Perfil de un valioso acompañante de los pueblos indígenas en Risaralda y el Cauca. Alguien que conoce mejor que nadie las riquezas materiales y culturales, así como las luchas y las penurias de esas comunidades.
Grandes atajadas con el sol a cuestas
Al despuntar los años ochenta del siglo XX, el niño Luis Fernando Saldarriaga no abrigaba dudas sobre su lugar en el mundo: detrás de la portería de Óscar Héctor Quintabani, el arquero argentino del Deportivo Pereira que vivió jornadas brillantes al lado de Sergio Cierra y Benjamín Cardona, dos inolvidables jugadores de esos días gloriosos.
Rodrigo Saldarriaga, su papá, que para la época se desempeñaba como juez de línea, le consiguió el puesto de recoge bolas, en el que se mantuvo inamovible durante dos años. Inspirado por las hazañas de Quintabani se hizo arquero de varios equipos infantiles, con la esperanza de sustituirlo algún día. Fue allí donde la piel se le empezó a tostar en jornadas enteras de sol, reforzadas años después en sus días de ambientalista, y, sobre todo, de solidario popular.
Así es como define su cosmovisión, su Dachi vida urubena, en la lengua embera que tanto ama. Para llegar hasta allí ha recorrido un camino largo y culebrero, en el sentido literal de esta última expresión Un día su vida empezó a girar a un ritmo que ahora lo tiene como un valioso acompañante de los pueblos indígenas en Risaralda y el Cauca.
La tierra de todos
A los 15 años Luis Fernado cursaba sus estudios de bachillerato en el colegio Jesús María Ormaza de Pereira. En sus aulas empezó a interesarse por los incipientes movimientos ambientalistas donde se hablaba de la necesidad de cuidar la tierra, la casa de los hombres, según aprendería después de labios de sus amigos indígenas.
“Con las tropas de boy scouts salíamos a acampar en distintos lugares rurales de Risaralda. El simple hecho de tomar agua del río y de recorrer las montañas le infunde a uno un respeto instintivo por el entorno. Desde luego, no se trataba de una conciencia política derivada de análisis sobre explotación irresponsable de los recursos. Nada de eso, pero ya existía una semilla que con la experiencia adquirida se convertiría en una decisión”.
Las palabras de Luis Fernando son claras y precisas. Nada de esos alardes retóricos y menos del lenguaje rebuscado de quienes fungen como expertos. Cuando evoca nombres de lugares y personas le fluye de los labios una corriente de frases frescas. En ellas se apoya para ubicarse en momentos claves de su vida.
“Como ya tenía una formación derivada de mis contactos con los Grupos Ecológicos de Risaralda, empecé a plantearme el camino a seguir, una vez terminado mi bachillerato. Me motivaba el ejemplo admirable de personas como Gustavo Marín, de Luis Alberto Ossa, gente que le dedicó todas sus energías a trabajar por la naturaleza. Entre otras cosas, Gustavo Marín murió hace un año de una enfermedad dolorosísima. Pero su ejemplo sigue alumbrando el camino para las nuevas generaciones”.
Caminando la palabra
Es hora de elegir una carrera y el hombre no lo duda un momento. Se matricula en la recién creada Facultad de Administración del Medio Ambiente en la Universidad Tecnológica de Pereira. Corría el año de 1994 y Luis Fernando lo ve clarísimo: le interesa más el activismo estudiantil que las discusiones académicas, extraviadas a veces en teorías abstrusas. No tarda en vincularse con los estudiantes indígenas matriculados en la universidad como resultado de las políticas derivadas de la Constitución de 1991.
“A la universidad llegaron- y siguen llegando- estudiantes indígenas de distintas regiones del país-. Entre ellos recuerdo a un muchacho Inga de Nariño, que pasaba por toda clase de penurias para estudiar. Permanecía días enteros sin comer, no tenía donde dormir ni recursos para transportarse. Un día explotó y nos dijo que se regresaba a su tierra. Hicimos un gran esfuerzo y lo convencimos para que no se fuera, con el compromiso de gestionarle algunas ayudas. Ese día se produjo mi toma de conciencia política sobre la necesidad de trabajar codo a codo con los hermanos indígenas”.
En realidad Luis Fernando no es indígena. Su madre Rosalba llegó de Pueblo Rico y su padre Rodrigo emigró desde Heliconia, Antioquia. Pero conoce las riquezas materiales y culturales, así como las luchas y las penurias de esos pueblos mejor que nadie. Ha caminado a su lado en jornadas de tres días, atravesando valles y montañas. Con ellos, aprendió formas de sabiduría como la del padre Álvaro Ulcué.
“Los indígenas hablan de caminar la palabra. Esa visión de las cosas la expresaba el padre Ulcué de esta manera: ‘La acción sin la palabra es peligrosa. La palabra sin acción es vana. La palabra y la acción sin el espíritu son la muerte. Por eso debemos caminar la palabra’ ”.
Esas declaraciones no son simple palabrería. Cuando consideran llegado el momento, los mayores, los viejos, los sabios de la comunidad convocan a los más jóvenes a una larga caminata por valles y montañas. Hacen un alto en determinados lugares y les relatan los hechos más importantes sucedidos allí. Les hablan de los protagonistas y del impacto que los acontecimientos han tenido en la comunidad. De esa manera les transmiten la memoria colectiva, clave para conservar la identidad cultural.
Luis Fernando conoce a fondo esas cosas.
“Muchas veces se repite que los pueblos indígenas no tienen una lengua escrita. Y eso no es exacto. Es cierto que no tienen una escritura o un alfabeto como el de otros pueblos. Pero sucede que su escritura son los tejidos: en las mantas, en las mochilas, en las molas y en las manillas esos pueblos narran y conservan sus historias.
Lo he podido constatar en los momentos compartidos con los Ingas de Nariño, con los Pastos, los Misak, los Totoroes, los Nasa, así como con las comunidades de Risaralda. En algunos de esos tejidos está consignada la historia de coraje de los pueblos que recuperaron tierras usurpadas por ingenios azucareros. También está el relato de un hecho tan ilustrativo como la recuperación de la Hacienda La Emperatriz, que se cerró con la muerte de 24 indígenas a manos de los paramilitares pagados por terratenientes de la región”.
En Risaralda, los pueblos indígenas están repartidos en resguardos como Gitó Dokabú, de Pueblo Rico; Loma Citabará, en Mistrató; Altamira y Suratena, en Marsella; Flor del Monte, en Belén de Umbría; Tatamá, en Santuario; Karambó, en Quinchía.
También habitan en Guática y en sectores de Pereira como Villa Santana, Las Brisas y La Carbonera. En estos últimos adoptaron el nombre de Kurmadó, que quiere decir Perla del río, como homenaje a la ciudad a donde fueron a parar luego de sucesivos desplazamientos.
Pies descalzos
Los pies descalzos en la historia de Luis Fernando Saldarriaga pertenecen a otra dimensión: son los de las mujeres indígenas que acompañan las mingas por caminos y carreteras de Colombia.
Son los mismos que se encontró, escocidos por el asfalto ardiente, el día en que los indígenas de Risaralda se tomaron el cruce de caminos de Cerritos, clave en las comunicaciones con el centro y el occidente del país. Fue en esos recorridos donde su piel adquirió el tono de café oscuro que hoy asume como una seña de identidad.
“Los pies de esas mujeres son un símbolo viviente de coraje. Imagine usted la carretera que conduce de Remolinos a Pereira en un día de verano. Y sin embargo decenas de mujeres indígenas las recorrieron descalzas, o a pata limpia, como suele decirse. Era cosa de verlas avanzar con el sol encima sin una queja, sin una sola pausa. Corría el año 2001 y ese momento también fue crucial en mi vida. Ese y la noche en que pasé velando el cuerpo sin vida de un indígena asesinado en Toribío Cauca. Esas son las lecciones grandes que le da a uno la vida.
Es esos momentos cuando recuerdo y valoro a las personas que han marcado mi existencia. Han sido muchos maestros, pero quiero mencionar al antropólogo Luis Guillermo Vasco; al historiador Víctor Zuluaga y a los sabios ancestrales sabedores doña Blanca Andrade y don Guillermo Tenorio en el Cauca. En Risaralda debo mencionar a don Misael Nengarave. En otro ámbito debo nombrar a la documentalista Martha Rodríguez, quien ha realizado un valioso trabajo con los pueblos de Colombia”.
Y como no, evocar a Guillermo Castaño, ese roble ambulante. Ese luchador infatigable por los derechos humanos.
Epílogo con dama, canción y perro
Cada vez que puede, Luis Fernando aborda un bus y se escapa hacia el territorio indígena de Cristianía, ubicado en Jardín, Antioquia.
Allí se despoja de sus botas y alivia los pies en un chorro de agua fría. Entonces se toma todo su tiempo para acariciar a Yuly Marcela Niaza, su mujer, una indígena embera de la zona que se graduó como socióloga en la Universidad de Antioquia. Al fondo, casi siempre suena la tonada de Dale tu mano al indio, una canción chilena interpretada por los hermanos Parra.
Luego viene un desayuno en el que no pueden faltar el chocolate y la arepa. Ah, y ahora sí, salda una vieja deuda de afecto con su perro Bongo. Un Beagle dotado de la dosis de paciencia suficiente para las esperas largas.