Hoy se conmemoran 47 años del golpe militar en Chile que derrocó al gobierno democrático de Salvador Allende y desembocó en su muerte violenta en 1973. Por ello este especial.
Último discurso de Salvador Allende
11 DE SEPTIEMBRE DE 1973
Publicado en el Atlas histórico de América Latina y el Caribe
Seguramente esta será la última oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes. La Fuerza Aérea ha bombardeado las torres de Radio Postales y Radio Corporación. Mis palabras no tienen amargura sino decepción. Que sean ellas el castigo moral para los que han traicionado el juramento que hicieron: soldados de Chile, comandantes en jefe titulares, el almirante
Merino, que se ha auto designado comandante de la Armada, más el señor Mendoza, general rastrero que solo ayer manifestara su fidelidad y lealtad al Gobierno, y que también se ha autodenominado director general de Carabineros. Ante estos hechos solo me cabe decir a los trabajadores:
¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente.
Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos.
Trabajadores de mi patria: quiero agradecerles la lealtad que siempre tuvieron, la confianza que depositaron en un hombre que solo fue intérprete de grandes anhelos de justicia, que empeñó su palabra en que respetaría la Constitución y la ley, y así lo hizo. En este momento definitivo, el último en que yo pueda dirigirme a ustedes, quiero que aprovechen la lección: el capital foráneo, el imperialismo, unidos a la reacción, creó el clima para que las Fuerzas Armadas rompieran su tradición, la que les enseñara el general Schneider y reafirmara el comandante Araya, víctimas del mismo sector social que hoy estará en sus casas esperando con mano ajena reconquistar el poder para seguir defendiendo sus granjerías y sus privilegios. Me dirijo, sobre todo, a la modesta mujer de nuestra tierra, a la campesina que creyó en nosotros, a la abuela que trabajó más, a la madre que supo de nuestra preocupación por los niños. Me dirijo a los profesionales de la patria, a los profesionales patriotas que siguieron trabajando contra la sedición auspiciada por los colegios profesionales, colegios de clases para defender también las ventajas de una sociedad capitalista de unos pocos.
Me dirijo a la juventud, a aquellos que cantaron y entregaron su alegría y su espíritu de lucha. Me dirijo al hombre de Chile, al obrero, al campesino, al intelectual, a aquellos que serán perseguidos, porque en nuestro país el fascismo ya estuvo hace muchas horas presente; en los atentados terroristas, volando los puentes, cortando las vías férreas, destruyendo lo oleoductos y los gaseoductos, frente al silencio de quienes tenían la obligación de proceder. Estaban comprometidos.
La historia los juzgará.
Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes.
Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal con la patria.
El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse. Trabajadores de mi patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.
¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!
Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.
El último tango de Salvador Allende
de Roberto Ampuero (reproducimos el primer capítulo de esta novela)
1
Envuelto en la capa alba que flamea al viento del crepúsculo, el Doctor vuela sobre las callejuelas, los pasajes y las escaleras que bajan serpenteando hacia el Pacífico. Cruza hasta las herrumbrosas naves atracadas en el puerto, continúa por el aire hacia la fuente con los peces de colores de la plaza Echaurren y desde el cielo admira no solo las coronas de las palmeras centenarias y el estruendo de las olas que rompen en los roquedales que anuncian la agreste severidad de las lomas, sino también el amplio arco que describe su propio vuelo.
Aunque un aleteo de picaflores agita su estómago, porque desde la infancia le causa vértigo la altura, sonríe al divisar una bandada de pelícanos que se desliza a ras del océano. El Doctor inhala la fragancia a cochayuyos y se encamina hacia
la iglesia de La Matriz, donde intenta posar sus mocasines de gamuza junto al campanario coronado con la cruz de madera, que dejó inclinada el último terremoto.
El chasquido de las palomas que despegan del campanario aborta su intento de poner pie sobre las tejuelas. Tarda en constatar que su fracaso no se debe a los pájaros, sino al timbrazo del teléfono que ahora busca a tientas en la oscuridad
del dormitorio. El despertador del velador indica que faltan cuatro minutos para las cinco de la mañana del once de septiembre de 1973. Se lleva el auricular al oído.
—Desplazamientos sospechosos de la Armada en Valparaíso —le anuncia una voz.
El Doctor enciende la lamparita y se calza los anteojos con la convicción de que ese día morirá. Está solo en su dormitorio de la avenida Tomás Moro 200, en Santiago de Chile, lejos de su puerto natal de Valparaíso, en un espacio que más parece la modesta celda de un monje franciscano. El cuarto da a la biblioteca, donde lo esperan el ajedrez de marfil y, junto a la puerta que se abre a la terraza con baldosas moriscas y la piscina con el cocodrilo embalsamado, su amada colección de huacos peruanos. Se queda quieto y piensa en la sonrisa delicada de su esposa, que duerme en el dormitorio del segundo nivel. Imagina la respiración espaciada y cadenciosa de Hortensia. Imagina que ella sueña que son novios. Imagina que ella sueña que vuelven a compartir el lecho. Admite que ella seguirá habitando en su memoria como la beldad de tez pálida y cabellera oscura cuyos ojos claros lo cautivaron la noche en que él, hace más de cuarenta años, en medio de un terremoto, huía despavorido a una calle de Santiago desde las bancas de un templo masónico.
—Sea más específico —dice el Doctor al auricular. Los rumores de alzamientos militares son el pan diario desde que asumió la presidencia, tres años atrás.
—La Armada zarpó anoche a reunirse con la flota estadounidense para realizar las maniobras conjuntas de Unitas —explica la voz.
—Eso lo autoricé y o mismo —repone el Doctor, y restriega el talón de un pie contra el empeine del otro en la agradable calidez de las sábanas.
—Lo que pasa es que la flota se está devolviendo —añade la voz, ahora trémula—. Apenas vislumbro las naves en la oscuridad, pero están sin luces en la bahía, espiando la ciudad. Podrían bombardearnos en cualquier momento.
—¿Algo más, compañero? —El Doctor deja la cama y se despoja del piyama de franela frente al espejo del ropero que le muestra el ligero promontorio de su abdomen y la pálida delgadez de sus muslos.
—Hay infantes de marina en los principales cruces de la ciudad. En tenida de combate…
—¿Consultaron a la comandancia naval? —Tras activar el pequeño parlante del teléfono, el Doctor recoge del suelo el calzoncillo del día anterior y se lo pone sin perder el equilibrio. Luego saca del ropero a la rápida un pantalón, una
camisa y un suéter a rombos, y se viste con premura.
—Nadie contesta en la Armada, Doctor.
—¿Y en el Ministerio de Defensa?
—Allá no están atendiendo.
—¿Y no ubicaron a los comandantes en jefe? —Se calza unos zapatos negros.
—Nadie responde ni en sus casas, Doctor.
—Entonces voy a palacio —anuncia el Doctor y, tras colgar, alerta por el citófono a los escoltas.
Se afeita en seco y a la rápida con gillete, descuelga un saco de tweed y pasa a la biblioteca, donde agarra el fusil AKA que le obsequió Fidel Castro. Toma un buche de café frío en la penumbra de la cocina y sale a la rotonda, donde cuatro
autos Fiat 125 azules y una camioneta calientan motores. La caravana sale entonces rugiendo de Tomás Moro y, antes de que los guardias cierren el portón, el Doctor dirige una última mirada a la casona blanca con tejas de greda, que
permanece a oscuras, y a las dos palmeras que flanquean la puerta de entrada y parecen vigilar el paso del tiempo.