Fragmentos del libro: Aunque me muera a la izquierda, Fernando Araujo Vélez

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Cada sábado tenemos la sección Antojos, un espacio para leer fragmentos de libros publicados por Sílaba Editores. El día de hoy nos comparten el primer capítulo del libro, completo.

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Septiembre 25, 1987

La tarde casi de noche en la que terminé de convencerme de que habían llegado los tiempos de las persecuciones, las censuras, los allanamientos y la invencible estupidez, guardé algunos de mis escritos en un falso fondo de un baúl que mi abuelo me había regalado y los firmé con el nombre de Anna Ajmátova, segura de que nadie iba a saber quién había sido aquella mujer. Más abajo escondí una carta que me había enviado el hombre que marcó mi destino, don Martín Enciso, un texto suyo que me robé de su casa y cuyas claves no supe descifrar sino mucho tiempo después, y una decena de papeles, que mucho más que papeles eran pensamientos, sensaciones, sentimientos, rabias, miedos, dolores, razones, derrotas y victorias que yo me sabía casi de memoria. Encima acomodé otros textos con mi nombre, Verónica Domínguez, para que fueran esos los que llamaran la atención de los censores, que más tarde o más temprano llegarían con sus chapas de investigadores oficiales, sus pistolas y sus corbatas negras, diciendo que buscaban sospechosos de alterar o de querer alterar el orden que había instaurado el presidente de la Nación. Eran la Ley, o eso decían. Eran la muerte, pensaba yo. Eran el orden, gritaban ellos. Eran el miedo, murmuraba yo.

Son el miedo, susurré, y cerré el baúl, para acostarme luego en el piso y perderme entre las figuras que imaginaba en el techo y se descolgaban en forma de palabras y frases, buscándome, hiriéndome a veces o haciéndome sonreír. Desde niña, los techos de todas las casas, cafés, iglesias y oficinas del mundo habían sido para mí historias por descifrar. Mi abuelo Ernesto me las había mostrado por vez primera en su casona de los Laches, donde viví mis primeros doce años. Una tarde de sábado, medio gris, medio lluviosa, con tintes rosados y silencio, me cargó sobre sus rodillas, me levantó la quijada con sus manos pecosas y me mostró que en el techo, en todos los techos del mundo, Mi Murciégala, estaban escritas las historias de la vida. Yo miré y vi duendes, hadas, unos tornillos, la cabrilla de un carro antiguo, un barco, algunos discos, y empecé a oír canciones y una lejana voz de mujer que decía:

Cuando en la noche oscura espero su llegada,

Se me antoja que todo pende de un hilo.

¿Qué valen los honores, la libertad incluso,

cuando ella acude presta y toca el caramillo?

Mira, ¡ahí viene! Ella se echa a un lado el velo

y se me queda mirando larga y fijamente. Yo digo:

“¿Has sido tú la que le dictó a Dante las páginas sobre el infierno?”.

Y ella responde: “Yo soy aquella”.

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