Por, Martha Alzate |
ÉL me llamaba todo el tiempo “mi amor”, y yo nunca le pregunté su nombre. Me tenía atrapada en sus relatos, que salían silbados a través de los únicos dos dientes que obraban como barrera en su desbordada carrera.
Más tarde supe que ese hombre de aspecto y discurso rebeldes, de manos ennegrecidas por el esfuerzo de jornadas que se vienen sucediendo, una tras otra, desde hace mucho tiempo, era el que mandaba en el trapiche: “es el que manda aquí”, me dijeron, y, así, mi mente se hizo una idea más ajustada a su realidad.
Algo de ese poder se podía intuir, pero no era evidente en un comienzo. ÉL era, a mis ojos, tan solo el encargado de introducir, uno tras otro, apegado a un ritmo frenético, los bastones de caña en la máquina en la cual un adecuado ajuste de piñones, placas y poleas, los transformaba en un jugo, que chorreaba a borbotones en una cantidad asombrosa.
Hablaba sin parar de un sinfín de temas, y me obsequió, entre otros, un pasaje memorable de la picaresca campesina. A propósito de su manera de vivir, repetía sin cesar “yo no paro en la casa, y llego y en llegando ya tengo ganas de salir”. Para estimularlo a seguir hablando le dije, en tono de fingida ingenuidad: “su mujer debe vivir muy aburrida con usted”. Entonces, dueño de esos ojos negros llenos de vida pasada, de días bien vividos, me contestó: “pues niña, póngase a ver, cuando uno no se amaña en la casa, es que no simpatiza”.
Me reí un rato con ganas, y todavía me sigo riendo, al comprender el trasfondo de sabiduría de aquellas palabras arrojadas así, a destajo; al vaivén de los zarandeos que la máquina moledora le iba dando a la caña, saltitos mediante los cuales ella, remilgona, se iba dejando llevar para entregarle poco a poco su néctar interior.
Era el ambiente, todo, una reconstrucción de un mundo, con sus sonidos, sus olores, las montañas elevadas de bagazo, de las que emana ese aroma dulzón a pesar de estar ya secas de líquido, despojadas.
Las palabras de ÉL se iban deslizando, mientras, seductor, quería, a la vez, transmitirme todo lo que sabía, mostrarse ante mi pleno de autoridad en la materia.
Así, me explicó, didáctico, seguro de sí, a pesar de los dientes faltantes, del pelo a desgreño, del sudor, de las manchas del sol, de la tierra en uñas y manos, como un enamorado que desea iniciar a su interlocutora en ciertas artes, las de su más completo dominio; de esa manera me instruyó en los secretos del procesamiento artesanal de la caña de azúcar. Me contó de las plagas, de las mezclas indebidamente realizadas que aprovechan hasta los palos corrompidos por la mordedura del animal, o vinagres por el tiempo, y que a la postre arruinan la calidad del producto perfecto del cual, por supuesto, él era guardián.
Me indicó, señalando con una uña larga y negra de muchas tierras trasegadas, el lugar exacto en el que el bicho se depositaba para penetrar el corazón del tallo, y me transmitió la ética más elemental: no se usan ni cañas picadas ni vinagres, porque arruinan la cochada.
ÉL estuvo dispuesto a compartir conmigo, generoso, todos sus conocimientos. Y yo, una desconocida, figura enigmática, venida de lejos, acompañada por personas extranjeras que se sentían aún más extranjeras en aquel paraje perdido de nuestra geografía profunda, lo recibí con un placer parecido al oteo lejano de la madera que se quema en el hogar.
Soy de aquí, pensé, mucho más de lo que me doy cuenta.
Después, derivó en vericuetos. Habló de sus hijos, de sus tiempos vividos en ciudades imaginadas, de sus actividades laborales, dejó el rol de experto y se instaló en el de padre orgulloso, mientras yo recordaba su discurso anterior, el de no estar nunca en casa, y reflexionaba sobre las contracciones de la existencia.
Mentiroso, trabajador, exagerado, enredador, lúcido, conocedor de su oficio, enamorado, todos esos adjetivos le aplicaban juntos y no parecían excluyentes.
Fastidioso, se definió ÉL, acompañando su pregunta con una risotada coqueta: ¿muy fastidioso este hombre?
Así fue mi corto intercambio con su figura, emblemática para mí, del campesinado de nuestro país, en presencia de la cual me sentía tan cómoda, unidos como estábamos por señas de identidad instaladas en una profundidad insospechada.
Tal vez este encuentro me remontó muy lejos en el tiempo, a aquellas noches en que estando de visita en la propiedad cafetera de mi padre, se decidía que había que pasar la noche sin previa preparación. Entonces, la niña que fui, jugaba escondite con los hijos del agregado, y aspiraba los olores profundos de la tajada frita en fogón de leña, que se mezclaba con los humores fuertes e inconfundibles de los trabajadores de la tierra, amalgama de sudor, hierbas, roce de naranjos en flor, panela y cereza de café.
Escribiéndolo recuerdo lo que ese día nos explicó el encargado de todo el proceso, otro distinto “al que manda”, que también mandaba, pero desde una posición más operativa. Nos dijo así: “El detalle de las panelas nuestras en el municipio es que esa esencia o ese vapor que se aspira es porque hay un complemento en los cultivos de naranjo, guanábanos, borojó, mandarinos, chontaduros, entonces como que toda esa mezcla de sabores o aromas, la caña absorbe también como esa parte, entonces por eso la aroma de la panela nuestra es muy especial”.
Quedé iniciada en el ritual del trapiche artesanal, y como buen apóstol puedo dar fe del milagro de su transformación.
Desde que se cortan los bastones que pasan chirriantes a través del molino, entregando el zumo atropelladamente. Vertido luego al calor para transformarse por el rito sacrificial del fuego, su materia se impulsa hasta alcanzar altas temperaturas, buscando un punto indefinido, una especie de éxtasis que solo el ojo del buen conocedor sabe establecer. Llegados a ese momento, la miel se vierte amorosa, a golpes de remellón, en la cubeta. En este recipiente, cáliz sagrado, el brazo tierno y firme del panelero, propiamente el que hace la panela, le va dando consistencia, mientras arrulla el líquido que bien pronto será sólido con su tradicional mecedor.
No lo sé, no tengo una prueba científica para sustentar que la panela El Porvenir, del trapiche Villa Rica, en Quinchía Risaralda, sea la mejor del mundo. Pero sí puedo afirmar que está hecha de la generosidad de la gente de la tierra, de su saber forjado en extensas jornadas de calor y sudor. Con su tono claro, libre de químicos e impurezas, para mi esta panela es, sino la mejor, la más digna que conozco.
Que buena leyenda he visto hoy y hace mucho tiempo no veia este personaje soy de buenos aires justo vivia en frente de la molienda pero hace unos 16 años emigre de alli desplazada por la violencia que en esa epoca asechaba esos lugares
Qué afortunada coincidencia que haya leído la nota. Cuéntenos un poco más acerca de su historia y de sus recuerdos del trapiche, si lo considera posible sería un gusto para nosotros leerla.
Gracias por sus comentarios.
Martha A.
Don humberto Aricapa se llama de niñas mis primas y yo ibamos tarde a la molienda para que nos regalaran un poco de miel y ello muy formales nos mandaban a pasar y no solo miel, nos daban tambien el ripio de la panela que quedaba en las bateas y tambien para hacer blanqueados, Don Oscar Aricapa el padre de don humberto nos decia no se vayan tan rapido quedecen echando charla otro rato y asi era nos quedabamos charlando alli nos cogia la noche en aquel trapiche con esa aromatan incomparable de miel y panela recien sacada tiempos los cuales no volveran pero que los recuerdo con alegria y gran gratitud
Andrea: qué bellos recuerdos! Son buenas gentes los Aricapa, gentes de campo, amables y generosos. Cuéntanos donde vives y a qué te dedicas. Si quisieras compartirla con nosotros y nuestros lectores, estaremos encantados de conocer tu historia. Gracias por los comentarios.
Martha A.
Ahora vivo en villamaria caldas sali de mi pueblo por culpa de la violencia vivida alli en aquel tiempo soy dezplazada de quinchia pero muy bien acogida aqui me toco empezar de cero despues de salir corriendo para que no nos pasara nada a mis 2 hijos pequeños y a mi llegamos desorientados pero con la tranquilidad de que nadie nos haria daño despues de luchar mucho por varios años y sentirnos olvidados por el gobierno porque en ningun momento nos dieron nungina ayuda Dios y mi trabajo me ayudaron a montar un pequeño negocio de pollo crudo ahora trabajo aqui y de eso vivimos ya somos 5 mi esposo los 2 niños con los que me toco salir de quinchia y una pequeña niña de 2 años hoy dia seguimos adelante luchando para un dia darles un techo digno y propio, hracias por leer mis comentarios feliz noche Dios te bendiga