¡Diego! Miré pavoroso. ¿Usted por qué está escribiendo con la izquierda, es que no le enseñaron en la casa que eso es del diablo?
No solía ser muy amplio el lugar en el que vivíamos. Era mi casa unos pequeños bajos construidos con el esfuerzo de mis padres en la calle 7ª entre las carreras 6ª y 7ª en Chinchiná, Caldas. Esa misma calle era angosta, igual a la casa gris que nos cubría, acogedora y tibia. De ventana a ventana no habían si quiera, un metro de distancia. No tenía corredores, por lo que los cuartos ocupaban gran parte del espacio para el baño. Espacio suficiente para el inodoro abajo y la ducha arriba y la cocina, bueno, para la cocina solo faltaba que fuera integral. Con el fregador de platos y una nevera, bastaba. Siempre fueron ausentes para mí los grandes espacios.
Mi abuela, Aliria, quien para ese entonces era la propietaria del recinto, les permitiría vivir allí un tiempo mientras lograban estabilizarse con el trabajo que tenían a favor de su sostenimiento y el de sus hijos David, Danny y yo, Diego.
Mi madre trabajaba en “La Locura” una pequeña empresa vallecaucana cuyo propósito y nueva propuesta innovadora era la de vender pasteles en hojaldre. Empezó a tener fuerza en el mercado en el año de 1986, su nombre se lo deben a un cliente, al decir que estos pasteles eran la locura. Inicialmente estaban hechos al estilo pizza hawaiana, y otros rellenos de carne de pavo y de pollo, y después se diversificó su producción en pasteles de múltiples carnes. Actualmente, los hacen vegetarianos.
Por otro lado, mi padre, antes de empezar su trabajo para la emisora local, laboraba como perifonista (publicista sonoro) en lo que le resultara dentro del pueblo. Se hacía algunos clientes asegurándoles que lo que necesitaba su tienda comercial o pequeño negocio, era publicidad, una escena parecida a lo que hacía Ronald (Francisco Bolívar) en la película “Silencio en el paraíso” cuando justificaba su trabajo desde el argumento de que los negocios se les debía dar a conocer.
Mi hermano Danny y yo, estudiábamos en instituciones locales. En ese entonces, el mayor de los tres, David, hacía poco tiempo había terminado el bachillerato y repartía cartas para los pueblerinos, desde los recados que le otorgaba el sistema de mensajería local. Era él quien iba por mí al Kinder Divino Niño de la carrera 5ª entre calles 7ª y 8ª. Flaco, de cabello abundante y callado, se desplazaba entre las calzadas del pueblo distribuyendo los sobres por sectores, algunos peligrosos, otros no, aún así lo hacía conmigo al lado.
Danny estudiaba en el colegio, que se vio interrumpido (afectado) académicamente en grado noveno por múltiples factores, a mencionar, el accidente de mi madre, una situación económica inestable y bueno, la adolescencia. Flaco, el de la tez más oscura, el cabello más corto de los tres y un tanto malhumorado, disimulaba sus tribulaciones escuchando el Metal que colocaba mi hermano mayor en las mañanas y en las tardes- noche cuando ya estaban casi todos en casa.
Así, quedé yo. Los más de 70 días que mi madre pasó en el hospital entre el año 1999 y 2000, hicieron que las ausencias se hicieran más frecuentes. La concentración de todos, en ese momento estuvo en mi, porque era el menor y lo más seguro es que asimilaran que no lograba entender la dimensión de lo que podía estar sucediendo. En definitiva, me dedicaba a pasar tiempo en el Kinder, a acompañar a mi hermano a repartir cartas y a jugar videojuegos cuando él, me invitaba a los jugaderos de la carrera 5ª.
En las mañanas, mi papá lograba juntar el pan con el chocolate y el huevo para despachar a todo el mundo. Tomaba un poco de tiempo darme el desayuno y ponerme listo para el Kinder. No recuerdo con exactitud porque yo no veía la mayor parte del tiempo a mis hermanos. Estoy seguro de que se quedaban en casa de mi abuela o en otras casas vecinas que los pudieran cuidar, en esencia, los tres necesitábamos de algún tipo de esparcimiento.
La bis del barrio popular Las Milpas estaba compuesta por una droguería, una casa que funcionaba en residencia, una chatarrería, que a propósito, era lo único grande en esa pequeña calle, una miscelánea y dos casas más de vivienda familiar. Atravesábamos la carrera 4a y doblábamos en la 5ª por la calle seis para dar justo en frente del Kinder Divino Niño.
De este Kinder traigo a colación algo sustancialmente significativo, que para estas circunstancias, me lo han pedido como una tarea a relatar. La fachada de este Kinder estaba pintada de verde con una especie de jardín en los que había dibujados mariposas, aves y un caballo. Eso ha cambiado ahora. Está pintado de blanco con algunas flores y unos niños haciendo diferentes actividades. Admito que esta remembranza ha logrado tocar fibras en mí y por supuesto, ha fortalecido mi posición política.
Con exactitud, no recuerdo si fue el segundo o tercer día de clases cuando sucedió, sin embargo, tengo presente y con detalle mis nervios y mis lágrimas. Cada uno de los niños allí presentes, en esa pequeña aula, tenía como tarea escribir una planilla de vocales, según como pensáramos la manera en la que se hiciera su trazo. Ahora, podría discernir que era una especie de ejercicio fonético para poner en diagnóstico nuestra capacidad de abstracción y medir de una u otra manera lo que nos enseñaban en casa.
Dos profesoras estaban a cargo del grupo de 17 niños que componían la jornada matutina y de la tarde. Algunos de mis compañeros llevaban 3 o 4 letras. La niña que me antecedía en orden vertical. Por filas de atrás hacia adelante llevaba cinco y me preguntaba qué cómo sabía cuál era la D. Con duda, mi mejor manera de responderle fue hacérsela con mi mano izquierda sobre su hoja de cuaderno doble línea. Volteé para mi puesto y continué con la séptima letra, la “G”. Estaba ansioso porque no había notado que una de las profesoras, la más adulta en el Kinder, estaba un puesto adelante del mío, revisando.
Entusiasmado, seguí escribiendo, porque sabía que llevaba algunas letras más que los demás y en suma, quería decirle que le había ayudado a mi compañerita a hacer la D. No pasó mucho tiempo en cuanto a la reacción de la profesora al verme escribir con la mano izquierda desde el otro puesto, pues yo, lo hacía porque mi madre siempre me lo había enseñado. A patear con la pierna zurda y a escribir con la mano izquierda, a cepillarme los dientes y a lanzar, todo, desde mi izquierda.
Lo que decía mi madre era que
“todo el mundo escribe con la derecha, yo quería que mis hijos escribieran con la izquierda porque a mí de chiquita no me dejaron en la escuela”.
La profesora, de cabello cano, su piel un tanto arrugada, de voz suave, cariñosa y sensible, me sorprende al soltar un grito, mencionando mi nombre ¡Diego! Miré pavoroso. ¿Usted por qué está escribiendo con la izquierda, es que no le enseñaron en la casa que eso es del diablo?
Me tomó la mano fuertemente y me levantó, ¡venga y verá papí yo le enseño con la derecha! La otra profesora, más joven, parecía atónita. Era un poco robusta, alta y de cara alargada, se le alargó más, cuando vio la escena.
Estaba parado en frente de los niños. La profesora del cabello cano me acababa de pasar un papel con una especie de bandeja hecha en cartón que puso a mi lado. La compañerita de la letra D me miraba y yo sentí vergüenza, miedo y rabia. Se combinaron las emociones. ¡Papi, corte papelito ahí con la mano derecha! En frente de todos hacía un esfuerzo por cortar pequeños trozos de papel con esa mano del centro democrático. La profe se molestaba porque no eran lo suficientemente pequeños para ella. Rompí a llorar. Los demás niños también parecían asustados, la otra profesora de cara alargada había abandonado el aula, sólo quedábamos los niños, la profesora del cabello cano y yo.
-Corte estas tres hojitas y no llore más- dijo con un aire falsamente elocuente.
Le respondí asintiendo mi cabeza.
Me volteé para no ver la cara de mis compañeros, seguí cortando papel e intenté secarme las lágrimas.
Han pasado cerca de veinte años, escribo y lanzo con la derecha pero me cepillo con la mano izquierda y pateo con la pierna zurda.
Cerca de veinte años en los que me he dado cuenta que para el sistema, la izquierda, siempre será un sinónimo de rebeldía.