El alfabeto del río

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Los areneros, pues, conocen el lenguaje de las aguas, su lecho blando, porque emprenden el trabajo a la madrugada, antes del canto del gallo apedreado por el tiempo


 

 

A la Virginia dos ríos la cercan: El Cauca y el Risaralda. Uno recibe toda la soledad del otro, toda una silueta plateada que se pierde. El Cauca fluyendo mansamente como un animal sin hacer ruido. Las aguas son turbias, su caudal tan oscuro que a veces, forma pequeños torbellinos que se agitan, socavando, entonces, las raíces de los almendros que, tras los años la corriente arrastra podridos.

 

El río entra en la amplitud de los ojos, como una desgarradura del sol en el cielo; se ensancha y sus dos orillas se pierden en una repentina emoción. Aquí es sustancia de sueños, aguas cuyo alfabeto escriben en nosotros lo oculto.

 

En las tardes, a la hora en que el sol es rojizo, las canoas, unas tras otras, se balancean en una monotonía, bajo un ritmo lento, a ratos atrancadas por las aguas que arrastran olvidos. A los lejos, como un presagio, el chillido de los alcaravanes puebla el aire. A esta hora, desconcertados los areneros se reúnen en las playas a remendar con asfalto los huecos de los botes. Ahora, como otras veces, hablan y fuman, mientras las sombras de las cañabravas los empapan de una oscuridad liviana.

 

Extraída de: Ecos1360.

 

Los areneros, pues, conocen el lenguaje de las aguas, su lecho blando, porque emprenden el trabajo a la madrugada, antes del canto del gallo apedreado por el tiempo. A oscuras recorren sus aguas como recorriendo un camino de un mapa que tenemos tallado en la espalda. Se sumergen, entonces, en sus aguas con un balde, cuyo peso desaparece en las aguas.

 

Sometiendo el cuerpo a un oficio, extraen arena del fondo del fondo del río y la depositan sobre la superficie de la canoa. Hecha la primera carga, es decir, que la arena rebose la canoa, el arenero navega hasta la zona de descargue, donde la apilona a la espera de comercializarla.

 

La expresión del arenero sorprende; la rudeza, la comisura de los labios caídos, unas manos cubiertas de sudor y atrás, una espalda donde el sol como un mango se pudre.

 

 

Extraída de: Picsss.

 

 

Cierta vez, a la orilla del río, un grupo de areneros intentaban reconocer un muerto en las arenas grises. Las aguas, en efecto, han traído al finado como un tronco de madera que pesa. Con matorrales espantan las moscas, mientras los niños simulan lanzar piedras para espantar a los gallinazos.

 

Olía a humo de cigarrillo. De pronto, gentes del pueblo comienzan a llegar para reconocer el muerto. Atolondrados se tapan boca y narices para no sentir el olor de la carne que se pudre. El muerto está hinchado, le falta una pierna y la mano derecha está mordisqueada por los peces.

 

El pecho lacerado y en el estómago huecos que traspasan la carne morada. El gesto de su rostro es el mismo que llevó en la vida. Chorreando aguas apenas lo arrastran mientras miran en las aguas y ven pasar entre el caudal su pierna. Nadie conoce al finado, nadie conoce su rostro envejecido por las aguas. Un silencio, entonces, como un manojo de lágrimas, les lava el rostro.

 

 

Extraída de: Universal Río Cauca La Virginia.

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