No es una plaza cualquiera: es el corazón de la ciudad en muchos sentidos
Buscaba afanosa el contorno de la Alexanderplatz. A lo lejos, un indicio inconfundible de su presencia: la torre de televisión de Berlín. Guiada por esa visión lejana, por la intuición de hallar en aquel lugar un eco de lo que pudo ser la Berlín de los años veinte del siglo pasado, retratada por el médico Alfred Döblin en su novela, aquella que lleva el mismo nombre de la plaza. El protagonista de esta obra es un desventurado habitante de la calle, expresidiario, hombre con la voluntad de redimirse y ser honrado, y cuyo destino, inmerso en el bullicio de la ciudad y de la sociedad convulsionada de aquellos años, lo arrastra, sin posibilidad de esguince, al abismo. Seguía los pasos, al tiempo, de uno de los grandes escritores del siglo XX, Joseph Roth. Conocí la noche berlinesa y su desazón post guerra en las crónicas berlinesas de Roth, antes de leer a Döblin. Pero ahora quería ir a la Alex por la impronta que dejaron en mí los dos escritores. Caminaba, por decirlo así, de su mano, con la ilusión de hallar en ella algo especial: en su conformación, en su diseño, en las gentes que la frecuentan. En mí, la Alex se figuraba como un centro de la vida citadina, lugar de trenes en permanente movimiento, epicentro de la montonera. Para llegar allí, me fue forzoso cruzar por el edificio donde se aloja el gobierno local. El edificio llamado El Ayuntamiento Rojo, que fue, también la sede de la administración pública de la Berlín del Este. No obstante, su nombre no se debe precisamente al carácter comunista de aquel gobierno, sino al color de los ladrillos en los que está levantada la construcción. Su torre central se encuentra complementada por un reloj y una bandera, ambos íconos de la modernidad. Simbolizan la afugia por el tiempo, que en la era contemporánea es la angustia por el uso de las horas/hombre que resultan en la plusvalía, y la conformación de los estados nación, cuyas fronteras dieron soporte a todo el aparato productivo del sistema de producción capitalista en ascenso. Sin embargo, la estructura se asemeja a la de un fuerte, o a la torre de una ciudad amurallada, ambos conceptos anacrónicos y muy anteriores a la sociedad capitalista de la modernidad europea. El conjunto se complementa con las aguas que se arrojan distraídas desde la Fuente de Neptuno. Este ornamento fue construido y emplazado frente al Palacio de Berlín, pero cuando éste fue demolido, el monumento se desmanteló y sus fragmentos se guardaron. En 1969, las piezas almacenadas se volvieron a ensamblar, para ubicarlas en su localización actual frente al Ayuntamiento Rojo. Alzo la mirada y puedo ver las aves que rodean con su vuelo la aguja de la antena de televisión. A través de los círculos que dibujan en el cielo, me oriento hacia mi destino. Para llegar a la plaza, he tenido que atravesar la estación de trenes locales, desde donde parten y a la que arriban numerosos viajeros que se conectan con multitud de rutas en la geografía metropolitana que rodea a la capital. La plaza se encuentra vallada por construcciones comerciales de baja altura, protegidas a su vez por un cinturón de estacionamientos para bicicletas. Los edificios de mayor altura se advierten en una localización posterior. En la mitad del espacio adoquinado, otro manantial. Esta vez se trata de La Fuente de la Amistad Entre Los Pueblos, obra realizada en la época del domino socialista sobre Berlín del Este. Enfrente, puedo ver otro reloj, uno cuyos números marcan alternativamente las horas de las ciudades del mundo. Sobre la losa empedrada, la gente se desplaza. Son muchos que van y vienen. Se entretienen masticando algo, porque mientras permanecen pueden disfrutar también de las ventajas que ofrece el verano a cielo abierto. Hay niños, pero poco se juega. La Alex es una plaza para adultos a la que también concurren infantes, pero ellos van de la mano de sus padres, o son empujados en el interior de pequeños coches. Estoy en una zona de conexión. En una plaza para la espera. Allí se dará el encuentro previo a la partida. Desde ella se dirigirán presurosos los viajeros que, solos o en compañía, partirán en los trenes que están visibles en la superficie, o en el metro que aguarda en el subterráneo. Es un sitio de intercambio, y en ello conserva un eco de la usanza de sus primeros tiempos, ya que fue creada como espacio para la compra y venta de ganado. La Alex, que debe su nombre a la visita del zar Alejandro I de Rusia a Berlín, en 1805, en los tiempos posteriores a la Primera Guerra, fue el centro de la noche berlinesa. Allí estaban las tabernas, espacios de reunión de empobrecidos ciudadanos, maleantes, asaltantes, desposeídos, gentes de ideologías contrarias. En estos lugares en los que, a juzgar por las narraciones de Roth y Döblin, reinaba siempre la oscuridad, se debatían las corrientes opuestas de los social-nacionalistas y los comunistas. Ellos fueron escenario de encendidas discusiones que constantemente terminaban en riñas, mientras rodaban las espumas de las cervezas que, indiferentes, desbordaban los jarrones. Tanto en las novelas de Roth como en sus crónicas, así como en la novela de Döblin, se hace evidente este clima de tensión permanente: es el estado previo a los acontecimientos que vendrían a sentenciar la suerte de la ciudad. La calle, ese lugar pleno de advenimientos, estímulos de toda clase, gentes que van y vienen, productos que se ofrecen, tranvías que circulan, vocerío y vértigo; abruma a Franz Biberkopf, él es el anti héroe protagonista de Berlin Alexanderplatz. Víctima de los azares propios de los tiempos en que le fue dado existir, lo es también de la convivencia en una ciudad empobrecida y en cuyas aceras hierven todos los referentes de la modernidad: el comercio de mercancías, los ciudadanos que deambulan por el espacio público cada uno haciendo gala de su individualidad reflejada en su particular manera de vestir, los coches y los tranvías, la publicidad que ofrece todo tipo de cachivaches y mercancías diversas, los vendedores, las fábricas. Todo un mundo de espacios, actividades, y relaciones particulares que toman por sorpresa y abruman al recién liberado Franzen. Él ha pagado su condena, pero la cárcel era, al mismo tiempo, el resguardo donde podía conservar la certeza de una existencia rutinaria y constreñida a unos límites bien establecidos. Tan agobiado se siente al deambular por las calles de Berlín en aquel primer momento de libertad, que debe esconderse. Busca refugiarse en el primer patio cuyo portal no opone resistencia, se aferra a las tapias del muro que encierra la propiedad, y canta. Entona fuerte una canción de corte nacionalista, y luego, otras canciones populares alemanas. Quiere aislarse del estrépito del mundo, de la vida en la calle, de la relación forzada que en el espacio público se convierte en infinidad, superposición, velocidad, algarabía. Se aferra a lo único que tiene a mano. Gime, como lo haría en la prisión cuando pagaba los castigos con aislamiento, y el sonido de su propia voz le devuelve la certeza de que sigue siendo humano, aún a sabiendas de que, al cruzar el portal, el estrépito de la ciudad seguirá ahí, inmodificable y amenazante. Algo, de toda aquella agitación, se percibe hoy en la Alex. No es una plaza cualquiera: es el corazón de la ciudad en muchos sentidos. Pero es, al tiempo, la aridez de la indiferencia que introdujo en las relaciones sociales el principio de individuación de la modernidad, aumentado actualmente por el hermetismo propiciado por tecnologías como los teléfonos móviles inteligentes y las redes de conexión a internet. Empuñando sus aparatos, los berlineses se resguardan en un aislamiento preventivo. Hoy igual que ayer, tienen miedo del otro que encuentran a su paso. No se socializa con el extraño, se espera al compañero conocido o al familiar, o se deambula en soledad. Así es la Alex, así ha sido su continuidad en el tiempo, así refleja ella, como en las épocas de Roth y Döblin, el núcleo central de la sociedad de la modernidad: las relaciones entre humanos diversos en el espacio público. Es lo que me he propuesto pensar bajo el concepto de ciudadanía, tan deleznable, tan amenazado por las rupturas sociales de la vida inmersa en un sistema contradictorio y embebido en su propia soberbia. Para verlo, para palparlo, he venido a la Alex, y he podido otear apenas ese intangible que me desvela: sentada en el contorno de La Fuente de la Amistad Entre los Pueblos reflexiono sobre cómo se ve y se escucha la ciudadanía, qué significa la relación con el Otro en el espacio común de la ciudad, y cómo esta realidad nos constituye, ordenando nuestra vida y, a la vez, agobiándonos, hasta que nos es forzoso golpear el cristal en busca de un poco de aire fresco. Es extraño, porque las hendiduras con que logramos fisurar la campana que nos rodea se convierten en astillas que nos hieren y, al tiempo, el aire que ingresa por ellas nos renueva. Son las paradojas de la vida. Tal vez Döblin quiso mostrarnos a través de su Franz Biberkopf el poder y la ruina de lo que significa vivir en sociedad. Es seguro que el mismo Roth murió desahuciado por los embates propios de estas contradicciones, exilado y empobrecido, alcohólico y derrumbado moralmente por los impactos que, en él como en tantos otros, imprimió el horror de la guerra. Por eso ahora, cerca de cien años más tarde, sigo los pasos de ambos en la Alex para tratar de comprenderlos y, tal vez, comprendernos mejor. Ver Galería Completa Si desea escribirle a la directora del portal web, puede hacerlo comentando directamente en esta entrada al final de la página.