Desierto: para mí, antes de ir a Samaca, era la palabra que designa un lugar lleno de arena y donde hace mucho calor.
El incierto desierto
Vamos hacia el desierto del Perú, cerca de la ciudad de Ica. El lugar se llama Samaca y lo hizo, entero, desde el primer arbusto, Alberto Benavides Ganoza, filósofo y poeta peruano.
Desde el momento en que me dijeron: “es una experiencia inolvidable, no te lo puedes perder”, empezó a configurarse en mí una incertidumbre que al comienzo fue un olvido conveniente. Con el paso de los días, conforme se acercaba el momento, la excursión se me convirtió en una nítida piedra en la garganta, arrullada por esa voz susurrante que me repetía, con la entonación de mi madre: ¿qué tiene que ir a hacer a lo incierto, una señora, esposa y madre de dos hijos?
Por eso, llegado el momento de empacar las maletas y emprender el camino que me llevaría con rumbo final al desierto, la ansiedad se apoderó de mí, y una fuerza interior que se oponía a ese destino me forzó a considerar la posibilidad de abortar la ida; de huir del abierto e inquietante lugar que, desde su misma indeterminación, sentía como una terrible amenaza.
Entonces, pataleé. Pedí cancelar el tiquete; verificar la posibilidad de dejarlo para otro viaje, que en compañía de mis allegados me aportara mayores certezas. Se me respondió que no era posible: el boleto de avión no podía ser cambiado y el hotel ya estaba pago. Entonces, dispuesta a no renunciar a mis temores, pedí verificar si por lo menos se podía adelantar el regreso. Ninguna de estas soluciones parecía una alternativa.
Soy hija de la modernidad, lo cual significa una forma de ser y estar en el mundo que implica un abuso de la razón y poco o nulo espacio para la intuición.
Es así como desierto empezó a significar para mí lo inhabitado –en sentido radical–, la ausencia de lo conocido, y una exposición inusual o exacerbada a lo que yo creía entender como certeras amenazas: serpientes o escorpiones, lejanía, desafueros y todo tipo de locuras.
Recordé que soy alérgica y que tengo una advertencia perentoria de los médicos en este sentido. Se supone que debo saber inyectarme adrenalina ante la posibilidad de llegar a hacer un shock anafiláctico.
Así, agobiada con esos temores, consulté sí por primera vez podría aprender a usar la tal adrenalina, a lo que me contestaron que en las afujías (afanes) del inminente viaje no alcanzaba a aprender a ponerme bien la inyección, y que más bien pudiera ser que por evitar lo incierto terminara clavándome mal el líquido, el cual podía al ser inyectado erróneamente ¡causarme un certero infarto!
Me reí de mí. ¿A qué otra alternativa, más allá de la risa, podía apelar en el momento de máxima desesperación, donde lo fabricado por mi mente se me presentaba con la gravedad de un gran ridículo?
Más resignada que animada decidí viajar, y esperar a ver cómo transcurrirían los días en Lima. Pudiera ser que al final, esgrimiendo cualquier razón de último momento, fuera posible excusarme y no hacer parte del grupo que partiría al desierto.
Viéndolo en retrospectiva, pienso no sólo en la sonoridad, sino en las imágenes que nos hemos hecho de las palabras que conforman nuestro léxico.
DESIERTO: para mí, antes de ir a Samaca, era la palabra que designa un lugar lleno de arena y donde hace mucho calor. Aquel en que, en el peor de los casos, la gente se muere de sed o de insolación cuando se pierde el rumbo, se descompone el auto, o se sufre cualquier tragedia parecida.
¿Cómo es que la palabra en cuestión designaba para mí una uniformidad, que englobaba a todas las arideces de esta tierra?
Los días de Lima
Los días de Lima transcurrieron apacibles y retadores a la imaginación; de las vivencias allí transcurridas obtuve algo de dominio de la situación.
En la soledad de los recorridos, la ciudad se me entregó con su mejor cara. Pude palparla y amarla. Así que, con esas nuevas herramientas en mi maleta, consideré que tal vez sí podía ir al desierto.
Al momento de partir hacia Ica, nos dirigimos al Aeropuerto Internacional del Callao, para rentar dos autos que habrían de ocupar cuatro tripulantes cada uno. A mí me correspondió el auto conducido por el señor Subirats.
Justo es decir que Eduardo, quien cruza ya el umbral de los setenta años, era quien se defendía, tranquilamente, en esa rudeza absurda que es el tráfico de Lima. Parecía insuflado por un poder desconocido para mí, y como podía se deslizaba por entre los micros, carros, taxis, y taxis “cholos” (o moto taxis), haciendo caso omiso al estruendo de bocinas (las que hacen sonar todo el tiempo -vaya dios a saber la razón-), y esquivando las constantes insensateces de los conductores limeños: atravesarse todo el tiempo en todas las líneas, dejar y recoger pasajeros en plena vía, etc.
Una lenta fila de vehículos nos acompañó durante las casi dos horas que tardamos en abandonar la capital.
Para salir de Lima, desde el aeropuerto de Callao, se cruzan los siguientes distritos, en ese orden: San Miguel, Magdalena, San Isidro, Miraflores, Barranco, Chorrillos, Lurín y Asia. Por lo menos esa es la reconstrucción posible, de un copiloto al cual los ojos no le alcanzan para incorporar todas las maravillas que van recorriendo.
Al salir del área metropolitana, se toma la vía Panamericana rumbo a Ica (300 km de vía que se cubren en aproximadamente 4 horas). Dos carriles que tienen como límites vecinos gigantes: a la derecha el mar, y a la izquierda el desierto.
Pero, la ciudad (es decir, lo habitado), no termina en estricto sentido, sino que se prolonga indefinida en esa frontera que está configurada por el mar y el desierto.
La vía Panamericana al Sur
Al costado derecho, entre la vía y el mar, están los condominios privados. Blancas construcciones, ocupando los riscos contra los que se estrella la fiereza de las aguas marinas. Una versión americana del Mediterráneo –pensé-, lugares de veraneo que se protegen, con portadas y cerramientos, del indeseado Otro, “esa gente”, como dicen los representantes de la clase alta limeña.
Estos condominios están hechos para pasar el verano. Lugares a los que se recurre para escapar al agite de la gran capital, o tal vez –no lo sé con certeza-, son residencias permanentes que se hacen sostenibles a partir de su relación con las poblaciones que se van encontrando en el recorrido (Chincha, Pisco, entre otras).
Resultaba evidente la gestación de una fuerte relación entre las urbanizaciones privadas y un fenómeno que se me presentaba como novedoso: un número indefinido de precarias construcciones que empiezan a habitar las zonas desérticas sobre la vía, lo que los peruanos llaman “pueblos nuevos”.
Pueblos nuevos es un eufemismo para designar bastas invasiones. Son pequeños inmuebles que van desde improvisadas viviendas hechas de tablas y plásticos hasta casas pre fabricadas. Se imponen en el campo inhóspito, y constituyen un gesto “colonizador”: el hombre enfrentado al desierto.
Según la versión de nuestros acompañantes, estos son actos de posesión de quienes quieren reclamar en un futuro un título de propiedad.
Lo que más llamó nuestra atención es que, además de estar “tiradas” en plenas arenas, sin ningún tipo de infraestructura o servicio, o tal vez por ello, se encuentran, en su mayoría deshabitadas. Estos actos de afirmación se realizan a medias. Cada pequeña vivienda es un pie que avanza, mientras el cuerpo permanece todavía en otro lugar – muchos de los que edifican en estos baldíos tienen su residencia permanente en pueblos y ciudades cercanos-.
Me impresionaron mucho, no solo por su evidente insuficiencia de servicios y otras dotaciones, sino, sobre todo, porque no terminan. Juntos, componen una larga hilera que solo se interrumpe, por momentos, con la aparición de los valles. Línea discontinua pero permanente, que acompaña a todo el trazo de la carretera, y que, en un futuro no lejano, dará al traste con el mismo sentido de esta infraestructura vial.
Ello debido a que inevitablemente, entre las construcciones de los condominios de clases altas y estos “pueblos nuevos”, se generará toda una dinámica de relación, que obligará a cruces permanentes de personas y vehículos. En ese momento, la Panamericana se habrá convertido en una proyección de las calles de Lima.
Como una exaltación de la ciudad expandida, el centro y su área metropolitana se nos presentaban como una extensión indefinidamente prolongada hasta el sur.
En la vía sufrimos todo tipo de emociones. Los paisajes son bastos y arrobadores. Ese mar, neblinoso y triste en el invierno peruano, que parece delimitar los reinos de incas y nazcas, es fuerte e impetuoso y, a la vez, poseedor de la dulzura que trae a la memoria veranos memorables. El desierto grisáceo, permanente masa arenosa toldada de nubes y ofrecida al mar, tiene la solidez de la eternidad.
Los valles son lugares en donde se aprovecha cada centímetro cuadrado, dedicándose con aplicación a todo tipo de cultivos. Alimentan las poblaciones que se encuentran en el camino, y son una esperanza en la desolación. La misma que vino a amparar nuestro recorrido, borrando la sensación de estar perdidos en otro mundo, interrumpiendo con sus presencias verdes la monotonía de las arenas.
Ica y Huacachina
Llegamos a Ica, más bien agotados, y fuimos directo al Oasis de Huacachina, separada de la primera por un trayecto que se cubre en unos veinte minutos. No sin antes sufrir por los caminos de salida de la ciudad al vernos forzados a esquivar multitud de taxis “cholo”.
Desde que hicimos la parada en la estación de servicio, a la salida de Lima, habíamos perdido al vehículo donde iban nuestros otros compañeros. Pensamos que ellos deberían haber llegado primero que nosotros al Oasis. Sin embargo, al arribar a la casa de Alberto en el oasis, la casera nos anunció que nuestros compañeros del otro vehículo habían estado llamando insistentemente para saber de nosotros. Preocupados, nos hacían extraviados, siniestrados, o envueltos en quién sabe que tragedia. Se sentían culpables por habernos “abandonado”, pero el hecho es que nosotros arribamos primero que ellos.
Huacachina, otrora balneario favorito de los peruanos en virtud de las supuestas aguas medicinales de la laguna que lo origina, es hoy un lugar con una belleza detenida en el tiempo, con un cierto eco de sofisticación decadente. La morada de Alberto es una vivienda rica en objetos, pero sin pretensiones. Poseedora de un elocuente detalle, una hermosa huerta instalada en un patio central que da orden al conjunto, alberga, además, un asunto importante que anuncia el carácter del anfitrión: la edificación se abre al boulevard que bordea la laguna por medio de una biblioteca pública.
Salí en compañía de Eduardo a recorrer la ronda adoquinada, momento en el cual nos vimos forzados a atravesar las mesas dispuestas para la consulta en la biblioteca. En ellas, acuciosos lectores consultaban los textos disponibles.
Eduardo me mostró las edificaciones, construcciones de los años cincuenta y sesenta, reflejo de los esplendores de la arquitectura al uso en esas épocas. Incluso, observé que una de las casas estaba en venta, y me trasladé a la posibilidad (completamente lejana) de habitar ese lugar. Hoy día, estas residencias están siendo usadas para atender un turismo depredador. Las que otrora fueran casas de veraneo de las gentes poderosas del Perú, hoy se han transformado en restaurantes y hostales para backpackers (mochileros). En el lugar, se rentan vehículos que ascienden por las dunas, mientras sus motores producen un rugido enloquecido. Es la diversión favorita de los turistas, que, entre tanto, sonríen despreocupados y descalzos, llevando en hombros sus cámaras fotográficas y su ignorancia. Mientras recorren este lugar desentendidos de sus significados, ostentan al aire sus pálidos ombligos.
Persiste el hotel Mossone. Fuimos hacia él, en compañía de Elías. En su búsqueda, nos confundimos inicialmente con hotel Salvatiera, en cuyas paredes hay pinturas del legendario pintor peruano Sérvulo Gutiérrez. Este hotel, disminuido en extremo, se ve “lindo” en las fotos de internet que capturan visitas de incautos excursionistas.
En el Salvaterra, los encontramos por todos lados, tan norteamericanos y europeos, delatados por sus sandalias, sus pantalones cortos o sus trajes de baño. Su actitud es la del viajero que no se modifica con los lugares que visita, y más bien permanece en una perpetua disposición para el veraneo, soleado y despreocupado.
Finalmente, encontramos el hotel Mossone, y nos tomamos un tiempo para recorrer sus salones de maderas y pisos de mosaico, y, así, palpar la elegancia y el brillo de lo que alguna vez fue. Adorable el Mossone, en donde nos dispusimos a tomar una cerveza, acomodados en una de las mesas con vistas a la laguna.
Tuvimos que suspender a desgano esta ensoñación de pasados gloriosos, para asistir al servicio del almuerzo. Así, nos dispusimos a compartir una mesa exquisita, pues nos esperaban con un grandioso almuerzo, compuesto por los frutos de Samaca: aceite de oliva, jarabe de huarango (árbol espinoso de origen americano), verduras y más verduras acompañadas por varias clases de olivas, y un insospechado manjar producido con lo que da la tierra: puré de yuca.
El almuerzo estuvo acompañado por la “luz” de Alberto. Nos rodeaban sus fotografías, escritos, objetos, y todo aquello que nos introducía directamente a su presencia. Entre ellos un libro con algunas anotaciones, entre las cuales se me grabó una triste en relación con lo que acababa de ver. Decía así, más o menos: La Huacachina se muere de ruido, y nadie hace nada para salvarla. Anotaciones, frases, poemas, algunos colgados en las paredes del salón comedor, todos ellos escritos con la impecable caligrafía del propietario de la casa-biblioteca.
De esta forma quedamos instalados en la atmósfera del anfitrión ausente, y una vez culminado el almuerzo, partimos hacia Samaca.
Eran ya las cinco de la tarde, y Eduardo lamentaba que no llegaríamos a tiempo para recorrer el desierto con la luz del día.
A estas alturas, pensaba poco en escorpiones y otros bichos.
Pensé en decirle que ya estaba relajada, que me había olvidado por completo de los alacranes, y menos saber de los zancudos, pero me pareció de mal gusto defraudarla: tan orgullosa estaba de haber sido precavida trayendo tales defensas.
Noche fresca y renegrida, que rodea un desierto pobremente iluminado por una luna menguante. Comienzo de lo que se presiente como un viaje al interior de cada ser. Atisbos de un fuerte viaje hacia sí, inducido por el silencio y la oscuridad.