Siguiendo el curso del canal grande de Milán se llega al Mercado de La Dársena, un pequeño conjunto de locales dispuestos a borde de agua, pleno de artículos regionales, y de otros que provienen de lejanas latitudes como Perú, Colombia, Ecuador y el Salvador.
Es el comercio de comida colombiana un rincón de mundo hecho de empaques y envases. Su sola apariencia tiene ya un significado para aquellos de nosotros a quienes estos objetos han acompañado durante buena parte de la existencia.
Los tonos tradicionales que componen el celofán semi pintado y transparente; ese juego de opacidad y claridad por el que trasluce el color dorado de las galletas Ducales, pueden no decirle nada a la mayoría de los milaneses o europeos que se pasean diariamente por este lugar, pero serán un motivo de alegría para los arropados desde su nacimiento con la manta amarilla, azul y roja. Igual, el verdiamarillo del chocolate Corona, el rojo intenso del bonbonbum, los cubos dorados en los que viene empacada la gallina blanquiazul del caldo Maggi, el blanco y rojo del arroz Roa, o el inconfundible tono naranja del Frutiño; todos cercanos, reconocibles, con la capacidad de susurrarnos algo que nos asalta en lo más hondo.
Este diminuto local comercial hace una patria, forma una morada, y despierta en el expatriado o en el viajero ocasional todas las evocaciones.
De esas añoranzas sabe bien Consuelo González. Venida desde Cali hace diecisiete años obligada por las circunstancias (la ausencia de trabajo, la violencia), halló una manera de ganarse la vida, y el reconocimiento de quienes la frecuentan, a partir de la recreación de este particular escenario: un recodo de Colombia profusamente poblado de empaques y envases coloridos.
Importando y distribuyendo esos pedazos de terruño a los nostálgicos emigrados, provee un rápido acceso a un cierto espacio que desde el exilio se percibe lejano o perdido. Ella es la llave que abre la caja donde se guardan evocaciones profundas. Y por eso no es una compatriota cualquiera: ya sea para las celebridades que la visitan (jugadores de fútbol o sus esposas, por ejemplo), o para aquellas personas corrientes que desean degustar una preparación con lo sabores de su tierra natal, Consuelo es Colombia en Milán.
Durante mi visita a su establecimiento viví una especie de revelación sobre la importancia de las marcas en nuestra existencia. Comprendí hasta qué punto su apariencia visual y su recordación sonora han dejado su impronta en nosotros, y fui consciente del poder que representan, potestad que proviene de ese estar presentes en muchos momentos de nuestra vida, cotidianos y también especiales: el desayuno que nos daba mamá antes de partir al colegio, las comidas familiares, las loncheras de la escuela, los días de celebración, la convalecencia, los nacimientos, el forjar de largas amistades o el encuentro de ciertos amores, los días en que nos invadió la alegría o en los que nos vimos indefensos ante la inmensa soledad.
Embriagados por esa presencia, a vuelo de ojo uno se da la cuenta de que la patria es una abstracción que puede ser transportada o recreada a voluntad. Y que la ordenación de un universo particular llamado nación, se traslapa con otras entidades más individuales, ya sea la familia o el hogar. Como a los recién nacidos, esa restitución del lugar perdido nos llega a través de la lengua. En uso permanente de este órgano, aprehendemos todo lo externo a nosotros a través del idioma y la comida.
Lenguaje y alimentación, ejercitados alrededor de un fuego o de una gran mesa, en donde ingredientes y palabras conforman las recetas que se sirven e intercambian abundantemente, se suman a ese todo, que termina por convertirse en un agregado que da cuenta de lo que somos.
En esta, nuestra época, la del apogeo del capitalismo, los productos que usamos nos definen y pueblan los recuerdos. Que la relación que nos plantean trasciende lo funcional y se convierte en afectiva, es algo que puede notarse mejor a la distancia. Desprovistos de ciertas prevenciones y del horizonte cotidiano, nos reconocemos en ese paisaje artificial dispuesto en estanterías, y entonces nos viene a la conciencia la especie de escolta que nos han brindado ciertas marcas a lo largo de la vida. Con mayores razones hoy, en ausencia de una permanencia de los objetos, convertidos en artículos desechables y fácilmente intercambiables, las marcas han venido llenar el vacío en la configuración de nuestro mundo simbólico.
Además de la colección de productos y sus olores, Consuelo: mujer vallecaucana quien demandada por mi compañera de viaje, en relación a la calidad y preparación de una yuca, le respondió mientras se abría en una sonrisa de labios generosos repletos de dientes, “no hay problema, si quiere yo se la pelo”.
En ese momento, algo en mi respiración se aquietó, y tal vez me llegó la certeza de estar rodeada, arropada sería más justo decir, por ese indefinible ambiente que tiene el poder de transportarnos a la serenidad de la casa materna. Un retorno al útero, mezcla de mujer y patria de las que se ha nacido, calor que en la lejanía se ansía, al que se le extraña y se le busca hasta que un buen día, de repente, lo encontramos en un recodo cualquiera de un país extranjero.
Así me sucedió a mí en el pequeño comercio de Consuelo, llamado “Rincón Latino Los Colombianos”.
Las trampas de la nostalgia, dirán algunos, y a lo mejor les asista algo de razón. Pero para mí, una manera de volver a las raíces por otros caminos.
Esta entrada se publicó originalmente el 29 de octubre de 2019, la reactivamos en el mes de marzo del 2020 como homenaje al trabajo diario de las mujeres desde su cotidianidad. MujeresenMarzo