totalmente de espaldas a las fachadas del Museo, al tiempo que le mostraba sus partes posteriores a la famosa pirámide que, instalada en el centro de la plaza, constituye el símbolo más reconocible de todo el conjunto del Louvre. Es decir, a aquella compañera de viaje fortuita le daba igual todo lo que tenía a su alrededor, tanto que sus repetidos movimientos, hechos con alguna gracia para el improvisado fotógrafo, bien podrían haber sido captados en un estudio cerrado localizado en su país de origen, siempre y cuando detrás de sus contorsiones se hubiera instalado previamente una tela impresa con una imagen del Palacio y de la Plaza del Louvre, mismos elementos culturales y arquitectónicos que ella, en su pretendida actitud de modelo, negaba totalmente mediante su pose. Mi observación continuó, y siguió los movimientos de dos hombres que, entre la multitud, se disponían a tomar sus fotografías. Uno de ellos haciendo uso de una cámara común, y otro que se ubicaba de una manera algo marcial, sosteniendo con toda convicción su teléfono dirigido totalmente hacia su propio rostro. A éste último, el solo gesto parecía bastarle para convencerlo de que la suya era la única presencia del día en aquella explanada. Afincado en su móvil, como quién detenta una espada, el individuo parecía preso de una profunda abstracción. Escapado a otra dimensión, su pretendido aislamiento le salvaba, en apariencia, de sufrir o disfrutar de todos los pormenores del contexto: el calor insufrible, las multitudes que lo rodeaban, y, obviamente, las características de los edificios y sus posibles significados. Sigo revisando las imágenes de aquel día, y en cada una se puede contemplar a alguien tomando fotografías, muchas de ellas selfies. De rodillas, erguidos, acompañados o solos, cada uno se dedicaba casi exclusivamente al registro de su presencia, más importante que la presencia misma. Otra imagen bien diciente es aquella en la que puede verse a un grupo de personas, probablemente una familia, mientras se entretienen revisando en tiempo real las fotografías que acaban de tomarse. Es seguro que dedicaban el tiempo del que disponían para disfrutar de aquel sitio a labores de edición, o por lo menos ocupaban los minutos en meticulosas revisiones para convencerse a sí mismos de que su imagen había logrado una apariencia adecuada; certeza sin la cual no les habría sido posible continuar tranquilos el resto del día, aunque la operación debiera ser repetida hasta el cansancio cada vez que alguno de los participantes de aquella expedición decidiera realizar nuevas capturas. A un costado del grupo descrito, se observa a un niño no mayor de doce años, hincado en posición que denota un cierto interés “profesional”, sosteniendo una cámara a todas luces demasiado costosa para su edad, encargado seguramente por sus padres de tomar una instantánea a la fachada del Palacio. Por lo menos este infante no posaba a espaldas del edificio, y es posible que la imagen así capturada se hubiera fijado en su recuerdo impulsando posteriormente su inquietud respecto al emplazamiento visitado. Al repasar esta imagen suspiro, y elevo mis oraciones esperando que por lo menos en este caso así haya sucedido. El resto de los registros carecen de interés, ya que muestran a una multitud uniforme, homogénea hasta la disolución, dispuesta en actitud de paciente rebaño a una expectación interminable obligada para traspasar los controles de acceso que los separan del Museo como centro de culto y peregrinación. Un segundo ruego se me escapa, en la esperanza de que un porcentaje de aquella turba, así sea ínfimo, derive algo trascendente para su existencia de la ansiada visita. Esta mañana, antes de culminar el escrito, pude escuchar en France Inter Radio a Jean Luc Martinez, presidente del Louvre, hablar acerca del Museo y de la emblemática Pirámide, que este año cumplirá treinta de haber sido instalada en la plaza. Dos datos interesantes acerca de esa entrevista: El año pasado, según el director, el Museo alcanzó un hito: 10 millones de visitantes. Pero, según sus propios cálculos, el 60% de los franceses no visitan el museo. A la pregunta de un oyente sobre qué hacer con aquellas personas que vienen a ocupar el espacio limitado de las visitas, pero se dedican solo a tomar fotografías en el interior de las instalaciones en vez de apreciar verdaderamente las obras, El Director dijo que era imposible prohibir las fotografías pero que en el Museo se esforzaban porque éste fuera realmente un lugar de encuentro entre personas. Dos afirmaciones que me llevan a confirmar mis observaciones del verano anterior, en relación a la desnaturalización de este tipo de instituciones que dejaron de ser realmente centros culturales y artísticos para convertirse en atracciones turísticas, como cualquier parque de diversiones. Así van las cosas por estos días: Narciso redivivo recorre el mundo, animado por el único propósito de contemplar su imagen multiplicada un millón de veces en el estanque digital de los selfies. Galería afueras del Museo de Louvre