Nostalgias perras: perros callejeros en la cuarentena

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Sospecho que en su largo camino hacia la hominización, los perros desarrollaron una especie de proustiano sentido de la nostalgia, detonada por aromas, ruidos, timbres de voz.

O mejor dicho: por la ausencia de esas antiguas presencias.

Esa condición se acentúa en el caso de los perros callejeros, desplazados por las cuarentenas hacia una suerte de fisura en el espacio- tiempo, bastante parecida a la del encierro humano.

Aunque, en su caso se trata de un confinamiento hacia afuera. Un confinamiento al revés. Una forma aún más acentudada del destierro.

Por definición, el perro callejero es el campeón de la supervivencia. En él cobra pleno sentido el lugar común que define la ciudad como una jungla de cemento.

En las calles los sentidos se aguzan, devienen instrumento para identificar de un solo golpe de oído, de olfato o de vista al potencial amigo o al letal enemigo.

Las promesas pueden venir de la cocina de un restaurante, de la vitrina de una panadería, de la visión sangrienta de una carnicería, o de la señora que pasa con la compra mañanera.

Las amenazas llegan de todas partes: conductores distraídos o dementes, vigilantes energúmenos, vecinos malhumorados, tribus neo nazis, drogatas paranoicos, congéneres hambrientos y feroces.

En fin, la variopinta vida cotidiana de cualquier ciudad.

En esa búsqueda, cada perro supo encontrar su propio espacio de redención: la puerta de un restaurante popular, el alero de una cafetería, las bancas de un parque o el atrio de una iglesia, como en el caso de la mujer que, de tanto instalarse con su familia perruna a la puerta de la catedral, acabó por convertirse en parte de la liturgia.

Pero la pandemia de la Covid-19 lo puso todo patas arriba en un santiamén, enviando a los humanos al exilio de sus casas y dejando a los perros todavía más de patitas en la  calle.

I

Primer día de clases

Nadie puede precisar con exactitud cuándo apareció el primer perro callejero en el campus de la Universidad Tecnológica de Pereira. Pero lo que no se discute es la masificación de su presencia hace cosa de una década. Llegaron de toda raza y condición, me dice Rosalba, una funcionaria de la administración a punto de jubilarse, que cada mes destinaba con rigor religioso el diez por ciento de su salario a la compra de alimentos y medicinas para los muchos perros y unos cuantos gatos que se enseñorearon de prados, pasillos y aulas, en fraterna convivencia con maestros y estudiantes.

Su presencia se hizo más notoria de unos diez años hacia acá, cuando algunos estudiantes y profesores empezaron a adoptarlos, a ponerles nombres y a comprarles concentrado para su alimentación. Recuerdo a Lassie, por ejemplo, por la famosa perra de la película. También a Flor, una Tacita de Té que no tardó en ser adoptada por una estudiante que se la llevó a su casa. Entiendo que allí sigue, envejeciendo y con vida de princesa entre los mimos de toda la familia. Eso entre los animales más amables, porque también llegaron perros bravos como Rambo, un doberman abandonado cerca de la universidad, que tardó su tiempo en convertirse en un perro dócil y amable. Un estudiante de medicina de nombre Federico, se encargó de esa tarea. El muchacho tenía un conocimiento de los perros tan bueno que hasta llegó a alcanzar fama de domador.

Según el último censo, al comenzar la cuarentena la cifra de habitantes perrunos del campus había alcanzado la cifra de  catorce, cada uno bajo el cuidado del Comité de Bienestar Animal, una dependencia creada en 2014, bajo la rectoría de Luis Enrique Arango Jiménez. En mucha menor medida también se colaron gatos, aunque el talante indómito de estos últimos hizo que no fueran tan populares entre estudiantes y funcionarios.

Entre esas excepciones se cuenta Martina, una siamesa de noble abolengo que llegó a la universidad preñada de cinco criaturas que, una vez paridas, no tardaron en ser acaparadas por igual número de adoptantes. Supongo que el prestigio de la raza ayudó, lo que viene a probar que los atavismos de clase no sólo funcionan para los humanos.

Junior

El asunto alcanzó tales dimensiones, que la universidad acabó por crear un Comité de Bienestar Animal, generador en principio de algún rechazo entre la parte de la comunidad hostil hacia los animales, o por lo menos indiferente ante su presencia en el campus, relata José Norbey, un profesor de matemáticas que decidió adoptar un pekinés de colmillos afilados como agujas hipodérmicas. Hoy, el  pequeño animal comanda una bandada de gansos que completan la guardia pretoriana de su finca, en el sector de La Bella.

Para quienes los queremos y valoramos, resultaba de veras entrañable contemplar un perro echado a la puerta del aula, o incluso instalado con comodidad en un rincón del salón, con el aire absorto de quien presta mucha atención al curso de las ecuaciones, los teoremas, las derivadas o la teoría de conjuntos. Quién sabe, a lo mejor ya hay perros expertos en esas  maravillas de los números o de otras disciplinas. Todo depende de la facultad y del programa que hayan elegido para instalarse.

Porque los hay para todos los gustos y programas: unos optan por la medicina, otros por la mecánica, más allá eligen las ciencias del deporte y unos cuantos más tienen inclinaciones literarias, al punto de que se los ha visto escuchar con atención agudas disertaciones sobre La urbanidad de las especies, el libro de cuentos del escritor Rigoberto Gil.

Cuenta la leyenda…

Como en todas las comunidades, entre los perros también florecen y se multiplican las leyendas urbanas. Es el caso de Buseto, un perro que, según testigos, viajaba todos los días a la universidad en la ruta 6 del transporte urbano. En principio, abordaba el bus en la terminal de transportes. Mediante una sucesión de ladridos ya identificados por los conductores expresaba su deseo de subir a bordo. Cuando le abrían la puerta, el animal se instalaba y a los pocos minutos se bajaba en la Universidad Tecnológica, donde era objeto de toda clase de atenciones. Una vez terminada la jornada, repetía la operación en sentido inverso y descendía en la Terminal.

Su lugar de residencia era toda una incógnita. Fin del viaje, muchas gracias a todos y hasta la mañana siguiente.

Era jodido y mordelón este Buseto. Quien trataba de tocarlo cuando se instalaba en su atalaya de El Guaducto, corría el riesgo de llevarse en la piel la marca de sus colmillos. Por alguna razón, el único que sobrevivió al intento fue el político Sergio Fajardo. Durante una de sus visitas a Pereira quiso cruzar ese puente de guadua. Al ver a Buseto, contra todas las advertencias de sus acompañantes, se inclinó a acariciarlo. Para sorpresa de todos el animal se dejó hacer.

Fajardo y Buseto

Cuestión de empatías, creo yo. Convergencias políticas, piensan otros.

Otra celebridad es Gitana, la perra activista experta en protestas sociales. Con una pañoleta roja anudada al cuello, participa en todas las marchas y se dice que hasta aprendió a recitar consignas y a ladrarles a los policías.

La gitana roja, le dicen algunos militantes de la vieja guardia.

La leyenda más pintoresca de todas es la de Jíbaro. Según testigos, es el dealer del campus. Se trata de un criollo que recorrería toda la universidad con una canastilla atada al cuello. En ella porta decenas de baretos- cigarrillos de marihuana-  cuidadosamente liados. Los compradores los toman y depositan en la canastilla el importe de la compra. Al agotar la existencia regresa al lugar donde lo espera su anónimo propietario, que repite la operación hasta agotar existencia.

Servicio al cliente, entiendo que le llaman a eso. Ni Rappi lo hace tan bien.

Pero no todos los quieren. De hecho hay quienes los detestan al extremo de querer exterminarlos. Dicen que son portadores de enfermedades, que estar pisando mierda de perro todo el tiempo no es precisamente lo más agradable y que incluso ellos mismos, así como amigos, parientes y visitantes de la universidad han sido objeto de mordeduras, algunas de ellas graves.

Supongo que en estos meses de educación virtual deben sentirse a sus anchas, lejos del que consideran el peor enemigo del hombre.

No es ese el caso de personas como José Luis Tristancho, profesor de ingeniería, o de Campo Elías, del área de Ciencias Básicas, que no dudaron en llevarse para sus casas algunos de los perros.

El cariño que muchos estudiantes y profesores les profesan puede rastrearse en los nombres utilizados para rebautizarlos: Mono eléctrico, Brownie, Monita Aservi o Mono bareto, éste último por su inclinación a merodear por el lugar donde algunos estudiantes consumen su dosis personal de marihuana.

¿Pero cuál ha sido el destino de los perros de la Tecnológica durante estos largos meses?

Carolina Aguilar, funcionaria de la universidad, preside desde 2014 el Comité de Bienestar Animal. Además, es activa animadora de la página web Peluditos, un completo medio de información para captar recursos y gestionar adopciones. Con cifras en la mano expone un panorama completo de la presencia de perros y gatos en el campus.

Hay que precisar algo: cuando se habla de catorce animales, nos referimos a los presentes en la universidad al comenzar las cuarentenas, y con ellas el paso a la virtualidad.

Pero si contamos los perros rescatados a lo largo del tiempo, la cifra podría alcanzar el centenar. Hubo un momento en que llegamos a tener setenta en La perrera. Sucede que muchos de ellos, después de recibir la adecuada atención en salud, así como la debida higiene y alimentación han sido devueltos a sus familias o entregados en adopción. Muchos perros y gatos  son abandonados en el campus o en sus proximidades, tal vez por la receptiva actitud de tantos estudiantes y profesores.

Por eso digo que, vistas así las cosas, entre los que van y vienen pueden completar unos cien, hasta ahora.

Cualquiera que tenga una mascota en su casa sabe lo que cuesta mantenerla. Entre los concentrados, la vacunación, la higiene, la eventual atención médica y toda la parafernalia adicional pueden llevarse una buena tajada del presupuesto familiar.

Así que al Comité le toca moverse para buscar recursos. Carolina lo cuenta así :

Si bien el rector Arango Jiménez aprobó la puesta en marcha del Comité, de entrada dejó claro que debíamos gestionar recursos para su sostenimiento. Por eso creamos la página Peluditos, dirigida a organizar cadenas a través de las redes sociales con el propósito de encontrar donantes y familias adoptivas. Hasta ahora todo ha funcionado muy bien. Por ejemplo, esos recursos nos han garantizado el suministro alimenticio desde la llegada de la pandemia. Entre los donantes es bueno mencionar a la alcaldía de Pereira, que nos ha respaldado con recursos a través del Bioarque Ukumarí. Para distribuír la comida al interior de la universidad contamos con la buena voluntad de los vigilantes y de las personas de los servicios de aseo.

Como quien dice, nosotros buscamos la plata, les hacemos llegar los paquetes y ellos se encargan de llevar la comida a la mesa.

II

¡A otro perro con ese hueso!

Steven, el hijo de Ásdrubal, estudia Ingeniería Eléctrica en la Universidad Tecnológica de Pereira. Al lado de su padre aprendió a querer los perros… y un poquito a los gatos.

Asdrúbal es uno de los carniceros del sector de Villa Santana. Fue uno de los primeros campesinos inmigrantes que se  asentaron en el naciente barrio, cuando apenas era un puñado de casas diseminadas por la ladera. En su vereda del municipio de Santuario había regentado una pequeña carnicería vecinal, donde les vendía carne de res y cerdo a los habitantes del sector. De ñapa, les regalaba patas de res, orejas y algunas vísceras que los campesinos compartían con sus perros.

Fue así como aprendió que, en materia de alimentación, esos animales son tan caprichosos como los humanos.

Son bastante resabiaos, si quiere que le diga, declara con un tono de voz altísimo, de modo que todo el vecindario se entera de la conversación. Algunos se acercan para enterarse mejor del asunto. Con el auditorio multiplicado, el hombre se lanza a explicar el chisme.

A unos sólo les gusta el Calambombo, que viene a ser el hueso pelao donde se forma la rodilla o chocozuela. Otros prefieren el hígado, otros se emboban con las orejas y pueden pasarse horas mordiéndolas como si fueran chicle. Quién sabe, tal vez  ese sea su desparche, su manera de matar el tiempo. La gente me dice que si soy pendejo, que por cada pedazo de carne que les echo a los perros estoy perdiendo plata. Con seguridad es así, pero no se imaginan lo feliz que me pone ver animalitos contentos.

Esa es mi mayor ganancia.

Entre sus comensales se cuenta Pecas, un labrador flaquísimo como un faquir, a quien por eso mismo los vecinos rebautizaron con el nombre de Carnegato. Es el más madrugador. A las cinco de la mañana ya está echado a la puerta del local, a la espera de que su amigo Ásdrubal abra el negocio.

Yo no sé a ese animalito pa dónde se le va la comida, porque alimento nunca le falta. Unos le dan sopa, otros sancocho y  siempre le cumplo con su ración diaria. Eso sí: que ni piense en concentrados porque en estos lados eso es un lujo que nadie se puede dar. Sobre todo porque desde la aparición del virus es mucha la gente que no pudo volver a trabajar. Las ventas en las calles las prohibieron, a las empleadas domésticas las mandaron pa la casa sin un peso, las obras de construcción se paralizaron y todo el mundo empezó a pasar necesidades.

Pero eso sí, cosa bien rara, nunca dejaron de comprar carne. Eso me ha permitido vivir bien y seguir dándole la ración diaria a los animales. Si hasta tengo un par de gatos por ahí que hacen fila para esperar su dosis. Como será, que la gente se enoja porque, según ellos, tengo la culpa de de que que ya no cacen ratones. Usted conoce bien el refrán: gato lleno no caza.

Y gato satisfecho trae más gatos, pienso, mientras conjeturo el destino de los perros que hicieron del campus universitario su propia ciudad aparte. Quizás como ningún otro, ellos esperan con ansia el fin de las clases virtuales.

Contador de historias. Escritor y docente universitario.

4 COMENTARIOS

  1. La anécdota del político Fajardo y el perro Buseto (buen título para un cuento) da pie para reflexionar sobre el íntimo desconcierto del perro, cualquier perro, ante la falta de inteligencia olfativa de los humanos. Nosotros solemos lamentar que el perro no pueda “pensar”, o sea enlazar razonamientos dialécticamente. Esto no tiene sentido para el perro inteligente, que no tiene tiempo para estos argumentos: lo que realmente le importa es su relación con las cosas y otro seres animados, entendida en gran parte a través del olor, mucho más revelador (por la inmediatez) que las palabras (que exigen una elaboración intelectual). Todo esto me ha sido develado por Esteban, el sabio labrador, que en este preciso momento revisa este testimonio por encima de mi hombro. Por su mirada escéptica, me doy cuenta que no he comprendido del todo lo que quiso decir. Finalmente, tras un suspiro/bufido, se echa a mis pies con su acostumbrada dignidad.

  2. Jodido y lúcido su amigo Esteban, en el más bello y certero sentido de la palabra lucidez, mi querido don Lalo. Esa capacidad para ver más allá de las apariencias, para atravesar la coraza defensiva de los seres y las cosa sólo les he dada a unos cuantos humanos y a una amplia gama de animales. De ahí la antigua intuición de que ellos ven lo que nosotros no podemos ver.
    Mil gracias por el diálogo y saludos a Esteban.
    Un abrazo y hablamos.
    Gustavo

  3. Buenas noches Gustavo.

    Un ¡Guau!! para esa linda crónica. También me preguntaba qué habría sido de estos “universitarios”, que me encontraba los primeros miércoles de mes, en el mercado agro-ecológico, andando de aquí para allá, por entre los árboles y a la vera de los estantes del mercado. Un alivio saber que siguen recibiendo su racioncita diaria y que la pandemia, que embozaló a los humanos y reivindicó a los animales, no ha sido un motivo más, de sufrimiento para ellos. Yo tengo a tres “peludas” recogidas por los caminos de esta vereda donde vivo. Una gran compañía para esta cuarentena, y, espero, que para el resto de mi vida. Una sabrosa lectura, con protagonistas perrunos. Buenas noches. Olga L. Betancourt

    • Bueno, un ¡Guau! por sus peludos también, apreciada Olga Lucía. Por lo visto, libres de las jornadas académicas y sin la obligación de conectarse a la educación virtual, han vuelto a sus andadas perrunas. A la disputa por huesos y damas que, en el más preciso sentido, le dan sabor a su vida.
      Un abrazo y muchas gracias.
      Gustavo

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