Recuerdos a puro pedal: El Clásico del Carnicero

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Primera etapa: la escapada

Albeiro Mejía vio como salían del lote Juan de Dios Morales, Fabio Acevedo, Miguel Samacá, Jorge González y Rafael Antonio Niño, maldadosos y pelando los colmillos con cara de ir dispuestos a todo. Vio al indestructible campeón mundial de persecución Martín Emilio “Cochise” Rodríguez descuidado atrás, mamando gallo en la guachafita que siempre montaba con el pelotón. Vio antes a su compañero y líder Pablito Hernández cuando se destortillaba en la bajada del Alto de Minas, quedándose rezagado del pelotón con la bicicleta averiada, y vio al entrenador Rubén Darío Gómez tratando de remediar la catástrofe. Vio al locutor Alberto Piedrahita Pacheco, alias “El Padrino”, que desde la ventanilla de su transmóvil registraba uno por uno a los escapados; vio también al comentarista Julio Arrastía, alias “El Viejo Macanudo”, haciendo lo mismo.

Tomada de deporterisaraldense.com

Albeiro no escuchó lo que ambos locutores decían en la transmisión a media Colombia pegada de las radiolas. Decían que esa fuga, con Rafael Antonio Niño metido ahí, era una maniobra peligrosa. Porque Niño, quien había ganado esa misma carrera un año antes, no era ningún aparecido. Y porque ya le había quitado una Vuelta a Colombia a los veteranos, atacando en solitario y sin ayuda de nadie, mordiéndose a diente pelado con viejas glorias como el Ñato Suárez o la Brujita Montoya.

Y aunque fuera la primera fracción de aquel Clásico RCN de 1972, la etapa entre Medellín y Riosucio, y aunque faltaba todavía afrontar más de quinientos kilómetros en los días posteriores con tres espantosos premios de montaña atravesados, Albeiro Mejía supo que ahí, frente a los ojos del campeón del mundo “Cochise” Rodríguez y otros setenta corredores impávidos, se estaban marchando sin problema los hombres importantes de la carrera, los que venían a ganarla desde el primer día.

Entonces no lo pensó mucho y se fue con ellos.

Alto de Boquerón

El domingo por la tarde ha terminado la faena y los mensajeros de la farmacia 91-92 parten de paseo hacia el Alto de Boquerón.

–Vámonos hasta Santa Rosa– propone alguno.

–A ver cuál llega primero–, reta otro.

–¡Duro muchachos! –Responde el chico de la Monark Novato, que se ubica a la cabeza pasando la Curva Gris y finalmente arranca sin compañía–. ¡Más rápido, flojos, más rápido!

–Usted sube, Albeiro –le dicen todos–. Usted va a servir para ciclista

Segunda etapa: cronómetros y fotos

A Juan de Dios Morales –50 kilos disueltos en metro y medio de estatura– le decían “Escobita”: aunque de pequeño barría al que se le atravesara en la línea de meta. Juan de Dios era obrero de la Empresa Distrital de Aseo de Bogotá; el sobrenombre le quedaba a la medida. Con Rafael Antonio Niño se alió para dar un golpe a sus rivales en el Clásico RCN. Armaron aquella fuga arrastrando otros corredores y jalaron todo el día en la primera etapa.

Subiendo a Riosucio “Escobita” Morales apretó fuerte, soltó a Albeiro Mejía primero, continuó apretando y regó a Niño y a Jorge González. Ya en el remate mandó otro escobazo que despegó a Fabio Acevedo, llevándose la victoria de etapa y el primer liderato de la carrera. Atrás “Cochise” Rodríguez perseguía remolcando a cuestas al pelotón completo; nunca pudo cazarlos y acabó cediendo más de dos minutos. Pablito Hernández, a quién el destino parecía acosar tras cada curva, quedó sepultado para la clasificación general después de su aparatosa caída en el descenso de Minas.

La situación de carrera se tornó inusual, varios favoritos perdían ventaja o resultaban eliminados desde el principio, mientras novatos y segundones asaltaban las primeras posiciones. Albeiro Mejía quedó entre estos. Sentía que andaba bien y ya no tenía que sacrificarse por su compañero Pablito Hernández, eliminado desde el principio. La segunda etapa era una contrareloj de treinta kilómetros entre Cartago y Pereira en la que “Cochise” Rodríguez aspiraba a reventar los cronómetros. Mejía sabía que “Cochise” era imbatible contra el minutero, calculó que llegando en un tiempo similar al del antioqueño podría trepar posiciones en la clasificación general. No era Eddy Merckx, pero andaba corriendo como nunca, así que partió de Cartago pensando en dejar el pellejo sobre el sillín.

Él había nacido cerca, en una finca entre Toro y Ansermanuevo. Cuando su padre fue asesinado durante la violencia bipartidista, la familia salió huyendo desplazada. Albeiro usaba pantalones cortos cuando llegó a Pereira corriéndole a la pobreza, a las deudas, a los camajanes y malevos que rondaban la calle 6 entre séptima y octava, donde quedaba la casona vieja de sus tíos. Como era el hijo mayor buscó trabajo en panaderías, almacenes, droguerías.

Pudo emplearse en la farmacia 91-92 por sesenta pesos mensuales, después en la ferretería de los hermanos Orejarena. La mitad de la plata era para su mamá, con el resto compró una bicicleta Monark Novato, a la que solía desinflar una llanta para que su patrón le diera lo del arreglo. La parchada, en cambio, se la metía al estómago. Era un guión idéntico al de todos esos muchachos pobres de la época, que primero fueron mensajeros y luego ciclistas.

“Albeiro Mejía ayuda a su paisano “Cochise” | Imagen tomada de deporterisaraldense.com

Por eso, aquel viernes 10 de marzo de 1972, Albeiro Mejía pedaleó la segunda etapa del Clásico RCN como en esos días en que todavía era el niño de los mandados. Iracundo, hambriento, sin medir esfuerzos con tal de ganarse los 5 pesos de propina que la farmacia entregaba al que llevara el mayor número de recados semanales. Durante la contrareloj, el fotógrafo Tista Zuluaga se metió con una moto Lambretta en frente para sacarle fotos.

–¡Tista, eso está prohibido! –le advirtió a gritos–. ¡Sálgase de ahí que me van a sancionar!

Los jueces consideraron que la intromisión de la moto cortaba el viento, dando ventaja al corredor. Por esa falta grave le impusieron un minuto de sanción. Saboreando ese minuto que se le atragantaba, Albeiro Mejía hizo el quinto mejor registro de la etapa que había ganado “Cochise” Rodríguez. “Un minuto perdido es mucho tiempo en una carrera de estas” confesó a sus compañeros. “Bueno, mañana será otro día” se dijo a sí mismo.

Doble a La Isla

En el taller “El Rutero” da lo mismo si son pelagatos o ciclistas de verdad los que compran cachivaches. Cuando se trata de arreglar frenos, conseguir repuestos Campagnolo o reparar marcos, ninguno como don Olmedo Rodas. Ahí está recostado contra el mostrador Alfonso Galvis, del equipo local, escudero del aclamado “Tigrillo de Pereira”.

–Bueno ¿y usted que es lo que va a correr? –le dice Alfonsito a un muchacho aficionado que ya no se le despega–. Corra la doble a La Isla, es este domingo.

–Si viera, esa bicicleta mía es más pesada que una romana –responde Albeiro–, es de turismo, sin cambios, tiene guardabarros, tiene parrilla.

–No le hace, vaya y corra.

El muchachito asiste a la carrera y queda quinto. Después es segundo en la doble Cartago-Viterbo. Semanas más tarde vence a todos en el circuito de Alcalá a pesar de una caída, luego gana en las fiestas de Armenia doblando al pelotón. Compite de Remolinos a Pereira, donde le quita el triunfo al veterano Pablo Hernández…

–Albeiro, mírelos que se están quedando –oye desde el automóvil– ¡Arránqueles! ¡Arránqueles! ¡Arránqueles!

Tercera etapa: la montaña cruel

El naufragio en la tercera etapa del Clásico RCN era poco más que previsible. Ir desde Pereira hasta Ibagué supone un estrellón de frente contra casi doscientos kilómetros, y en la mitad exacta del recorrido escalar por la vertiente más cruel el Alto de la Línea, un cruce de la cordillera central que se empina en las goteras de Calarcá y tiene la potestad de consagrar o enterrar para siempre la gloria de los ciclistas colombianos.

El pelotón acabó desintegrado con las primeras rampas, cada quién luchaba por sobrevivir a la hecatombe brutal del ritmo impuesto. Subían usando plato de 45 dientes con piñón de 21, una relación de cambios que hacia arriba es tan difícil de mover cómo un motor atascado.

En el caserío de Coello, antes del ascenso corto que desemboca en Ibagué, al reducido lote de punteros sólo le sobrevivían los mejores hombres de la competencia. Adelante corrían fugados peleándose la etapa Álvaro Pachón y Gonzalo Marín, quien finalmente cruzó la raya primero. Un poco atrás perseguía otro grupo con “Escobita” Morales, Oscar y Jorge González, Rafael Antonio Niño y Albeiro Mejía, que había soportado la paliza. En el último repecho del recorrido, Morales mandó su temido escobazo, de nuevo aventajó a Niño, a los González y a Mejía. “Escobita” quería sentenciar que era él y nadie más el hombre a vencer sobre el asfalto.

Albeiro tendría que haberse resignado aquella tarde, aceptar que la victoria no se le ofrecía, era quinto en la general a muchos minutos del líder mientras Jorge González, Rafael Antonio Niño y Oscar González respiraban a un soplo de la primera posición. Ellos iban respaldados por mejores equipos; durante la última jornada a cualquiera le bastaría sacar una pequeña diferencia de tiempo con “Escobita” sobre la línea final para arrebatarle el título.

Sólo restaba consolarse con un tercer o cuarto puesto, a ver si alguno de los otros se rezagaba, o incluso concebir la posibilidad de que el rezagado fuera él mismo, sin llevarse al menos una fracción, un premio de montaña, nada, apenas el mérito de ser ese corredor segundón que anduvo ahí en las escapadas acompañando a los más fuertes sin subir jamás al podio.

Albeiro tendría que haber lanzado maldiciones contra su mala fortuna, esa que le hizo zancadilla con una caída en su primera Vuelta a Colombia, la del 66, dejándole el maxilar derecho fracturado y un diente roto. Una suerte de apestado que en la segunda Vuelta que corrió, la del 67, hizo que se le reventara un radio a la rueda perdiendo 27 minutos durante la segunda etapa.

Tendría que haberse quedado en la carnicería de su tío descuerando pezuñas y espinazos, para merecer de verdad ese apodo que le habían puesto los ciclistas de Pereira. “El Carnicero”, pero no por feroz, ni por imbatible o arrollador, el carnicero simplemente por trabajar rajando perniles y empacando hígados de cerdo.

Tendría que haber dejado la pendejada con cadenillas y frenos y bielas, ese oficio que lo mantenía más hambriento que ratón de iglesia, ese oficio que lo obligó a empeñar un reloj Cornavin por 40 pesos para viajar a la Vuelta a México donde el equipo colombiano arrasó con todo, batallando nada menos que contra Joop Zoetemelk –luego ganador del Tour de Francia–, contra el campeón mundial de ruta Marino Basso, y además, contra esos mexicanos corajudos y peleadores encabezados por “El León” Sabas Cervantes. Álvaro Pachón ganó la clasificación general y “Cochise” fue subcampeón, se llevaron la montaña, las metas volantes, la clasificación por equipos, las etapas, todo. Pero él, Albeiro Mejía, fue solamente un “peón de brega”, que era como llamaban en Colombia a los gregarios, uno de esos corredores excelentes que pudiendo vencer acababan sacrificados en las competencias para que otros celebraran.

Tendría que haberse dedicado más pronto al supermercado que fundó junto al río Otún, y a los negocios con fincas y bailaderos donde sí consiguió bastante plata, cuando ya no rodaba en bicicleta ni a estrujones.

Tendría que aceptar, en últimas, que era bueno pero no tanto, que en sus diez Vueltas a Colombia sólo hizo segundos, cuartos, quintos puestos sobre la meta. Y aquel tercer lugar en la clasificación final de la Vuelta a Sao Paulo, la misma que ganó el legendario ciclista portugués Joaquim Agosthino, claro, pero nunca una victoria que fuera suya, toda suya, absolutamente suya.

¿Por qué iba a soñar con el Clásico RCN de 1972? ¿Por qué iba a pertenecerle a él la segunda competencia de ciclismo más importante del país?

Porque, como dice esa tautología que pronuncian con frecuencia los ciclistas, las carreras no acaban hasta que se terminan. Y eso lo sabía bastante bien Rubén Darío Gómez, el “Tigrillo” de Pereira, que venía de entrenador con Mejía. Esa tarde, la víspera del 12 de marzo de 1972, no hubo resignación.

–Rubén, yo estoy para ganarme esta carrera –le dijo Albeiro al Tigrillo.

Hombre, puede que no fuera Eddy Merckx, pero estaba andando. ¡Ave María si estaba andando!

Última etapa: incendios, intrigas, traiciones

La última etapa del Clásico comenzaba en La Picaleña, era durísima, muy larga. Yo iba de quinto en la general, perdía más de tres minutos de ventaja con Escoba. Salimos de Ibagué, por esas planadas después de Chicoral hubo una voladora, se fueron como unos diez con Jorge y Oscar González, pero antes se había volado Pachón con Luis H. Díaz, esos ya iban adelante, casi a cuatro minutos del grupo principal. Arrancó la voladora y en esa se fue Pablo, yo quedé en el lote pegado de Escoba y de Niño. Cuando salió Chitiva me fui. Chitiva es el papá de uno que fue futbolista. Le dábamos pedal y me sentía que andaba muy bien, como un balazo. Pues tampoco es que estuviera hecho un Merckx, tampoco, pero andaba tan bien que alcancé la fuga donde iba Pablo. Entonces me metí, pasaba y medio le daba en los relevos. Llegando a Melgar se había quemado una tractomula, no había por donde pasar. Pararon a Pachón que iba adelante con Luis H., cronometraron, nos pararon a nosotros en la voladora, cronometraron, después llegó el grupo grande con Escoba y con Niño, cronometraron, y quedaron de volvernos a largar cuando despejaran la vía, respetando las diferencias de tiempo que traíamos. Entonces ya Rubén me dijo:

Imagen tomada de deporterisaraldense.com

–Albeiro, ¿qué?

–No, Rubén créame, estoy pa’ ganar esta carrera.

Yo tenía mucha confianza con él, y con Pablo que era un gran corredor. Cuando nosotros corríamos en bicicleta nos considerábamos que éramos inteligentes pa’ correr, que éramos vivos, porque el deporte no es sólo darle a eso pedal. Rubén se fue a traernos dos tarritos de salchichas enlatadas con pan y gaseosa. Me tomé todo eso en el carro, quietecito, concentrado en la carrera, me quité las zapatillas pensando que ojalá pudiera dormir un rato. En esas se acerca Picalúa, que era el entrenador de Postobón, tocando la ventanilla:

–Oiga Albeiro, ¿nos va a ayudar a nosotros para que gané Oscar González el Clásico? Si nos ayuda lo patrocinamos el otro año.

–Bueno –le respondí– yo les ayudo.

Después llegó el entrenador de Jorge González con lo mismo, pues le dije “listo, yo le colaboro a Jorge”. Apenas se fue, volteó Rubén enverracado:

–¿Vos es que te crees Supermán o qué? ¿Cómo así que ayudarle a todos?

–Les voy a ayudar, pero pa’ ganármelo yo –le dije–. Espere y verá, Rubén.

–Eso, usted sabe también cómo es.

Nos soltaron. Salimos de ahí, todo mundo pasaba a los relevos, yo también pero le daba suave, suave, y brincó el Mono Garzón haciéndome el reclamo: “Albeiro, pero hay que darle”, y yo “sí, es que falta la subida, ahí le doy, fresco”. Me le fui a Pablito por un lado “de vez en cuando usted pase ahí al frente, ponga un pasito no muy fuerte, esperemos a llegar a Silvania que es donde se pone duro”. En el primer repecho le dije a Oscar González sin que me oyeran los demás:

–Oscar ¿usted va a ganar? Pues tiene que atacar.

¡Ese que se traga ese cobazo y salió!, ahí si le grité a Abelardo Ríos y a Jorge González:

–¿Lo van a dejar ir? ¿Cómo quieren que les ayude a ganar el Clásico si dejan ir a Oscar?

Yo arréelos, y arréelos, y arréelos, y ellos persiguiendo toda la subida, hasta que ya casi agarraban a Oscar. Me le arrimé a Pablo, le dije “a rueda mía, Pablo, siempre a rueda mía”. No más cazamos al grupito de Oscar, ¡pum!, nos fuimos los dos. Atrás quedaron chapaleando en un bullicio, nos gritaban mil cosas. Faltaban doce kilómetros para coronar el Alto de Rosas, y más de cuarenta para llegar al Estadio el Campín, en Bogotá, pero yo subía como un avión, a veces me tocaba esperar a Pablito.

Escoba y Niño venían muy quedados, en un grupo como a ocho minutos de nosotros, y Rubén estaba que se tiraba de esa moto. A Pachón y a Luis H. los cogimos sobre el premio de montaña. Yo tomé la caramañola, comí lo que tenía y le dije a Luis H. “¿Me va a ayudar o qué?”, él dijo “listo”. Montamos plato 53 y piñón 14, que era lo máximo que teníamos en la relación de cambios, en esa nos fuimos Pablo, Luis H, y yo, hasta el Campín dándole. Pachón no movía un dedo, porque él era del equipo de Escoba.

–Duro, Pablo, hágale duro que nos ganamos esto.

En un repecho de la calle 56 se nos quedó de rueda Luis H. En la curva para entrar al Campín largamos a Pablo. Cogí con Pachón la pista atlética del estadio, él me ganó la etapa en el embalaje sobre la raya, pero yo iba concentrado en la clasificación general. Rafael Antonio Niño se comió seis minutos ese día. A Escoba, que es muy amigo mío, lo hice llorar porque se comió como ocho minutos y le gané el Clásico.

Epílogo

Mientras suenan las cinco, la ferretería de los hermanos Orejarena sucumbe bajo el ajetreo. El niño que hace los mandados no vino a trabajar.

–Don Abel –avisa un empleado–, ahí apareció por fin el mensajero.

–¡Albeiro! –le grita Abel Orejarena–. ¿Usted dónde carajos estaba metido que se perdió toda la tarde?

–Fui a ver pasar los ciclistas, señor.

–¿Ah, sí? venga Gustavo –el patrón llama al contador–, dele la liquidación a Albeiro para que termine de ver la Vuelta a Colombia.

–Don Abel, discúlpeme…

–Por acá no vuelva, mijo.

Afuera la tarde se abalanza sobre los andenes tratando de ganar una carrera que ya lleva perdida.  

Complementamos esta crónica de Camilo Alzate con algunas imágenes del libro La bicicleta, mi cámara y yo de Horacio Gil Ochoa, recopliadas en larutadelescarabajo

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