Hoy en día el terreno ubicado en pleno Centro Histórico de Lima es una cochera de autos, ha vuelto a las épocas oscuras de la delincuencia y el microtráfico de drogas.
Hubo una vez una calle sucia, guarida de ladrones y espacio laboral para microtraficantes de pasta y prostitutas. La recuerdo así, desde aquel verano de 1995 que comencé a recorrer a consciencia las calles del Centro Histórico de Lima.
Ubicada a menos de cincuenta metros de la Plaza San Martín y en paralela a la Av. Nicolás de Piérola, la segunda cuadra del Jirón Quilca conoció épocas más dignas.
Y no es leyenda oral, sino realidad testimoniada en novelas y ensayos, que nos señalan su importancia como foco cultural, puesto que en sus bares y restaurantes solían reunirse artistas, poetas, escritores, músicos e intelectuales, que en la algarabía de las noches azules pergeñaban proyectos y, ante todo, discutían y pensaban la problemática peruana.
Esta mítica segunda cuadra fue un punto de encuentro, cuya tradición la podemos rastrear hasta la década del 20 del siglo pasado. Allí, a saber, vivió durante un tiempo el mayor poeta peruano César Vallejo, además, el imprescindible ensayista José Carlos Mariátegui solía reunirse en los cafés de Quilca con sus seguidores.
No estamos ante datos menores, sino ante una pequeña muestra de su urbana fuerza seductora que no ha conocido de desdenes generacionales.
Sin embargo, algo pasó. El nefasto primer gobierno de Alan García aniquiló no pocos espacios del Centro Histórico, incluyendo Quilca. Pues bien, a pesar de la crisis, en Quilca sobrevivieron algunos bares, suerte de bastiones de resistencia que cobijaron en el decenio ochentero a los representantes de la movida subterránea y también a varios grupos poéticos y artísticos. En otras palabras, la tradición cultural quilquense resistió como pudo los peores años de la historia política, económica y social del país.
Cuando recorrí Quilca por primera vez, lo hice con todos los cuidados posibles. Bastaba que fueras un forastero para ser rodeado, agredido y asaltado. No importaba si era de día o de noche. Pasar por esa segunda cuadra era ingresar a una suerte de Far West bajo cielo gris, una tierra de nadie en la que importaba muy poco si te considerabas un vecino de la zona, como era mi caso.
Es decir, nunca he vivido en el Centro pero lo he recorrido desde niño, siendo testigo de sus calles y pasajes en los que había que tener cuidado, y esta segunda cuadra del jirón demandaba toda la atención posible. Quien quería comprar libros a los “libros de Quilca”, tenía más de una opción de llegada y ninguna de ellas te brindaba la seguridad mínima.
Eras tú mismo y tu destino.
Durante los primeros años 90, los libreros se habían juntado en la tercera cuadra del jirón. Tenía dos accesos, el de la calle Belén, bajo la presencia del monumento de San Martín en la plaza y la del Teatro Colón, en aquel entonces en su rol de epicentro para los amantes de películas porno, o Camaná, en cuya esquina con Quilca se agrupaban combis con dirección al Callao, lo que resultaba peligroso, ya que los ladrones estaban atentos al primer despiste del transeúnte.
Solo en esa tercera cuadra, en su desorden y vesánica oferta de libros, podía hallarse una relativa seguridad.
Sin embargo, un día el asunto cambió. Era una olvidada tarde de agosto de 1996 y me dirigía a comprar libros donde los libreros ambulantes de la tercera cuadra del jirón, cuando me di con la sorpresa de que ya no estaban allí. El alcalde de entonces, Alberto Andrade, estaba llevando a cabo una salvaje política de “limpieza”, que consistía en botar, sin importar las formas, a los vendedores ambulantes de las calles.
Cuando pregunté por ellos, varios vendedores ambulantes de comida y golosina me dijeron que los libreros habían formado comisiones a la búsqueda de un local. Sentí desconcierto y desazón, y también ansiedad, porque gracias a los libreros podía comprar títulos descatalogados, revistas de cine y rock, además, entre las rumas de libros en oferta cabía la posibilidad de hallar una joyita poética peruana.
Pasado un tiempo, un grupo de libreros alquiló un terreno ubicado en la segunda cuadra de Quilca, así es, en la intransitable cuadra conquistaba por los microtraficantes de pasta, hierba y cloro. Ni bien me enteré, me dirigí a ese nuevo espacio. Y lo que vi fue calamitoso. Piso de tierra, ausencia de servicios higiénicos y esteras para diferenciar los lugares a ocupar por los más de 40 libreros, cuyos libros estaban guardados en cajas y costales.
Pensé que no durarían mucho tiempo. ¿Quién se atrevería a venir a comprar libros si sabes que te van a asaltar así llegues o te retires?, me pregunté.
Como todo proyecto que inicia, los libreros la pasaron muy mal en sus tres primeros años. Por ejemplo, era cosa de todos los días verlos en la calle, llamando a los transeúntes, sin importar la humedad natural de la ciudad, potenciada precisamente en las calles de su Centro Histórico.
No vamos a caer en la mezquindad, la verdad se impone en sus hechos: los libreros de Quilca, que conformaron La Asociación Cultural Boulevard Quilca, rescataron esta calle.
La presencia de ese terreno en que empezó a funcionar una feria de libros permanente, propició la aparición de librerías que comenzaron a ubicarse en la segunda cuadra del jirón, del mismo modo restaurantes, tiendas y bares, hasta centros contraculturales como El Averno.
La resurrección de Quilca se dio gracias a la presencia de libreros en aquel terreno. De esta manera se comenzó a rescatar la tradición y bohemia de toda esa segunda cuadra. No hay mejor prensa que el “boca a boca”, por eso, no pasó mucho para que se instaurara en el imaginario capitalino la seña de valor: cuando se decía “Vamos a Quilca”, la referencia era obvia: el Bulevar como punto de encuentro e implícita búsqueda.
Por ejemplo: llegabas en la tarde, comprabas libros, almorzabas en uno de sus restaurantes, te encontrabas con amigos en la calle, ibas por unos tragos ya sea a los bares Queirolo y Don Lucho, y esperabas el nocturno desenfreno dionisiaco que ofrecía la misma calle, escenario en el que acaecía de todo.
A fines de los noventa, cuando la dictadura de Alberto Fujimori se despojó de su careta democrática, grupos de estudiantes universitarios, sindicatos y colectivos, se reunían en Quilca para dirigirse a la Plaza San Martín, regresando horas después a Quilca, que se impuso como la calle del descanso y el placer, de la inconformidad y de la libertad de opinión.
Lo que no se podía decir en los circuitos oficiales de la inteligencia, lo podías expresar allí.
Los libreros de la asociación dieron el impulso que hizo de Quilca no solo un destino cultural para peruanos y extranjeros, sino también toda una tradición que rescató un sentimiento de agitación y de libertad. Además, como si el destino de la calle no fuera otro que el cultural, Quilca, en el idioma quecha, significa escritura. Y un dato más para el acta: esa misma calle fue un camino Inca.
A mediados de 2011, cuando Quilca ya formaba parte del imaginario cultural de la capital, me embarqué en un proyecto libresco en el Bulevar. Pasé de lector a ser lector-librero. No sufrí lo que los libreros de la asociación sí, y pude conocer los beneficios del nombre ganado del lugar, como también sus problemas internos.
Para mí fue una oficina en la que escribía, fumaba y escuchaba buena música, pero ante todo un espacio para la conversa con escritores jóvenes y reconocidos, estudiantes, políticos, directores de diarios, periodistas y muchos lectores con los que hablabas de libros y de quienes aprendía.
Y lo que jamás imaginé: en los últimos respiros de la asociación, llegué a ser el representante de los libreros, a petición de la mayoría de los mismos.
En síntesis, la historia es así: el terreno pertenecía al Arzobispado de Lima, que lo alquiló a los libreros con el único fin de la promoción cultural. El contrato de alquiler se respetó durante muchos años, lo que no quiere decir que fueran tiempos felices, porque algunos asociados fundadores abusaron de su poder, subarrendando espacios cuando estaba totalmente prohibido hacerlo.
Este y otros detalles eran del conocimiento del Arzobispado, que como tal no hizo honor a su nombre, menos a su discurso de apuesta por la cultura y la educación, y peor aún, a la honestidad que debe regir su accionar, puesto que en mi gestión de representante se descubrió que el terreno no le pertenecía a este organismo eclesiástico.
De sus 1500 metros cuadrados, el Arzobispado era dueño de la tercera parte y por más de quince años cobró alquiler como si fuera dueño de su totalidad.
Se juntaron entonces los dos peores males de la cultura peruana: la “criollada” o viveza de los asociados y el desmedido afán de lucro de la Iglesia Católica. Si algo más puedo decir de mi gestión, es que se ejecutaron medidas correctivas contras los malos asociados y que en todo momento se buscó un diálogo con el Arzobispado, más este se negó aduciendo que tenían fines más nobles para ese terreno del que solo era dueño de su tercera parte, según consta en las escrituras de su donación.
El Arzobispado se consideraba dueño de todo, hasta del espíritu que en las madrugadas recorría los pasadizos, materializándose, según los muchos guardianes que el bulevar tuvo a lo largo de los años, en una blonda mujer de talle lujurioso, que desnuda montaba una salvaje yegua negra. En voz de los ancianos que viven en Quilca, esa mujer no era otra que la dueña que donó el terreno para fines de la cultura y educación.
Hoy en día el terreno del bulevar es una cochera de autos. La Asociación Cultural Boulevard Quilca conoció su destino: desapareció. Muchos de sus libreros ocupan otros locales del jirón y alrededores. Y un grupo de estos ha constituido otra asociación y con mucho esfuerzo ha formado una feria permanente en el Parque de la Integración, en el distrito del Rímac.
Ante la ausencia del bulevar, la segunda cuadra de Quilca ha vuelto a las épocas oscuras de la delincuencia y el microtráfico de drogas. Esta segunda cuadra ya no es la misma, sus pocos libreros resisten ante un contexto que los invita a claudicar y dedicarse a otro negocio.
Estamos, pues, ante una cruda metáfora de lo que es la cultura y la educación en el Perú, y también presenciamos una luz: con gente de buena voluntad, la cultura también puede rescatar espacios con tradición que tanto necesita el Centro Histórico de la capital peruana.