Tomás Eloy Martínez: Lugar común la muerte

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Me atemorizaban las mujeres de luto, las tabernas con nombres de santos, el sabor a esperma de velas que tenían las verduras.


 

Texto extraído de: http://perio.unlp.edu.ar

 

Perón sueña con la muerte Estas fueron, una por una, las palabras que dijo el Secretario: “Yo estaba en el dormitorio cuando el General despertó sobresaltado. Me había quedado montando guardia junto a la cama, como todas las noches, con la punta de los dedos en estado de alerta. Los males que enviaba el enemigo se asomaban por la ventana y por los respiraderos del cielo raso.

Bastaba un ademán de mis dedos para obligarlos a marcharse. Siempre actué como un pararrayos contra los males de afuera, pero no puedo hacer nada contra los males que el General tiene adentro de los sueños”. Dijo que lo había tocado, para imponerle sosiego: la piel del General estaba húmeda, pero había una extraña calidad en el sudor, como si perteneciera a otro cuerpo y se hubiera quedado allí por desorientación. Descubrió en su pecho la plaga de manchitas pálidas que solían brotar en las épocas de tristeza más honda, cuando el General sentía que todos lo abandonaban y que también él mismo acabaría por abandonarse.

Vio el movimiento reflejo con que encendió la radio para escuchar el informativo de las siete, y el desencanto con que la había apagado al advertir que eran apenas las tres. Dijo que el General lo había mirado con agradecimiento, como si su vida dependiera de él (y el Secretario creía, en efecto, que la menor de sus distracciones bastaría para disolver la vida del General en la nada). Había imaginado (dijo) que él volvería a quejarse de ardores en la vejiga, de la humedad que le enfriaba las articulaciones, de la pequeña llaga dejada en algún rincón de la uretra por la sonda que acababan de retirarle.

Para moderar su inquietud, había observado al General cuidadosamente: dijo que había llevado la mirada hacia los filtros de los riñones, que había medido la densidad del viento en los alvéolos pulmonares, que había acompañado a la corriente sanguínea durante un largo trecho, para oír su velocidad y su cadencia.

No había encontrado señales de turbación. Pensó entonces que el General haría como siempre, un ademán de apartamiento antes de volver la cara hacia la pared: Váyase a dormir, López. Pero no fue así. Lo vio incorporarse en la cama con lentitud como si temiera ser deshojado por el movimiento, disimulando la demacración de la cara con una sonrisa tan falsa que parecía tallada sobre la carne viva. Sólo al cabo de un rato soltó la voz. Dijo que pocas veces la había oído salir tan tenuemente, y aún no sabía si era porque los miedos del sueño habían tardado en retirarse de la voz o porque el General, inseguro de sus fuerzas, quería mantenerla en un sitio descansado.

Le confió (así dijo) que había soñado un sueño de muerte tan ajeno a todo los sueños de vida que sólo él, López Rega, con su conocimiento de los astros y el instinto de que estaba dotado para leer los designios de la noche, sabría descifrar sin equivocaciones. La declaración del General le sorprendió (así dijo) porque no creía que en un cuerpo con tan avanzada mortalidad como el suyo pudiera haber lugar para los sueños.

“Me vi suspendido en el aire —había contado el General—, pero no temía caer. Arrancaba de lo alto de los árboles unas frutas de polvo que no sabían a nada. Los pájaros me herían con los picos y las garras, pero cuando se apartaban de mí advertía que eran ellos y no yo los que perdían sangre. En el fondo de un cráter volcánico Isabel cavaba la fosa donde me enterrarían.

Vi que Paladino, en el borde del cráter, devoraba una de mis piernas. Yo sentía mis dos piernas intactas en el aire, y sin embargo sabía que aquella otra pierna era también mi cuerpo, Vi a Vandor recomponer sus cenizas y ocupar, con los huesos vestidos de uniforme, un sillón que debía ser el de presidente. Todos ustedes hablaban de mi entierro en un dialecto que yo desconocía, aunque me daba cuenta por la entonación del significado de las palabras. De pronto, también yo estuve en tierra. Más bien dicho, estuvo en tierra la conciencia de que era yo, porque mi cuerpo era el de otro.

Miré hacia arriba y vi que un hombre muy triste flotaba en el aire. ¿Quién es?, pregunté asustado. ¿Nadie puede ayudarlo a bajar? Alguien (me parece que era usted, López) respondió: Es el pobre Perón, y no vale la pena bajarlo porque está muerto. En es momento desperté”. Dijo que había ido a la cocina a preparar un poco de té. Oía rumiar al General las imágenes del sueño, mudándolas de orden y barajándolas como un mazo de cartas. Lo veía (así dijo) reproducir las desconocidas palabras de Vandor, Isabel y Paladino en un dialecto innoble que no parecía humano.

Al volver con las tazas, había encontrado al General anotando en su cuaderno de cabecera algunos pormenores que de pronto le parecían imprescindibles: la fulguración de un diamante en las manos de Isabel, los tirabuzones de fuego que fluían de la cabeza de Paladino y, sobre todo, las heridas que correspondían a su cuerpo pero que sin embargo aparecían sobre el cuerpo de los pájaros.

¿Qué puede ver usted, López?, le había preguntado, ¿Son augurios buenos o malos? Dijo que él, López Rega, había repetido el sueño en voz alta para verificar si el movimiento de los personajes estaba influido por los movimientos del cielo. Luego de cada frase, había esperado la aprobación del General. Así fue López, de esa manera.

—¿Recuerda si en algún momento del sueño oyó decir que el río cabe en el océano?

—había preguntado el Secretario.

—No. Sólo estaban hablando de mi muerte.

—Y cuando volaba, ¿nadie le dijo que se situara en el centro pero que caminara por el costado?

—Nadie —había respondido el General—.

El dialecto que ustedes hablaban estaba hecho de sentidos pero no de palabras.

—Entonces el sueño no quiere decir nada —había interpretado López—.

Cualquiera de esas dos frases hubiera sido un aviso de que usted estaba en peligro. Pero como nadie las pronunció, los signos de la muerte, del volcán y del aire se fueron anulando mutuamente. Dijo que había retirado una de las dos almohadas del General, para ayudarlo a relajarse. Antes de apagar la luz, le había impuesto la mano sobre los ojos, llevándolo lentamente hacia una nada por la que no pasaban los sueños ni las turbulencias del pensamiento.

Eran las tres de la tarde. Caminábamos entre luces tan cristalinas que aún no terminábamos de dar un paso cuando ya lo sentíamos borrado. A veces, el vaho de las frituras madrileñas nos salía al encuentro, confundido con el vaho de algunas flores prematuras. El Secretario y yo nos habíamos dado cita un par de horas antes en sus oficinas de la Gran Vía, donde administraba  —“para pucherear”, dijo— un invisible negocio de importación y exportación. Apenas entré, me había ofrecido tres libros de su cosecha, dedicados “al amigo cronista cordialmente” con una letra infantil y laboriosa.

La firma respiraba a duras penas dentro de una rúbrica envolvente, que se dejaba caer sobre cada letra como un párpado; al pie de la rúbrica, un fleco desprendido de la R o de la G (la caligrafía era ingenua pero a la vez confusa) estaba adornado por tres puntos en forma de triángulo.

“No son los puntos de la masonería

—me había explicado, curándose en salud—.

Por lo contrario, permiten identificar a las personas que tienen fe en Dios y amor por el conocimiento. Observe el triángulo: está más cerrado que el de los masones”. Lo acompañé a retirar unas cartas de hotel Gran Vía, y luego a comer un bocadillo de jamón en una tasca de la calle Serrano. La tarde nos iba llevando hacia el Palacio de Oriente, donde no quise entrar porque los portales de acceso eran demasiado altos y me comunicaban malos presentimientos.

Me preguntó si yo era supersticioso o si, quién sabe, había conseguido atravesar esa delgada tela de las apariencias más allá de las cuales todo es mágico. “Aún estoy del lado de acá”, le dije. “Pero debo confesarle que cuando vengo a Madrid me vuelvo supersticioso”. Recordé que ya en

el primer viaje, cuatro años antes, me había marchado de la ciudad con la impresión de que por las noches bajaban legiones de sembradores a espolvorear las calles con semillas de beatos. Me atemorizaban las mujeres de luto, las tabernas con nombres de santos, el sabor a esperma de velas que tenían las verduras. Pero creo que no le confié esas aprensiones. Los libros que me había regalado empezaban a pesarme.

Nos internamos en los jardines de Sabatini y nos sentamos al fin ante la estatua de Alfonso el Sabio. López Rega completó una larga exposición sobre la era de espiritualidad que se avecinaba, en la que todos los hombres reconocerían al General como un conductor y un iluminado. Advirtió que la sociedad de consumo llegaba a su fin, y que por haberla combatido sin buscar antes la protección de las Fuerzas Inmateriales el General había perdido el poder en 1955. No volverá a ocurrir, dijo: el espíritu del General está inflamado ahora de energía electro-magnética, y sólo espera la llegada del Gran Año Planetario para emplear a fondo esa energía contra los enemigos. Leyó la incomprensión en mi cara y vi que los ojos se le endurecían. Me preguntó si dudaba de él.

Le respondí que no se trataba de eso: simplemente, nos movíamos en distintas longitudes de onda. Una mariposa amarilla se posó en la cabeza de Alfonso el Sabio. El aire de la tarde era tan diáfano que podía ver cómo la mariposa, al agitarse, perdía el polvillo de las alas. —Por suerte para usted y para mí, el General está ahora más allá del bien y del mal —le oí decir—. Es puro espíritu.

—Tal vez por eso tiene sueños tan difíciles de interpretar —le insinué, apuntando hacia algún blanco oculto de su omnipotencia.

—El General no tiene sueños sino visiones —declaró con cierta solenmidad—.

Ya no está en condiciones de soñar. Hace cinco años, poco después de mi llegada a Madrid, le hicieron una operación muy delicada. El corazón estaba débil y no pudo resistir. Murió. Los medicos iban a dar el anuncio de la muerte cuando yo los detuve: concédanme solamente media hora, les dije. Total, ya no hay nada que perder. Me encerré en el quirófano, a solas con el General y lo llamé por su nombre astral. Al tercer llamado, resucitó. Ahora es mi energía cósmica la que lo mantiene vivo. —¿Y el General lo sabe? —Lo intuye —dijo—. Cuando lo sepa verdaderamente, ya no habrá modo de salvarlo. Morirá para toda la eternidad. Una línea de brisa desbarató el aire (fue algo más ligero que la brisa: su reverberación o su sombra). La mariposa levantó vuelo y se perdió en las lejanías del Manzanares.

—Hay algo que no sé ver claro —dije—: esas frases que el General no oyó en el sueño y que hubieran sido un mal presagio. ¿De dónde las sacó, López? —Son oraciones egipcias, del Libro de los Muertos —inventó—. Pero esas frases o cualquier otra hubieran dado lo mismo. Las dije para que el General se quedara pensando en ellas y las metiera dentro de sus visiones. Un día me llamará, me dirá que las oyó, y volveré a explicarle que son un aviso de peligro.

—¿Qué ganará con eso? —le pregunté. —Yo, nada. No estoy al lado del General para ganar o perder. Pero el Movimiento sí saldrá ganando. El General se pondrá a averiguar de dónde viene el peligro, y cuando lo sepa, rodará la cabeza de algún traidor.

(1970)

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