Vida de carrilera
Por: Martha Alzate
Caimalito, uno de los corregimientos de Pereira, está situado en los límites con el río Cauca. Allí, bordeando el cauce, se extendían las líneas sobre las que se deslizaba el ferrocarril. Un día, cuando su huella de hierro y caldera se hizo abandono, algunos vieron estas tierras de nadie como una alternativa para asentar en ellas sus ilusiones. Tomaron tablas y tejas, trozos de plástico, guaduas del camino, y se construyeron improvisadas habitaciones para depositar en lugar cubierto sus escasas pertenencias.
Llegaron allí de no se sabe qué lejanías, de sus encuentros y desencuentros con la vida, y se irguieron al igual que sus refugios, cimentados más en sus esperanzas de los días por venir que en las amargas certezas de los momentos pasados y presentes.
El tren se fue pero quedaron ellos. Y su presencia fue llenando de voces y murmullos lo que antes era estrépito de hierros y humos efímeros.
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Llegaron con las preocupaciones por la subsistencia. Las mismas de todos los de esta especie que hoy somos, abandonados de la certeza de los instintos: somos los que ya no saben beber agua de los ríos, los que tenemos a la tierra como una amante olvidada que solo se visita en ocasiones de escasez o desespero.
Es urbano el humano que habita Caimalito, y, al mismo tiempo, va dejando de serlo en la medida en que el motor, ahora apenas evocado, avanza por los pedazos de riel que actualmente marcan la calle principal de este asentamiento.
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Cerca al puente que cruza el Cauca, límite entre Pereira y el Municipio de la Virginia, todo allí tiene un eco de barrio, una cuadra probable de cualquier ciudad. Hay comercios, las casas están levantadas en solares delimitados y no se observa vegetación de fruto. Pero todo va transformándose al ingresar al sector de La Carbonera, y lo que era placa de antejardín más adelante se va haciendo parcela, encierro de animales, compañeros de los días y de los otros, por los que también se siente afecto pero es necesario sacrificar.
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La calle se va tornando carretera veredal que conduce a cultivos y corrales. El vecino de enfrente es una hacienda, otrora única privilegiada de los remansos del río. Van cesando los rumores y los agites, y el silencio solo es interrumpido por los llamados en pos del ternero esquivo. El habitante de este lugar de transición entre la ciudad y el campo, es un campesino de ciudad. Huele a estiércol, y, al tiempo, sus animales beben el líquido que llega hasta ellos por tuberías, y cuyo consumo es registrado en puntuales facturas. No hay alcantarillado, pero el río está cerca.
El camino se hace polvo y las fronteras se diluyen. Llegamos al límite, y a orillas de un meandro hay una última tienda. El encargado del lugar tiene el propósito de convertir sus humildades en atractivos turísticos. Se ofrecen recorridos, tramos de diferentes duraciones y destinos. Son improvisados mecanismos que han venido a sustituir a las antiguas “marranitas”, las que antes empujaban por los carriles con sus garruchas los remeros de los mares de arcillas. Actualmente, en vez del boga nos espera el conductor de la motocicleta que arrastra esa especie de carro de balineras, último y pobre remedo del antiguo convoy.
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Un palpitar ansioso delata nuestra incertidumbre ante lo desconocido que apenas se insinúa. Es la intuición de una posibilidad, mezcla entre civilización y campo abierto, infinito vacío que se percibe mejor por el olor que a través de los pensamientos. El maquinista nos invita a transitar con él los rieles que conducen a lugares lejanos, a convertirnos en nuestros propios vagones.
Una oportunidad, aquí, tan cerca, dentro de nuestras imaginarias fronteras, de ir al silencio de la naturaleza, al abandono de toda costumbre, y tal vez, por qué no, de ver por una hendija apenas un atisbo de nuestro Corazón en las tinieblas.
Somos apenas el coche de nuestros propios anhelos, que transita por lo que otro día llevó sobre su lomo a la poderosa máquina.
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Fotos por: Jess Ar