Fragmentos del libro: Aunque me muera a la izquierda, Fernando Araujo Vélez

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Yo era subversiva por el simple hecho de escribir y por haber amado sin orden ni ley, y me apegaba cada vez más a la palabra subversión. Desde niña jugué a desglosarla. A poner en un lado las versiones, y en otro, los sótanos. En uno lo sub, y en otro, lo visible. De tanto hurgar y buscar y asomarme a los subsuelos, fui viviendo la vida desde lo que no se veía, desde la claridad de lo oscuro.

Era niña, muy niña, cuando vi la primera imagen oscura que me llevó a una claridad, y a recorrer un camino cargado de imágenes y frases, todas oscuras y todas claras. Iba tomada de la mano enguantada de mi madre, que en una esquina del norte de Bogotá se detuvo a saludar a una amiga. Yo me solté para asomarme a la vitrina de una tienda de discos y vi entre algunas carátulas de señores de corbatín o corbata, o de señoras con velo, una de los Beatles. El pelo largo de aquellos tipos cayéndoles sobre la frente, los sacos de cuello alto, la desfachatez con que parecían ir por la vida, me sobresaltaron. Me pegué al vidrio, lo llené de aliento, alargué mis manos como queriendo agarrar el disco y empecé a dar pequeños brincos. El disco me cantaba con un ritmo frenético que jamás había oído, aunque en realidad, la voz que salía de la tienda era la de Pedro Vargas, que susurraba, Cuando te hablen de amor, y de ilusiones, y te ofrezcan un sol y un cielo entero, si te acuerdas de mí, no me menciones, porque vas a sentir, amor del bueno.

Verónica, ven acá, niña, me gritó mi madre, cuando yo ya iba en la mitad de un túnel psicodélico, vestida también de mil colores, en busca de aquellos pelilargos que estaban al final de aquel pasillo, siempre con sus guitarras y sus canciones en inglés y sus yeah yeah. Desperté a la realidad de la esquina de la calle 92 con carrera 15 al sentir el guante de mi madre apretándome el cuello. Le pedí, le imploré que me comprara el disco, pero doña Hortensia de Domínguez me respondió que no, que no había plata, que tal vez otro día, que cuál disco, que no, que mi padre decía que esos eran unos maricones, ¿No les ves el pelo?, que me olvidara. Cuando volvimos a la casa, aguardé a que mi madre desapareciera para esculcar entre sus discos, los de mi padre y mi abuelo. Solo encontré más Pedro Vargas, y Agustín Lara, y Gardel y Javier Solís y Toña la Negra y dos de Frank Sinatra. Luego, en silencio, me metí al baño de la alcoba principal y saqué un radio que mi padre oía todas las mañanas, a las siete en punto. Me encerré en mi cuarto y recorrí el dial de izquierda a derecha y de derecha a izquierda una y otra y otra vez.

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