Fragmentos del libro: Aunque me muera a la izquierda, Fernando Araujo Vélez

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Cuando terminé de escribir, fui por un vaso de agua a la cocina y regresé. Borré algunas palabras y escribí de nuevo. Al final, pasé todo el texto a una hoja en limpio. Cuidé que cada letra fuera perfecta, porque aquel era un texto distinto, un texto sagrado. Terminé sobre las seis de la tarde. Cerré el cuaderno y lo dejé en una esquina de la mesita que me habían regalado mis padres para que hiciera tareas, y saqué de la maleta dos libracos de geografía y ciencias, muy aburridos y pesados. Los abrí en las páginas 67 y 32, respectivamente, pero no pude entender nada de lo que leía. Seguía con los Beatles, con mi texto sobre los Beatles y miraba hacia el cuaderno donde estaba mi escrito, que era como decir, ellos. Lo agarré y escribí una línea más, y me sentí volar mientras escribía. Esas palabras eran la vida, no había nada más fuera de ellas. Yo podía elegirlas y, por lo tanto, elegir lo que se me ocurría.

Me sentí libre y dios, aunque en ese momento no tuviera claro ni qué era la libertad ni qué era dios. Me sentí rebelde, única, diferente, como si yo fuera los Beatles. En honor a ellos juré que lo sería desde ese mismo instante. Lancé los libracos de ciencias y geografía al piso, bailé sobre ellos y corrí cuando oí la puerta de la entrada abrirse para ir a buscar a quien hubiera llegado, ojalá mi padre, para preguntarle si sabía algo de los Beatles. Al bajar las escaleras, me topé con doña María, la señora que trabajaba en la casa los martes y los miércoles. Le pregunté, pero ella me dijo que No, mi niña, no tengo ni idea qué es eso. ¿A quién le puedo preguntar? Ay, no sé, si quieres vamos a la tienda. Son unos músicos, María, no una marca de pastas. No importa, niña, alguien debe saber. Llegamos a la tienda tomadas de la mano. Le preguntamos al tendero, pero él no sabía, y a una señora que había ido a comprar frutas, pero ella tampoco tenía ni idea. María se agachó para quedar cara a cara conmigo y me dijo que tenía una idea, una gran idea.

Salimos casi corriendo calle abajo y caminamos dos cuadras. Luego volteamos hacia la derecha y timbramos en una casa de paredes blancas, muy altas. Pasados unos treinta segundos, salió un señor de pelo blanco, largo, y barba y bigote. ¿Sí, a sus órdenes? Cómo está, señor, muchas gracias por atendernos, dijo María, y continuó explicando que habían ido a buscarlo pues él debía saber de unos músicos que se llamaban los Beatles. ¿The Beatles?, preguntó él, corrigiendo la pronunciación de María. Sí, sí, esos, grité yo. ¿Usted los conoce? Sí, por supuesto, niña, quién no. Pues yo le he preguntado a mucha gente y nadie sabe. La gente en este país no sabe nunca nada, pero bueno, pasen si quieren y les cuento. Apreté la mano de María. La miré en tono de pregunta y ella me haló. Me dijo en voz muy baja que ese era el señor más raro del barrio, que cuidado. Atravesamos la verja de entrada, caminamos por un pasillo descubierto y entramos a la casa del señor, que nos preguntó nuestros nombres y si queríamos un café o agua o algo de tomar. María dijo que agua, por favor, pues si tomamos café nos desvelamos. Yo dije que sí con mi cara y mis trenzas, que subían y bajaban.

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