Las dunas como puertas entre dos mundos

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Me gusta recordar las Dunas de Taroa en el extremo más norte de la península de La Guajira en Colombia, como una especie de caparazón de un animal desconocido, por cuyo lomo tallado de estrías, hecho de las partículas arrojadas y perfiladas allí por los vientos del tiempo, es posible remontar.

Me apetece pensar en ellas como el dorso del pez durmiente sobre el que, en mala hora, descendieron Simbad y los compañeros de su primer viaje, y que al sentir el ardor de las fogatas encendidas por los marinos despertó para sumergirse en las profundidades del mar, arrojando a la superficie de las aguas a los atribulados visitantes.

Me provoca figurarme esas elevaciones doradas y veteadas, como delicadas estructuras, similares a las pirámides de Egipto, esculpidas pacientemente por algunos dioses Wayuú como una suerte de pasatiempo o de reto, en el intento de sobrellevar el tedio de su existencia eterna y divina.

O pensar en aquellas formas sinuosas, hechas de arenas delicadas al tacto, como la piel extendida de un posible torso, cuyo recorrido conduce a un secreto paraíso.

El ascenso, en sí mismo enigmático, estuvo lleno de promesas, no sólo de las sensaciones visuales y táctiles, sino de aquellas reservadas a la imaginación, ocupada en el movimiento de los pies, uno tras otro, que perezosos remontaban la colina, al tiempo que divagaban: ¿qué se esconderá detrás de estas barreras hechas de rubias areniscas?

La cuesta empinada y el apoyo escurridizo demandaban un esfuerzo físico notable, aumentado por el calor aún presente en las horas cercanas al final de la tarde. No obstante, nos movíamos impulsados por la ambición del torrente esencial proveniente del sonido del mar que se insinuaba allende las arenas.

Los reflejos del sol en la superficie labrada daban a la escalada un cierto misticismo, y los pies desnudos recibían toda la carga de esos suelos sagrados mediante una caricia repetida paso a paso.

Insondables caminos hechos de surcos misteriosos, que vistos en conjunto se convertían en una obra de arte de la cual nosotros mismos estábamos participando, como antes otros, como tantos después, en las horas insondables del pasado y el porvenir.

Al ganar la cima, el torso fatigado sintió el ramalazo del viento y de la sal de las aguas que, abajo, chocaban indiferentes, ni calmas ni furiosas, tan solo reiteradas en la afirmación de su presencia hecha de rompimientos sucesivos contra las rocas, golpes en el borde de las mismas arenas ahora extendidas hacia la infinitud del mar abierto.

Descender por las dunas es dejarse absorber por su ser vivo, es sumergirse en sus enigmas, es fundirse con esa combinación extraña entre superficie y desplazamiento constante, hundimiento cálido en las profundidades de ese ser indescifrable. Es penetrar, si se quiere, esa sustancia al tiempo inerte y viviente, siempre cambiante por la adición interminable de nuevas e imperceptibles capas que el viento, tejedor sosegado y perseverante, va depositando en la extensión misma de la duna para hacerla siempre otra, cada instante una cambiante nueva prolongación de su naturaleza.

Quisiera recordar por los siglos infinitos la sensación de la recepción tibia, ese abrirse de la masa levemente informe, apenas superficialmente accesible, dispuesta siempre a la acogida. Nuestras extremidades enterradas parcialmente hasta la pantorrilla, desplazándose difícilmente entre hundimientos y salidas, en la repetición monótona impulsada por el apetito desbordante de llegar a buen término al ganar la orilla.

Al fin, la densidad aumentada, el pie que dejó de zozobrar, los pasos que se tornaron firmes y habituales, y la humedad del contacto que nos inundó con la certeza de la masa inagotable de crepitantes aguas, salobres y verdosas, encrespadas de blancas coronas en el margen mismo en el que algo cambia sin llegar nunca a hallar un límite verdadero.

Un momento de transición: decidirse al arrojo, lanzarse a las frías corrientes. El instante más fuerte del deseo, impulso vital que arde y lastima, y que solo se conjura cuando se vive esa otra inmersión, esta vez de la integralidad del cuerpo en el volumen húmedo y frío que obliga al movimiento rítmico e incesante.

El desplazamiento permanente es la norma para  ingresar en la potencia de este otro ser vivo que es el mar, pacto que los hombres han hecho con las aguas y que debe guardarse celosamente para conjurar el riesgo de ser totalmente engullido por ellas, glotonas como son, ávidas de apropiarse del insuflo que anima los corazones humanos.

Vistas desde la saturación de nuestra humanidad sumergida, con los ojos proyectados hacia sus alturas desde abajo, las dunas parecen marcar el límite entre dos mundos bien establecidos, cada uno con sus lógicas, cada cual deviniendo en su particular manera.

Esa mirada inferior, en el momento pleno de nuestra existencia atrapada por los flujos marinos, ya cerca del crepúsculo, marcó en nosotros la certidumbre de la presencia de las dunas como un ser, una totalidad divina en su perfecta expresión de forma y consistencia, íntegra en la dignidad de su particular existencia.

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